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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Northwest Smith (38 page)

Un sonido de algo que subía interrumpió su meditación. El irreverente Yarol, con los ojos fijos en el polvo gris que estaba sobre sus cabezas, subía por el trono de cristal. Era resbaladizo, pues no había sido diseñado para que nadie subiera por él, y las pesadas botas se deslizaban sobre su superficie tersa. Smith se quedó mirándolo con un asomo de sonrisa. Durante largas eras ningún hombre vivo se había atrevido a aproximarse a aquel lugar salvo con respeto, de rodillas, sin aventurarse demasiado a alzar sus ojos hacia aquel sanctasanctórum donde se sentaba la divinidad hecha carne. Después, el pie de Yarol se deslizó sobre el último peldaño y el venusiano lanzó una exclamación ahogada, agarrándose al pedestal donde el Gran Pharol, el primero de los dioses vivos, había gobernado un mundo más poderoso que cualquiera de los habitados ahora por los hombres.

Se detuvo al llegar arriba del todo, y miró hacia abajo desde una altura donde ningún ojo, salvo los de los dioses, había mirado antes. Y mientras lo hacía, frunció las cejas de un modo extraño.

—Aquí hay algo que no va, N. W. —dijo—. Mira hacia arriba. ¿Qué está ocurriendo en el techo?

Smith alzó su pálida mirada. Durante un momento, se quedó mirando fijamente, completamente pasmado. Por tercera vez durante aquel día, sus ojos contemplaban algo tan imposible que se negaban a registrar el hecho en su cerebro violentado. Algo oscuro y, sin embargo, no del todo, caía lentamente hacia ellos. El techo parecía bajar… El pánico les atenazó durante un instante. ¿Bajaba el techo para aplastarlos? ¿O era otro guardián más de los dioses que bajaba sobre sus cabezas como si fuera una colcha? ¿Qué era?

Después comprendió, y su risa de absoluto consuelo despertó ecos totalmente blasfemos en el silencio del lugar.

—Es la luz que se retira —dijo—. Como agua que se vaciara. Nada más.

Y, aunque increíble, era verdad. Aquel resplandeciente lago de luz que llenaba a rebosar la cueva de cristal menguaba, derramándose por la puerta hacia el pasaje, hacia el exterior, y la tiniebla, literalmente, fluía tras él. Y lo hacía con rapidez.

—Bueno —dijo Yarol, mirando hacia arriba sin inmutarse—, mejor será que nos movamos antes de que se haya ido del todo. Pásame la caja, si quieres.

Dudando, Smith descolgó la pequeña caja de acero lacado que les habían entregado. ¿Y si aquel hombre forjaba la cadena para esclavizar a un dios? Suponiendo que le llevasen el polvo con el que pudiera construirla, ¿qué pasaría después? Un poder tan ilimitado, incluso en las manos de un sabio eminente, un hombre básicamente cuerdo y equilibrado, seguramente sería peligroso. ¿Y en las manos de aquel hombrecillo fanático de voz desmayada…?

Yarol, que miraba hacia abajo desde las alturas, vio la turbación en sus ojos y guardó silencio durante un momento. Después silbó brevemente y dijo, aunque Smith no había hablado:

—Jamás lo hubiera pensado… ¿Supones que efectivamente podría hacerlo? ¡Vaya, ese tipo debe estar medio chalado!

—No lo sé —dijo Smith—. Quizá no pudiera…, pero nos dijo cómo llegar hasta aquí, ¿no? Sabía bastante de todo esto… No creo que nos hubiéramos arriesgado si nos hubiese contado más. Pero supongamos que lo consiguiera, Yarol, supongamos que descubriese algún modo de traer ese… ese monstruo de la oscuridad… hasta nuestra dimensión… y que lo volviera a soltar en nuestro mundo. ¿Piensas que podría dominarlo? Habló de esclavizar a un dios, pero ¿cómo? No dudo que debe conocer alguna manera de abrir las puertas entre las dimensiones para dejar pasar a la cosa que fue Pharol… Eso ya se hizo. Pero cuando la haya abierto. ¿Podrá volver a cerrarla? ¿Podría mantener esa cosa bajo control? ¡Bien sabes que no! Sabes que se escaparía y… entonces podría pasar cualquier cosa.

—Jamás hubiera pensado… —volvió a decir Yarol—. ¡Dioses! Supongamos…

Dejó de hablar, y miró fascinado el polvo gris que contenía tan terribles posibilidades. Durante un instante se hizo el silencio en la sala de cristal.

Al mirar hacia arriba, al trono y a su amigo, Smith vio que la tiniebla caía sobre ellos cada vez más rápidamente. La luz iba menguando y largas estrías brillantes ondeaban tras ella, mientras la luz se derramaba en un tumultuoso torrente.

—Supongamos, entonces, que no se lo llevamos —dijo Yarol de repente—. Le diremos que no pudimos encontrar el lugar, o que estaba enterrado bajo las ruinas, o cualquier otra cosa. Supongamos que… ¡Dioses, esto se está poniendo muy oscuro!

El nivel luminoso se encontraba ya muy bajo. Por encima de él, sobre las paredes de la sala, la negra noche de las profundidades se iba derramando inexorablemente. Ambos contemplaron, con estupor mezclado de incredulidad, cómo el nivel de la luz iba descendiendo más y más sobre las paredes de cristal. En aquellos momentos llegaba al trono, y Yarol se quedó sin aliento cuando su cabeza y sus hombros se sumieron en la negrura, mientras que por debajo se veía sumido en el interior de un mar de luz sobre el que sus miembros inferiores rielaban, al moverse en él, formando ondulaciones que se propagaban.

Con enorme rapidez, la marea fue bajando. Fascinado, Smith vio cómo se retiraba de las piernas de Yarol, de modo que éste quedó colgado de la tiniebla, encima de la marea que bajaba por el trono, hasta tocar con su negrura la cabeza de Smith, quien permaneció en medio del mar menguante, que fue llegándole a los hombros, a la cintura, a las rodillas…

La luz que hasta hacía tan poco tiempo —después de tantas e incontables eras— había anegado aquella cámara cubría el suelo, formando un lago superficial y resplandeciente que le llegaba a los tobillos. Por primera vez durante eones, el trono de los tres estaba cubierto de tinieblas.

Hasta que los últimos restos de iluminación no serpentearon a lo largo del suelo en arroyuelos que culebrearon precipitadamente hacia la puerta, los dos hombros no pudieron sustraerse a su estupefacción. La última claridad que debió de iluminar hace millones de años un mundo perdido, quizá derramándose de las manos de los primeros dioses, se escapó por la puerta. Smith respiró profundamente y se volvió en la negrura hacia el lugar donde debía hallarse el trono, en medio de la primera oscuridad desde hacía incontables eras. Las serpientes de luz a lo largo del suelo no parecían emitir apenas radiación… El lugar estaba más negro que cualquier noche del mundo de fuera. La linterna de Yarol se encendió de repente, y la voz del venusiano dijo en la oscuridad:

—¡Vaya! Podríamos haber embotellado un poco para llevárnosla a casa. Bueno, ¿qué opinas, N. W.? ¿Nos vamos con el polvo o sin él?

—Sin él —dijo Smith, lentamente—. De eso sí que estoy seguro. Pero no podemos dejarlo aquí. Ya ves que ese tipo podría enviar a otros. Quizá con explosivos, si le decimos que el lugar está bajo tierra. Y acabaría por conseguirlo.

El haz de Yarol se desplazó, hoja blanca en la oscuridad, hasta el enigmático montón gris que estaba a su lado. Bajo la luz de la linterna Tomlinson permaneció inescrutable, igual que a lo largo de los eones desde que el dios abandonase su forma, esperando, quizá, aquel instante. Y Yarol sacó su pistola.

—No sé de qué estaría hecha esa imagen —dijo—, pero la roca, el metal o cualquier otra substancia se funden ante el calor de una pistola a plena potencia.

Y en un silencio expectante, oprimió el gatillo. Blancoazulada y cantarina, la llama surgió irresistible de la boca de su cañón y se estrelló con intolerable intensidad de calor sobre el montón gris de lo que había sido un dios. Aquel fuego habría fundido las rocas. El acero de los componentes de un cohete se habría puesto al rojo. Nada que procediera de las manos del hombre hubiera podido resistir el estallido térmico de una pistola de rayos al máximo de su potencia. Pero bajo aquel intenso ardor azul, el montón de polvo ni se movió.

Entre el silbido de la llama, Smith oyó a un Yarol atónito exclamar: “¡Shar!”. Acercó aún más la boca de la pistola al montón gris, hasta que el cristal comenzó a ponerse incandescente por el calor reflejado y unas chispas azules se dispersaron en la oscuridad. Muy lentamente, la superficie que limitaba el montón de polvo comenzó a tomar un color rojo oscuro que fue extendiéndose. Brotó una llamita azul; después otra.

Yarol dejó de apretar el gatillo y se sentó a esperar que el polvo comenzase a arder. Al instante, cuando el resplandor fue aumentando, se levantó del pedestal y se deslizó con precaución por el resbaladizo cristal hasta el suelo. Smith apenas se enteró de que su amigo estaba a su lado. Sus ojos seguían clavados en la límpida y ardiente llama de lo que una vez fuera un dios. Ardía con una violenta luz pálida, titilando con innombrables colores evanescentes… El polvo que había sido Pharol de la Completa Tiniebla ardía lentamente con una llama completamente luminosa.

Y mientras pasaron los minutos y la llama creció, sus reflejos comenzaron a bailar de forma irreal en las paredes y el techo de cristal, enviando hacia abajo largos espasmos, hasta que el suelo quedó alfombrado con el resplandor de las llamas. Un olor muy tenue de cosas sin nombre se difundió por el aire, humo de dioses muertos… Subió vertiginosamente hacia la cabeza de Smith, y los reflejos ondearon y corrieron todos juntos hasta que le pareció que él mismo se quedaba suspendido en el espacio mientras a su alrededor imágenes llameantes se retorcían en la oscuridad, imágenes llameantes, nebulosas, imágenes irreales ondeando sobre las paredes y desvaneciéndose, relampagueando inciertas sobre su cabeza, corriendo hasta sus pies, dando vueltas a su alrededor de pared a pared, formando arabescos, como si los reflejos producidos hacía eones en otro mundo y profundamente enterrados en el cristal estuvieran despertando a la vida ante el toque mágico del dios que ardía.

Con el humo arremolinándose vertiginosamente en sus fosas nasales, seguía mirando… Y a su alrededor, sobre su cabeza, bajo sus pies, las imágenes extrañas y salvajes corrieron imprecisas sobre el cristal y se desvanecieron. Le pareció haber visto paisajes imponentes rodeados de montañas que no se daban en ninguno de los mundos actuales conocidos… Creyó ver un sol más blanco que el que había brillado durante eones, iluminando una tierra donde los ríos corrían atronadores entre verdes riberas… Le pareció haber visto muchas lunas girando en una noche púrpura, donde unas constelaciones relucientes habían suscitado en él cierta familiaridad en medio de tanta irrealidad… Vio una estrella verde donde debía estar Marte, y una lejana mancha de blanco donde pende ese punto verde que es la Tierra. Las ciudades corrieron marcha atrás en medio de la oscuridad del cristal con formas más extrañas que las que cuenta la Historia. Flechas, cúpulas y chapiteles angulosos, elevándose en lo alto y reluciendo bajo el cálido sol blanco… Extrañas naves cabalgando las vías del cielo. Vio batallas —armas, hoy sin nombre, que convertían en ruinas las altas torres, que derramaban muchísima sangre—, vio paradas triunfales, donde criaturas que bien pudieran haber sido los precursores del hombre, desfilaban en un estallido de color por calles resplandecientes… Criaturas extrañas y sinuosas, vislumbradas, que eran hombres, pero no del todo… Entre neblinas, la historia de un mundo muerto y olvidado fulguró en la oscuridad para él.

Vio entidades humanoides en sus grandes ciudades esplendentes, inclinándose ante… algo… de tinieblas que se extendía de manera monstruosa sobre los cielos iluminados de blanco… Vio los comienzos del Gran Pharol… Vio el trono de cristal en una habitación de cristal donde los sinuosos seres con forma de hombre se prosternaban en ondulantes filas de adoradores alrededor de un pedestal triple del cual, debido a su resplandor y a las tinieblas que lo rodeaban, no podía apartar la mirada. Y entonces, de repente, en un poderoso estallido de violencia, todas las imágenes demenciales que aleteaban en la parpadeante luz de la llama, parecieron correr juntas y estremecerse bajo su mirada perpleja, y una gran explosión de luz cegadora sacudió las paredes, hasta que toda aquella gran cámara destelló por última vez, pero con luz tan deslumbrante que en vez de iluminar aturdía, cegaba, explotaba en los mismísimos cerebros de los dos hombres que la contemplaban…

En el relámpago de un instante, antes de que el olvido cayera sobre él, Smith supo que acababan de contemplar la muerte de un mundo. Después, con los ojos cegados y el cerebro a punto del colapso, tropezó y se sumergió en las tinieblas.

La negrura les envolvía cuando abrieron nuevamente los ojos. El fuego sobre el trono se había consumido, dando paso a la eterna tiniebla. Tambaleándose, siguieron la blanca guía de sus linternas por el largo pasillo y salieron al aire del exterior. El pálido día marciano comenzaba a cubrirse de sombras sobre las montañas.

PARAÍSO PERDIDO

Yarol el venusiano alargó una rápida mano sobre la mesa, que se detuvo en una de las muñecas de Smith.

—¡Mira! —dijo en voz baja.

Los ojos sin color de Smith se volvieron lentamente en la dirección que el pequeño venusiano le indicaba imperceptiblemente con la cabeza.

El panorama que se abría bajo su indiferente mirada le hubiera quitado el aliento, por lo grandiosos, a cualquiera que acabase de llegar; para Smith, sin embargo, aquella vista ya sólo era agua pasada. Su mesa era una de tantas alineadas a lo largo de una balaustrada que circundaba el parapeto bajo el cual desaparecía el vertiginoso golfo de las terrazas de acero de Nueva York, a una altura de mil pies sobre la tierra firme. Entrecruzándose en aquel golfo de vacuidad que se precipitaba hacia abajo, las bandas de acero de los pasos superiores de circulación se arqueaban de edificio en edifico, atestadas de incontables hordas neoyorquinas. Hombres de los tres planetas, vagabundos, aventureros del espacio y cosas singulares y brutales que no eran humanas del todo se mezclaban con los tropeles de terrestres que recorrían interminablemente los grandes puentes de acero que se extendían sobre los abismos de Nueva York. Desde la mesa situada en el alto parapeto donde se sentaban Smith y Yarol, se podía ver pasar todo el sistema solar, mundo tras mundo, por las arcadas que descendían por gradas y azoteas hacia la tiniebla perpetua y las parpadeantes luces lejanas de las profundidades que escondían el suelo firme. Con poderosas escaleras y arcos, formaban una celosía en el cavernoso vacío bajo la balaustrada desde la que Yarol se apoyaba indolentemente sobre un codo, mientras miraba.

Al seguir aquella mirada, los pálidos ojos de Smith sólo vieron la acostumbrada multitud de peatones que pululaban sobre el piso de acero del puente, por debajo de ellos.

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