Northwest Smith (16 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Se detuvo en la escalera y se volvió hacia él. Su mirada perdida estaba llena de frenesí de la desesperación y del terror.

—Terrestre, prométeme… ¡que no me dejarás morir de esa manera! Cuando lleguemos arriba… ¡dispárame un rayo! Purifícame con el fuego, o tendré que vivir durante la eternidad en las negras profundidades de las que te he sacado. ¡Oh, prométemelo!

—Te lo prometo —dijo Smith, con voz tranquila—. Te lo prometo.

Y siguieron subiendo. La escalera prosiguió su interminable espiral, y ellos siguieron subiendo de manera interminable. Las piernas de Smith comenzaron a dolerle intolerablemente, y el corazón a latirle salvajemente, pero Vaudir no pareció sentir el cansancio. Subía ágilmente, y no con mayores dificultades que las que había demostrado en las galerías. Después de varias eternidades llegaron arriba.

Una vez allí, la joven cayó al suelo. Se derrumbó como muerta en el extremo de la espiral de plata. Durante un instante de cobardía, Smith pensó que le había fallado y que la había dejado morir mancillada, pero momentos después, ella se movió, irguió la cabeza y, con mucha lentitud, se puso en pie.

—Continuaré… Continuaré, continuaré —habló consigo misma, entre susurros—… Si he llegado hasta aquí… debo terminar… —y avanzó, tambaleándose, por el primoroso pasillo de muros nacarados, iluminado de rosa.

Pudo ver lo peligrosamente cerca que ella se encontraba del límite de sus fuerzas, y se maravilló de la tenacidad con que se aferraba a la vida, aunque la fuera perdiendo a cada paso, mientras el latido de las tinieblas la invadía poco a poco. De tal suerte, con una obstinación asombra, recorrió, tambaleándose, el camino, pasando puertas tras puertas de nácar cincelado, bajo luces rosadas que iluminaban su rostro con un espectral simulacro de vitalidad, hasta que llegaron a la puerta de plata, situada al extremo. La cerradura estaba abierta, y el pestillo corrido.

Ella empujó la puerta y ambos la franquearon.

El viaje de pesadilla prosiguió. Ya debía estar amaneciendo, pensó Smith, pues los corredores estaban desiertos, pero ¿no sentía un hálito de peligro en el aire inmóvil?

La entrecortada voz de la joven respondió a aquella pregunta formulada a medias, como si lo mismo que el Alendar, detentase el secreto de leer la mente de los hombres.

—Los… Guardianes… aún merodean por los corredores y ahora están sueltos… Apresta, pues, tu pistola de rayos, terrestre…

Al oír aquello, Smith mantuvo la mirada alerta, trazando en su mente, lenta y dubitativamente, los pasos que habían dado en su viaje de ida. En una ocasión distinguió el suave deslizar de… algo que arañaba el pavimento de mármol y, en dos ocasiones, olfateó, con un estremecimiento súbito, un repentino olor a sal en medio de aquel aire perfumado, y en su mente relampagueó el recuerdo de un mar negro y ondulante… Pero nada los molestó.

Paso tras paso, llenos de vacilación, los pasillos fueron quedando atrás, y él comenzó a reconocer algunos puntos de referencia. Los pasos de la joven se hicieron más lentos y vacilantes, mientras avanzaba con un valor increíble, luchando contra el olvido, conteniendo las oscuras olas que caían sobre ella, aferrándose con dedos tenaces a la tenue chispa de vida que la impulsaba.

Y, finalmente, después de lo que parecieron horas de esfuerzos desesperados, alcanzaron el corredor iluminado de azul, en cuyo extremo se abría la puerta exterior. El avance de Vaudir se convirtió en una serie de confusos titubeos, interrumpidos por pausas, mientras se agarraba a las puertas esculpidas con dedos tensionados y se mordía unos labios exangües, aferrándose a su última chispa de vida. Él vio cómo la recorría un estremecimiento continuo, y supo que las oleadas de fluida tiniebla debían estar acosándola por todas partes y que los pensamientos retorcidos debían contorsionarse en su cerebro… Pero ella siguió adelante. Cada paso que daba era más débil, como si cambiase el peso de un pie a otro, y a cada paso esperase que le fallaran las rodillas y se precipitase en las profundas negruras que se abrían ante ella. Pero siguió adelante.

Llegó a la puerta de bronce, y con un último esfuerzo, levantó la barra y la abrió. Entonces, aquella tenue chispa se apagó como la llama de una vela. Smith echó un vistazo al interior de la habitación de roca —y a algo horrible que había en su suelo—, antes de verla caer hacia delante, mientras la marea ascendente de un viscoso olvido se cerraba, finalmente, sobre su cabeza. Agonizaba al caer. Smith disparó su pistola de rayos y sintió el retroceso contra la palma de su mano, mientras un resplandor azul relampagueaba y la alcanzaba en mitad del aire. Y él hubiera jurado que sus ojos se iluminaron durante un instante fugaz, y que la valiente joven que había conocido aparecía ante él, purificada e íntegra, antes de que la muerte —una muerte limpia— la velase.

Se derrumbó a sus pies, en un desorden confuso, y él sintió el azote de las lágrimas bajo sus párpados mientras la miraba, una masa de blanco y bronce sobre el tapiz. Y mientras la contemplaba, un velo de profanación cubrió su radiante blancura… La corrupción la atacó ante sus ojos y progresó con horrible rapidez y, en menos tiempo del que se tarda en decirlo, se encontró mirando con ojos horrorizados un charco de negro cieno que arrastraba un terciopelo verde.

Northwest Smith cerró sus pálidos ojos y, por un momento, luchó con sus recuerdos, esforzándose en arrancar de ellos las palabras ya olvidadas de una oración aprendida hacía más de veinte años en otro planeta. Después pasó por encima de la cosa lamentable y espantosa que yacía sobre el tapiz y se fue.

En la pequeña habitación de roca enclavada en la muralla exterior vio lo que sólo había vislumbrado cuando Vaudir abrió la puerta. El castigo había caído sobre el eunuco. Aquel cadáver debía de haber sido el suyo, pues sobre el suelo se veían los jirones de terciopelo escarlata, pero no había manera de reconocer cuál había sido su forma original. El olor a sal flotaba pesadamente en el aire, y un rastro de cieno negro serpenteaba a través del suelo hacia el muro. Éste era sólido, pero el rastro terminaba en él…

Smith apoyó la mano sobre la puerta exterior, tiró de la barra y la abrió. Salió fuera, bajo las colgantes enredaderas, y llenó sus pulmones de aire puro, libre, limpio, sin olor a aromas o a salitre. Un alba nacarada estaba despuntando sobre Ednes.

JULHI

La historia de las cicatrices de Smith daría origen a una saga. De pies a cabeza, su piel morena y curtida por el sol estaba marcada por las señales de la batalla. El ojo de un experto habría reconocido las señales características del cuchillo, la garra, la pistola de rayos, la sutil marca del cring de los marcianos de las Tierras Áridas, el corte fino y limpio del estilete venusiano, el complicado entrecruzado del látigo de un penal de la Tierra. Pero una o dos de las cicatrices que exhibía habrían desconcertado al ojo más penetrante. Aquel curioso círculo rojo, por ejemplo, como una rosa sangrante en la parte izquierda de su pecho, exactamente donde el latido de su corazón hacía palpitar la carne tostada por el sol…

En la oscuridad sin estrellas de la compacta noche venusiana, los ojos de Smith, pálidos como el acero, eran sutiles y perspicaces. Excepto aquellos ojos, nada en él se movía. Estaba agachado contra un muro que sus inquietos dedos le habían dicho que era de piedra, y frío; pero él no podía ver nada y no tenía ni la más ligera idea de dónde estaba o de cómo había llegado hasta allí. Había abierto los ojos en aquella oscuridad hacía unos cinco minutos, y todavía estaba asombrado. La palidez de su penetrante mirada parpadeaba inquieta en medio de la negrura, buscando en vano algún signo de familiaridad. No pudo encontrar ninguno. La oscuridad que le rodeaba era confusa y sin forma, y aunque sus agudizados sentidos le informasen de un espacio cerrado, en ello había una contradicción porque sentía el soplo del aire fresco.

Estaba agachado e inmóvil en la ventosa oscuridad, oliendo a tierra y a piedra fría; débilmente —muy débilmente—, el relente de algo que no le era familiar le hizo recoger los pies y apoyarse con una mano en el frío muro de piedra, tan tenso como un resorte de acero. Algo se movía en la oscuridad. No podía ver ni oír nada, pero sintió que aquella conmoción se acercaba con precaución. Alargó un pie para explorar, encontró bajo él un suelo firme y se decidió a dar uno o dos pasos, conteniendo la respiración. Sobre la piedra donde se había apoyado un instante antes oyó el suave sonido de unas manos moviéndose a tientas con un extraño sonido de succión, como si fuesen pegajosas. Algo exhaló un pequeño sonido de impaciencia. En una de las calmas de aquel viento oyó con perfecta claridad el deslizarse sobre la piedra de algo que no era ni pies ni patas ni los anillos de una serpiente, sino las tres cosas a la vez.

La mano de Smith fue instintivamente hacia su cadera, pero volvió vacía. Nada sabía de dónde estaba ni de cómo había llegado hasta allí, pero sus armas habían desaparecido y él sabía que su ausencia no era accidental. La cosa que le perseguía suspiró de nuevo, de un modo singular, y el roce sobre las piedras se desplazó con rapidez súbita y espantosa. Algo le tocó y le escoció como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Sintió unas manos encima de él, pero apenas percibió que no eran humanas antes de que la oscuridad girase a su alrededor y la insólita y electrizante conmoción le enviase rodando a un brumoso olvido.

Cuando abrió nuevamente los ojos seguía estando sobre la fría piedra, en la insondable oscuridad donde antes se había despertado. Yacía en la misma postura que debió tener al caer, cuando lo que le perseguía le alcanzó, y estaba ileso. Aguardó, en tensión y a la escucha, hasta que los oídos le dolieron de la tensión y el silencio. Al menos por lo que le decían sus sentidos, tan agudos como una hoja de acero, estaba completamente solo. Ningún sonido rompía el silencio absoluto, ninguna sensación de movimiento, ningún atisbo de olor. Con mucha precaución se levantó nuevamente, apoyándose en las piedras que no veía y flexionó los miembros para asegurarse de que no se había lesionado.

Sintió que el suelo era irregular bajo sus pies. Se había hecho a la idea de que debía encontrarse entre ruinas antiguas, pues el olor a piedra, el frío y la desolación eran algo que percibía claramente, además de la brisa que gemía tímidamente por unas aberturas invisibles. Avanzó a tientas a lo largo del muro derruido, tropezando con los bloques caídos y agudizando los sentidos ante la oscuridad vacía que le rodeaba. En vano intentó recordar cómo había ido a parar allí, ya que sólo consiguió rememorar vagos recuerdos relacionados con demasiado whisky de segir en una cantina sin nombre, confusión y voces apagadas, después enormes abismos de olvido total… y finalmente, que se despertaba en medio de aquella oscuridad. El whisky debía de estar drogado, se dijo como excusa, y una ira incipiente comenzó a arder en su interior, ante el solo pensamiento de que alguien se había atrevido a ponerle encima las manos a Northwest Smith.

Después se quedó tan completamente inmóvil como una piedra, rígido en mitad de un paso, al escuchar en la oscuridad, muy cerca, el ruido casi imperceptible de algo.

Visiones confusas de la cosa invisible que le había cogido pasaron rápidamente por su cabeza… Algún monstruo cuyo desplazamiento producía un ruido como de pasos, y cuyas manos estaban provistas de una fuerza desconocida y sorprendente. Se quedó inmóvil, preguntándose si eso podría verle en la oscuridad.

Los pies susurraron sobre la piedra, muy cerca de él, y algo respiró con dificultad, mientras una mano arañaba su rostro. Smith respiró breve y profundamente y alargó los brazos para atraer hacia sí la cosa invisible. La sorpresa le dejó sin aliento y se echó a reír con todas sus fuerzas mientras obligaba a la joven a que se volviese hacia él, en medio de la oscuridad.

No podía verla, pero por las firmes curvas que sentía bajo sus manos supo que era joven y atractiva, y, por el sonido de su respiración, que estaba a punto de desvanecerse del susto.

—Shhh —susurró él con premura, llevando sus labios a la oreja de ella y sintiendo la caricia de su ondulante cabellera en una de sus mejillas—. No tengas miedo. ¿Dónde estamos?

Quizá el cuerpo en tensión que tenía entre sus manos se relajó como reacción al terror, lo cierto es que ella se abandonó entre sus brazos, y el sonido de su respiración cesó de repente. La levantó del suelo —era ligera y fragante, y sintió el roce de unas ropas de terciopelo sobre sus brazos desnudos, cuando su vestido le tocó— y cargó con ella a lo largo del muro. Se sentía mejor con algo sólido entre los brazos. La dejó en el rincón que formaba la piedra y se agachó a su lado, sin dejar de escuchar mientras ella iba recuperando lentamente el control sobre sí misma.

Cuando su respiración volvió a ser normal, excepto por el nerviosismo que suponían la excitación y la alarma, oyó el sonido que hacía al sentarse con la espalda sobre la pared y se inclinó hacia ella para poder oír su susurro.

—¿Quién es usted? —preguntó.

—Northwest Smith —dijo, con un suspiro.

—¡Ohh! —murmuró ella al saberlo.

Aquella exclamación suscitó una sonrisa en Smith. Quienquiera que fuese aquella joven, al menos había oído su nombre.

—Ha sido un error —musitó, casi hablando consigo misma—. Sólo suelen traer aquí… para Julhi… las ratas del espacio y la escoria de los espaciopuertos. No debían de conocerle… Por eso pagarán su error. Jamás vienen aquí hombres que… después puedan ser buscados.

Smith guardó silencio durante un momento. Había pensado que ella también se había perdido, pues su miedo le había parecido demasiado genuino para ser fingido. Además parecía conocer los secretos de aquel curioso lugar sin luz. Debía andarse con cuidado.

—¿Y usted quién es? —murmuró—. ¿Por qué estaba tan asustada? ¿Dónde estamos?

En la oscuridad, la respiración de la joven se detuvo un instante y después prosiguió desigual.

—Estamos en las ruinas de Vonng —susurró—. Yo soy Apri, y estoy condenada a muerte. Pensé que usted era la muerte que venía por mí, pero ahora no tardará en llegar.

Su voz vaciló en las últimas sílabas, de modo que habló con un susurro que se fue debilitando, como si el terror la hubiera cogido por la garganta y no la dejase respirar. Sintió su temblor contra su brazo.

Muchas preguntas se agolparon en sus labios, pero sólo la más urgente consiguió concretarse.

—¿Qué tiene que llegar? —preguntó—. ¿Cuál es el peligro?

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