—Los Merodeadores de Vonng —susurró, llena de miedo—. Si los esclavos de Julhi traen hombres aquí es para alimentarlos. Y aquellos de los nuestros que son desobedientes también tienen que alimentar a los Merodeadores. Yo he incurrido en su desagrado… y debo morir.
—Los Merodeadores… ¿Qué son? Hace un rato me atrapó algo que me dio un latigazo como si fuera un cable eléctrico, pero debió de soltarme. Quizá pudo ser…
—Sí, uno de ellos. Mi llegada debió de interrumpirlo. Pero en lo referente a qué puedan ser no sé nada. Proceden de la oscuridad. Son de la raza de Julhi, supongo, aunque no de carne y hueso como ella. No…, no puedo explicarlo.
—¿Y Julhi…?
—Es simplemente Julhi. ¿No lo sabes?
—¿Una mujer? ¿Alguna reina, quizá? No debes olvidar que ni siquiera sé dónde estoy.
—No, una mujer no. Al menos, no una como yo. Y mucho más que una reina. Una gran hechicera, supongo, o quizá una diosa. No sé. Me da dolor de cabeza pensar, aquí en Vonng. ¡Me hace daño… pens…! ¡Oh!… ¡Oh!… ¡No puedo soportarlo! ¡Creo que voy a volverme loca! Mejor es morir que enloquecer, ¿no? Pero tengo tanto miedo…
Su voz se perdió entre incoherencias, y ella se encogió, acurrucándose contra él, temblando en la oscuridad.
Sin dejar de prestar atención a sus estremecidos susurros, Smith había estado al tanto del más mínimo sonido que se produjera en la oscuridad. En aquel momento prestaba más atención a lo que ella decía, aunque con la oreja siempre alerta a cualquier sonido de los alrededores.
—¿Qué quieres decir? ¿Qué hiciste?
—Hay… una luz —murmuró Apri de forma imprecisa—. Siempre la vi, incluso desde pequeña, cuando cerraba los ojos e intentaba que viniese. Una luz y unas formas y sombras raras moviéndose dentro de ella, como reflejos de algo que no había visto antes. Pero no sé cómo, escapó a mi control, y entonces comencé a percibir ondas mentales muy extrañas que latían en su interior, y poco después llegó Julhi… A través de la luz. No sé…, no puedo comprenderlo. Pero a partir de entonces, ella me hizo llamar a la luz de su parte, y después unas cosas extrañas pasan dentro de mi cabeza y me siento enferma y aturdida y… y creo que me estoy volviendo loca. Pero ella me obliga a hacerlo. Y es cada vez peor, hasta que ya no puedo resistirlo. Después ella se enfada y su mirada espantosa e inmóvil no abandona su rostro… y esta vez me ha enviado aquí. Ahora vendrán los Merodeadores…
Smith la rodeó con uno de sus brazos para infundirle seguridad, pensando que quizá estaba un poco loca.
—¿Cómo podemos salir de aquí? —preguntó, zarandeándola con suavidad para que su mente vagabunda volviese a la realidad—. ¿Dónde estamos?
—En Vonng. ¿No lo sabes? En la isla donde están las ruinas de Vonng.
Entonces lo recordó. En algún lugar había oído hablar de Vonng. Las ruinas de una antigua ciudad perdida en una maraña de vegetación sobre una pequeña isla a pocas horas de la costa de Shann. Había leyendas que afirmaban que antaño había sido una gran ciudad, y también extraña. Un rey con curiosos poderes la había construido, un rey relacionado con cosas de las que mejor era no hablar, o eso decían los rumores. La piedra había sido tallada mediante ritos innombrables, y los edificios tenían formas extrañísimas por algún misterioso propósito. Algunas de sus características escapaban a la comprensión, incluso, de los hombres que los habían construido, y en las calles, a intervalos, siguiendo un trazado que no era de nuestro mundo, se habían dispuesto unos medallones por razones que sólo eran conocidas del rey. Smith recordó que había oído hablar de lo extraña que era la fabulosa Vonng, de los ritos que habían presidido su construcción y de que, finalmente, alguna extraña plaga la había invadido, llevando sus hombres a la locura… Algo que tenía que ver con fantasmas que fluctuaban entre las calles en pleno día; y por eso sus habitantes habían acabado por abandonarla. Desde entonces, durante siglos, había permanecido allí, convirtiéndose lentamente en una ruina. Nadie visitaba el lugar por aquel tiempo, pues la civilización se había desplazado hacia el continente desde los días de gloria de Vonng; pero las historias inquietantes sobre las extrañas cosas que habían sucedido desde entonces no tardaron en alimentar la imaginación de los hombres.
—¿Vive Julhi en estas ruinas? —preguntó.
—Julhi vive aquí, pero no en una Vonng en ruinas. Su Vonng es una cuidad espléndida. Yo la he visto, pero nunca pude entrar en ella.
“Totalmente loca”, se dijo Smith, compasivo. Y añadió en voz alta:
—¿Aquí no hay barcos? ¿No hay manera de escapar?
Antes de terminar de pronunciar aquellas palabras, algo parecido al zumbido de innumerables abejas comenzó a resonar en sus oídos. Creció y se hizo más profundo, hinchándose hasta que su cabeza se llenó de sonido, y la cadencia de aquel sonido decía:
“No. No hay ninguna. Julhi lo prohíbe.”
La muchacha se sobresaltó en los brazos de Smith y se aferró a él, convulsivamente.
—¡Es Julhi! —gimió—. ¿No la sientes, cantando en tu cerebro? ¡Julhi!
Smith oyó cómo la voz iba haciéndose más fuerte, hasta que pareció llenar completamente la noche, en un zumbido de intolerable volumen.
“Sí, mi pequeña Apri. Soy yo. ¿Te arrepientes de haberme desobedecido, Apri?”
Smith sintió a la joven temblar apoyada en él. Podía escuchar los latidos de su corazón y su respiración que brotaba entrecortada de sus labios.
—No… No, no me arrepiento —él oyó su murmullo, muy bajo—. Déjame morir, Julhi.
La voz resonó suave y ronroneante, empalagosamente dulce.
“¿Morir, preciosa? Julhi no puede ser tan cruel. Oh, no, pequeña Apri, sólo quise asustarte como castigo. Ahora todo está olvidado. Puedes volver a mí y servirme de nuevo, mi Apri. No dejaré que mueras.”
La voz de Apri fue haciéndose más alta, hasta convertirse en un ataque de histeria.
—¡No, no! ¡No te serviré! ¡No te serviré de nuevo, Julhi! ¡Déjame morir!
“Calma, calma, pequeña —aquel zumbido era hipnótico, por su ritmo relajado—. Tú me servirás. Claro que me obedecerás como antes, preciosa. Has encontrado un hombre en este lugar, ¿no, pequeña? Tráelo contigo, y ven.”
Las invisibles manos de Apri se clavaron frenéticamente en los hombros de Smith, intentando liberarse, echándole a un lado.
—¡Huye, huye! —dijo, jadeando—. ¡Escala esa pared y huye! Puedes tirarte desde lo alto del acantilado y recobrar la libertad ¡Huye antes de que sea demasiado tarde! ¡Oh, Shar, Shar, si tan sólo pudiese morir!
Smith aprisionó las temblorosas manos de la joven entre una de las suyas y la zarandeó con la otra.
—¡Basta! —exclamó—. Estás histérica. ¡Basta!
Sintió que sus temblores iban cesando. Las manos que se agitaban se inmovilizaron. Paulatinamente, su respiración entrecortada se fue normalizando.
—Ven —dijo ella finalmente, con una voz completamente diferente—. Julhi lo manda. Ven.
Sus dedos se entrelazaron firmemente entre los suyos, y ella caminó sin titubeos en la oscuridad. Él la siguió, tropezando con las ruinas, haciéndose magulladuras contra los muros derruidos. No supo lo lejos que avanzaron, pero el camino se doblaba, se torcía, se desviaba y, sin que pudiese explicárselo, tuvo la extraña impresión de que ella no estaba siguiendo un recorrido a través de corredores y pasajes que conocía demasiado bien para dudar entre ellos, sino que, por algún motivo, bajo la influencia de la brujería de Julhi, estaba trazando con sus erráticos pies un motivo simbólico entre las piedras…, un dibujo embrujado que, una vez terminado, abriría para ellos una puerta que ningún ojo podía ver, ni ninguna mano abrir.
Quizá fuera Julhi quien lo instilase en su imaginación, pero estaba seguro de eso, mientras la joven seguía su intrincado recorrido, yendo silenciosamente arriba y abajo entre las ruinas siempre a oscuras; por eso no se sorprendió cuando, sin previo aviso, el suelo se alisó bajo sus pies y las paredes parecieron apartarse de él, al tiempo que el olor a piedra fría se desvanecía en el aire. Entonces caminó entre tinieblas por encima de una espesa alfombra, a través de una atmósfera suavemente perfumada, cálida y agradable, surcada de corrientes invisibles. A pesar de aquella oscuridad fue consciente de unos ojos invisibles que se clavaban en su espalda, no una mirada de tipo físico, sino mucho más penetrante. En aquel momento volvió el zumbido, ronroneando a través del aire y asaltando sus oídos con las cadencias más dulces.
“Hummm… ¿Me has traído un hombre de la Tierra, mi Apri? Sí, un terrestre, y muy bello. Estoy contenta contigo, Apri, por preservar para mí a ese hombre. No tardaré en llamarle a mi presencia. Hasta entonces, déjale que se mueva a su gusto, pues no puede escapar.”
El aire se calmó de nuevo y, paulatinamente, Smith fue consciente de una luz que iba creciendo. No procedía de ninguna fuente visible, pero disipaba la completa oscuridad en un crepúsculo a través del cual pudo ver a su alrededor tapices y columnas resplandecientes, así como los contornos de la joven Apri, que seguía a su lado El crepúsculo se disipó a su vez y la luz se hizo más intensa; poco después se encontró en pleno día, en medio de la extraña y rica decoración del lugar al que había llegado.
En vano miró a su alrededor, buscando alguna señal del camino que habían seguido. La habitación era un pequeño espacio libre en medio de un bosque de columnas resplandecientes de piedra pulimentada. Los tapices cubrían algunas de ellas, cayendo en lujosos pliegues. Pero por lo que pudo ver, en todas las direcciones las columnas continuaban en perspectivas decrecientes, y tuvo la completa seguridad de que no habían llegado hasta allí a través de aquel cúmulo de columnas. Se habría dado cuenta. No, habían pasado directamente de las esparcidas ruinas de Vonng a aquella alfombra que tapizaba el pequeño espacio libre a través de alguna puerta invisible para él.
Se volvió hacia la joven. Se había echado encima de uno de los divanes que se veían bajo las columnas que delimitaban aquel espacio circular. Era más pálida que el mármol y muy hermosa, como él había supuesto. Poseía los genuinos ojos venusianos, cálidos, oscuros, rasgados; su boca era coral pintado, y su cabello se derramaba sobre sus hombros en nubes negras y resplandecientes. Llevaba el vestido venusiano muy ceñido, que la envolvía en pliegues de terciopelo de un rosa rojizo, dejando desnudo uno de sus hombros, y que era abierto, como todos los de las mujeres venusianas, para que a cada paso pudiese apreciarse el blanco resplandor de una de sus piernas. Es el vestido más atractivo que pueda imaginarse para cualquier mujer, pero Apri no necesitaba ningún aderezo para ser bella, como pudieron apreciar los pálidos ojos de Smith cuando la miraron.
Ella cruzó con él una mirada apática. Todo signo de rebelión parecía haberla abandonado y un extraño agotamiento había arrebatado a su rostro todo color.
—¿Dónde estamos ahora? —preguntó Smith.
Ella le miró de soslayo.
—En el lugar que Julhi usa para prisión —murmuró, indiferente—. Supongo que sus esclavos se estarán moviendo a nuestro alrededor, hasta donde se extienden las salas de su palacio. No puedo explicártelo, pero todo puede suceder si Julhi lo ordena. Podríamos estar en mitad de su palacio y no sospecharlo jamás, pues de aquí nadie escapa. Lo único que podemos hacer es esperar.
—¿Por qué? —Smith señaló con la cabeza hacia la perspectiva de columnas que se extendía alrededor de ellos en todas las direcciones—. ¿Qué hay más allá?
—Nada. Simplemente se extienden hasta… hasta que uno se encuentra nuevamente aquí.
Smith la miró rápidamente con ojos entornados, preguntándose hasta qué punto estaba loca. Su rostro blanco y desmayado no le dijo nada.
—Comencemos a andar —dijo al fin—. Voy a intentarlo de todos modos.
Ella negó con la cabeza.
—No tiene sentido. Julhi te encontrará cuando lo desee. Nadie escapa de Julhi.
—Voy a intentarlo —dijo nuevamente, con testarudez—. ¿Vienes conmigo?
—No. Estoy… cansada. Esperaré aquí. Regresarás.
Él dio media vuelta sin añadir nada más y penetró al azar en la floresta de columnas que rodeaban la pequeña estancia alfombrada. El suelo resbalaba bajo sus botas y relucía con un brillo apagado. Las columnas también relucían a lo largo de toda su superficie pulimentada, sin arrojar ninguna sombra en la extraña luz difusa que ocupaba el lugar, como si faltase una dimensión, de modo que aquel bosque resplandeciente parecía curiosamente plano. Avanzó por él resuelto, mirando una y otra vez hacia atrás para seguir un recorrido en línea recta desde el pequeño espacio exento que había abandonado. Vio cómo se iba quedando detrás hasta perderse completamente entre las columnas y desaparecer, mientras él vagaba a través de la interminable espesura, oyendo sólo los ecos de sus propias pisadas, sin nada que rompiera la monotonía de las relucientes columnas hasta que le pareció vislumbrar un montón de tapices a lo lejos, a través de una perspectiva sin sombras. Echó a correr hacia allí, con la esperanza de haber encontrado por fin una forma de salir del bosque, y llegó finalmente a aquel lugar. Al apartar uno de los tapices se encontró con los ojos levemente risueños de Apri. De algún modo, el camino le había llevado al punto inicial.
Gruñó de disgusto y volvió a hundirse entre las columnas. En aquella ocasión no estuvo vagando durante más de diez minutos antes de volver al lugar del que saliera. Lo intentó una tercera vez, y le pareció no haber dado más de una docena de pasos antes de que el camino se retorciese a sus pies y le catapultase de nuevo en la estancia que acababa de dejar. Apri sonrió mientras él se hundía en uno de los divanes y la miraba con ojos pálidos bajo unas cejas fruncidas.
—No hay escapatoria —volvió a decir—. Creo que este lugar está construido sobre un plano distinto al que conocemos, con todas sus líneas corriendo a lo largo de un círculo cuyo centro es esta habitación. Pues sólo un círculo tiene límites, aunque no fin, como las columnas que nos rodean.
—¿Quién es Julhi? —preguntó Smith de sopetón—. ¿Qué es?
—Es… una diosa, quizá. O un demonio salido del infierno. O ambas cosas. Procede del lugar que hay al otro lado de la luz… No puedo explicártelo. Yo fui quien abrió la puerta para ella, creo, y a través de mí, ella mira en el interior de la luz que debo invocar cuando me lo ordena. ¡Me volveré loca… loca!
La desesperación llameó súbitamente en sus ojos y desapareció al momento, dejando su rostro más blanco que antes. Sus manos se alzaron en un pequeño gesto fútil y volvieron a caer sobre su regazo. Ella negó con la cabeza.