Después se hizo más fuerte, intensificándose hasta que la sensación física se desvaneció del todo y sólo quedó ese éxtasis que consume el alma y que, a su vez, se intensificó hasta que perdió toda relación con la realidad y de nuevo flotó libre en el vacío, emoción pura liberada de todas las ataduras de la carne. Luego el vacío adoptó una forma nebulosa a su alrededor, mientras él se elevaba por la propia intensidad de su éxtasis hasta una tierra superior, fuera del alcance de los sentidos. Durante un instante flotó a través de formas de vida nebulosas y de significados desconocidos. Pequeñas sensaciones alteraron la calma de aquel éxtasis, mientras le rozaban las cosas brumosas que poblaban la tierra de nubes donde había entrado. Cada vez llegaban más deprisa, hasta que aquella calma fue llenándose de escalofríos molestos y éxtasis contradictorios, que chocaban entre sí como ondulaciones de poca intensidad. Entonces…
Todo giró vertiginosamente y de una forma tan repentina que le dejó sin respiración. Y volvió a encontrarse una vez más entre los brazos de Julhi. Su voz cantó en su cerebro.
—¡Eso era nuevo! Jamás había llegado tan alto, ni siquiera había sospechado que existiese un lugar semejante. Pero no hubieras podido resistir por más tiempo el éxtasis de aquel tono, y todavía no me he decidido a que mueras. Cantemos ahora el terror…
Y mientras aquellas tonalidades ronroneantes le envolvían, propagándose por su cerebro, unos horrores inciertos salieron de su sueño y estiraron sus espantosas cabezas en las profundidades más recónditas de su subconsciente ante el despertar ocasionado por la música, y el terror estrujó sus nervios hasta que el aire se opacó a su alrededor nuevamente y él comenzó a huir de seres innombrables, a lo largo de demenciales perspectivas interminables, mientras el ronroneo le perseguía.
Y todo volvió a comenzar. Recorrió en uno y otro sentido toda la gama de sensaciones. Compartió las extrañas sensaciones de seres que jamás hubiera soñado que existiesen. Reconoció a algunos, pero la gran mayoría le eran desconocidos, lo mismo que los mundos donde procedían sus emociones, expoliadas y guardadas en la mente de Julhi hasta el momento de evocarlas de nuevo.
Las emociones llegaban hasta él cada vez con mayor rapidez. En alocada sucesión, pasaban sobre él emociones desconocidas, familiares unas, insólitas, espantosamente extrañas otras, pero todas precipitándose a través de su cerebro en una confusión caótica, de suerte que una se mezclaba con otra y ambas con una tercera, antes de que la primera hubiese hecho poco más que rozar la superficie de su conciencia. Cada vez más deprisa, hasta que, finalmente, todo aquel tumulto de locura se mezcló en un tono de intensidad salvaje que debía de ser demasiado grande para que la soportase una persona humana; pues mientras duraba aquel tumulto, volvió a perder de nuevo cualquier asidero con la realidad y fue catapultado por fuerzas que le llevaron hasta un inmenso y tranquilo vacío que devoraba cualquier inquietud en el nirvana de su oscuridad.
Después de un tiempo inconmensurable sintió que volvía a despertarse y luchó de nuevo contra la debilidad. Sin éxito. Una luz se estaba abriendo camino a través de aquella noche salutífera que ni siquiera hubiera podido resistir todo su empecinamiento. No tenía la sensación de haberse despertado físicamente, pero sin abrir los ojos vio la habitación con mayor claridad que antes. Aquello le permitió observar unos sutiles nimbos de luz alrededor de todos sus objetos, que le eran extraños, y Apri…
No se había acordado de ella hasta entonces, pero, con aquella extraordinaria agudeza que no sólo era visual, la vio delante del lecho donde él había yacido en brazos de Julhi. Estaba rígida, y la rebelión había convertido su rostro en una máscara de desesperanza. Había agonía en sus ojos. A su alrededor la luz brillaba con un nimbo. Era incandescente, una antorcha cuya luminosidad crecía hasta el punto de que la luz que nacía de ella era palpable.
Smith sintió que el cuerpo de Julhi, que se estrechaba contra él, sufría una profunda exultación mientras la luz se derramaba alrededor de la joven. Se regodeaba en él, bebiéndolo como si fuese vino. Sintió que para ella era tangible y que él también veía aquella luz de manera extrañamente diferente, a través de sentidos que le permitían verla del mismo modo que ella. No obstante, tenía la certeza de que no hubiera podido verla con ojos normales.
Recordaba de manera confusa lo que le habían dicho respecto a la luz que abría una puerta del mundo extraterrestre de Julhi. Y no se sorprendió cuando comprendió que el lecho ya no soportaba su cuerpo, que él no tenía cuerpo, que estaba suspendido ingrávido en medio del aire, mientras los brazos de Julhi seguía agarrándole de un modo extraño, no físico, y los muros decorados con extrañas bandas parecían bajar. No tenía ninguna sensación de estar moviéndose; aunque los muros parecían bajar hacia el suelo, él se elevaba libremente por encima de las bandas superiores de bruma que palidecían y se aclaraban rápidamente, hasta que no tardó en bañarse en la cegadora luz que rodeaba la parte superior.
No había techo. A su alrededor, la luz era una llamarada de esplendor. Fuera de ella, muy lentamente, las calles de Vonng comenzaron a cobrar una forma incierta. No era la Vonng que antaño se levantara sobre la pequeña isla de Venus. Los edificios eran iguales que los que antaño se irguieron sobre las ruinas de ahora, pero había una sutil distorsión de perspectiva que le hubiera mostrado, aunque no lo hubiese sabido, que aquella ciudad se levantaba en otro plano de existencia diferente al suyo. En ocasiones, en medio del esplendor y en instantes fugaces, le parecía captar destellos de ruinas cubiertas de enredaderas. Un muro podía espejear ante sus ojos durante un instante y después desmoronarse en bloques ya partidos, y el pavimento cubrirse de ruinas y musgo. Poco después la visión se desvanecía y el muro aparecía nuevamente de una pieza. Pero él sabía que a través del velo que separaba ambos mundos de manera tan sutil estaba mirando lo que aún quedaba de Vonng en su propio plano.
Era la Vonng que había sido construida para satisfacer al mismo tiempo las necesidades de ambos mundos. Podía ver, sin comprender del todo su explicación, que algunos edificios de extrañísimos ángulos y algunas retorcidas calles que no habrían parecido tal a los ojos del hombre habían sido diseñados para subvenir las necesidades de aquella gente que se movía deslizándose. Vio en el pavimento los curiosos medallones puestos allí por brujos fallecidos desde hacía mucho, con intención de juntar en aquel punto de intersección los dos planos.
En aquellas relucientes e instables calles vio por vez primera y a plena luz formas que debían de ser muy parecidas a la criatura que le había atrapado en la oscuridad. Sin duda alguna, eran de la raza de Julhi, aunque en aquellos momentos comprendiera que en la metamorfosis sufrida por ésta, al convertirse en habitante de nuestro mundo, por fuerza debía haber tomado un aspecto más humano de lo que era usual en ella. Los seres que se deslizaban a lo largo de las calles extrañamente deformadas de Vonng jamás hubieran sido tomados por humanos, ni siquiera al primer vistazo. Pero incluso daban con mucha mayor rotundidad que la que diera Julhi la singular impresión de haber sido exquisitamente pensados para algún propósito elevado que él no podía descubrir, con sus formas de proporciones tan perfectas que la humanidad bien hubiera podido buscarlas antes de olvidarlas. Pues en ellos había un atisbo de humanidad, del mismo modo que en el hombre hay un atisbo del animal. Julhi, por lo que le había contado, los había convertido en poco más que en seres hambrientos de sensaciones, que sólo buscaban satisfacer su hambre; pero al contemplar sus cuerpos perfectos que se sustraían a cualquier descripción, no pudo creer que el fin para el que habían sido modelados de manera tan hermosa pudiera ser ése. Seguía sin conocer cuál podría ser, pero no podía creer que sólo fuera la satisfacción de los sentidos.
La multitud resplandeciente pasaba a su lado por las calles, pero aquella escena era tan inestable que, de vez en cuando, se abrían desgarrones en ella para dejar ver las ruinas de la otra Vonng. Y sobre aquel fondo de belleza e incertidumbre se acordaba, en ocasiones, de Apri, rígida y agonizante, una antorcha viva de luz en su camino. La joven no se encontraba en la Vonng del plano extraterrestre, ni tampoco en el de las ruinas, sino que, en cierta forma, se hallaba suspendida entre ambas, en una dimensión que sólo era de ella. Y poco importaba que él se moviese o no, pues ella seguía siempre allí, presente de manera incierta, radiante y rebelde, con la sombra de una locura extraña y no deseada en el fondo de sus ojos torturados.
En la singularidad que le rodeaba, apenas se preocupó de ella y descubrió que, cuando no pensaba de forma concreta en la joven, sólo se le aparecía como un borrón impreciso en algún lugar recóndito de la memoria. El ser consciente de la superposición de los dos planos implicaba una sensación capaz de retorcerle a uno el cerebro. En momentos fugaces, su mente se negaba a aceptar el hecho y, entonces, todo comenzaba a espejear sin sentido durante un instante, antes de que pudiera recobrar el control de la situación.
Julhi estaba a su lado. No podía verla sin volverse. Podía ver muchas cosas extrañas de un modo muy singular e incomprensible. Y aunque él mismo se sintiera más irreal que si estuviese en un sueño, ella se mantenía firme y estable, revestida de una substancia diferente de la que había poseído en la otra Vonng. Su forma también había cambiado. Como los otros seres era menos humana, más indescifrable, más hermosa incluso que antes. Su ojo claro e insondable se volvía, límpido, hacia él. Entonces dijo:
—Ésta es mi Vonng.
Y a él le pareció que, aunque su ronroneo vibrase irresistiblemente a través de la humeante inmaterialidad que era la suya, sus palabras, en cierta forma, habían ido directamente de cerebro a cerebro, transmitiéndose sin necesidad de aquella especie de lenguaje. Entonces comprendió que aquella voz había sido pensada más para la hipnosis que para la comunicación. Un arma más potente que el acero o la llama.
Ella se volvió y comenzó a alejarse por la calle embaldosada, y su caminar era un deslizarse lleno de gracia sobre aquellos extraños miembros inferiores. Smith se sorprendió de sentirse atraído hacia ella por una fuerza que no pudo resistir. Impalpable como el humo y sin medios propios de locomoción, la siguió indefenso adonde su sombra quiso llevarle.
Más adelante, en un rincón de la calle, un grupo de aquellos seres sin nombre habían hecho un alto en medio de la prisa que parecía impulsar a tantos habitantes de Vonng hacia alguna meta invisible. Se volvieron cuando Julhi se acercó a ellos, y posaron sus inexpresivos ojos fijos en la forma fantasmal que la seguía, que era Smith. Aunque no cruzaron entre sí ningún sonido, él sintió en su cerebro, cada vez más receptivo, los débiles ecos de pensamientos que relampagueaban por el aire. Aquello le dejó confuso hasta que comprendió que se estaban comunicando mediante aquellas crestas exquisitamente emplumadas que caían de sus cabezas hacia atrás.
Era una conversación de colores. Las crestas se estremecían sin descanso, y colores alejados totalmente del espectro, que sus ojos terrenales no podían ver, ondearon sobre ellas en una secuencia desconcertante. En todo aquello había un ritmo que fue percibiendo poco a poco, aunque no pudiera seguirlo. Por los ecos perdidos de los pensamientos que pudo captar, comprendió que la armonía de colores reflejaba, en cierta forma, la armonía de las dos mentes que la producían. Vio la cresta de Julhi estremecerse con un esplendor dorado, mientras las demás tomaban el color de la púrpura regia. El verde ondeó a través del oro, y un delicado matiz rosa se fundió con los restantes púrpuras. Pero todo aquello sucedió más deprisa de lo que se cuenta, y antes de que Smith pudiese comprender qué estaba sucediendo, surgió una nota discordante en los pensamientos que sonaban en su mente, mientras la cresta de Julhi se iluminaba de naranja y las del resto se volvían de escarlata intenso.
La cólera comenzaba a hacer acto de presencia sin que él supiera a qué era debida, a pesar de los fragmentos de la discusión que relampagueaban en su cerebro, provenientes de cada uno de los participantes y de los colores ostentosamente discordantes que ondeaban entre sus plumas. Los de Julhi recorrían la gama de una docena de espectros, teñidos de una furia evidente. El aire se estremeció cuando ella se volvió, arrastrándole consigo. Y aunque no consiguió comprender aquel súbito acceso de rabia que la había poseído de ese modo, aún pudo captar a través de su mente la vibración de los ecos de aquella rabia ardiente. Ella se alejó por la calle con una rapidez espeluznante, con la cresta temblándole en una serie de estremecimientos convulsos y rápidos.
Debía de estar demasiado irritada para darse cuenta del camino que tomaba, porque se dirigió de frente hacia la muchedumbre que rebosaba las calles, y, antes de que pudiese darse cuenta, la corriente de caminantes la arrastró. No tenía deseo alguno de fundirse en ella, y Smith pudo sentir los violentos esfuerzos que hizo para librarse, que fueron en vano. Colores que debían equivaler a maldiciones ondearon tempestuosos en su temblorosa cresta.
Pero la marea fue demasiado fuerte para ella. Ambos fueron arrastrados irresistiblemente a lo largo de edificios de extraños ángulos, sobre el pavimento cubierto de dibujos, hacia un espacio abierto que Smith comenzó a vislumbrar entre las casas que encontraban delante. Cuando llegaron a la plaza, ya se había llenado casi por completo. La ocupaban filas de deslizantes criaturas crestadas, con rostros de un solo ojo, e inmóviles bocas en forma de corazón, que miraban hacia la figura que se alzaba sobre un estrado, en el centro. Sintió que Julhi se estremecía de odio al mirar aquella figura, aunque percibió en ella una serenidad y una majestuosidad que ni siquiera la hermosa e inexpresable presencia de Julhi poseía. Los demás esperaban a cientos, con los ojos fijos, las crestas vibrantes.
Cuando la plaza se llenó, vio que el ser del estrado alzaba unos brazos ondulantes para llamar la atención, y sobre la multitud se hizo un completo silencio. Las crestas emplumadas permanecieron inmóviles sobre las atentas cabezas. Entonces, las plumas del jefe comenzaron a vibrar con un ritmo singular, y en toda aquella muchedumbre las plumas se estremecieron al unísono, como antenas. Cada ondulación de aquella cresta emplumada fue repetida, hasta en su último estremecimiento, por la muchedumbre. Había algo infinitamente vinculante en aquel ritmo. En cierto modo era como el sonido de muchos pies marcando el paso, como la perfecta cadencia de una danza. Había comenzado a moverse con mayor rapidez, y los colores que aparecían en la cresta del jefe eran repetidos por las de la muchedumbre. Allí no había ninguna oposición ni nada que fuese complementario: las filas seguían las armonías de su jefe con exactitud perfecta. Los pensamientos de él eran los de ellos.