—¿Ves? —murmuró Yarol—. ¿Ves a ese individuo bajito con un abrigo de cuero rojo? Ése de cabello blanco, que camina despacio por el borde, ¿lo ves?
—Humm.
Smith emitió un sonido gutural, que no le comprometía a nada, mientras se fijaba en lo que había suscitado el interés de Yarol. Se trataba de un extraño espécimen de humanidad que caminaba indolente por el extremo del puente, apartado de la muchedumbre que lo llenaba. Su abrigo rojo se ceñía a un cuerpo cuya extrema fragilidad era visible incluso a aquella distancia; pero, por lo que Smith podía ver de su silueta en escorzo, no parecía hallarse enfermo. Sobre su cabeza descubierta el cabello crecía sedoso y plateado, y bajo uno de sus brazos apretaba con fuerza un envoltorio de forma cuadrada, que se cuidaba, según observó Smith, de mantener por el lado de la balaustrada, lejos de la muchedumbre que pasaba.
—Te apuesto la próxima ronda —murmuró Yarol, mientras sus sagaces ojos negros parpadeaban bajo sus largas pestañas— a que no adivinas de qué raza procede ese hombrecillo, ni cuáles son sus orígenes.
—De cualquier modo la próxima ronda me tocaba a mí —dijo Smith, con una sonrisa—. No lo adivino. Pero ¿qué importa?
—¡Oh! Sólo es simple curiosidad. Hasta ahora, en toda mi vida, sólo había visto a uno de ellos, y estoy por apostar a que tú no has visto a ninguno. Y, sin embargo, es una raza de la Tierra, quizá la más antigua. ¿Has oído hablar de los seles?
Smith negó con la cabeza, en silencio, los ojos fijos en la pequeña figura de más abajo, que iba desapareciendo lentamente de su vista, oculta por el reborde de la terraza donde se sentaban.
—Viven en algún lugar de la región más remota de Asia, nadie sabe exactamente dónde. Pero no son mongoloides. Por lo que he oído, son una raza pura, que no tiene equivalente en todo el sistema solar. Creo que incluso ellos mismos han olvidado su origen, aunque sus leyendas se remonten tan lejos que uno se maree al pensar en ello. Tienen un aspecto extraño, todos con los cabellos blancos y tan frágiles como el cristal. Viven muy apartados de los demás, desde luego. Cuando uno de ellos se aventura en el mundo exterior, puedes estar seguro de que es por alguna razón tremendamente importante. Me pregunto por qué ese individuo… Bueno, ya no importa. Sólo que al verle recordé la extraña historia que se cuenta de ellos. Poseen un secreto. No, no te rías; se supone que es algo muy extraño y maravilloso, a lo que toda su raza dedica su vida para que siga oculto. Daría cualquier cosa por saber de qué se trata, simplemente por curiosidad.
—No es algo que te concierna, muchacho —dijo Smith, con voz adormilada—. Creo que es mejor para ti que no lo conozcas. Conocer ese tipo de secretos siempre acaba ocasionándole a uno muchas molestias.
—No tendré esa suerte —dijo Yarol, encogiéndose de hombros—. Tomemos otra ronda, recuerda que te toca a ti, y olvidemos el asunto.
Levantó un dedo para llamar al apresurado camarero, pero no llegó a hacerle ninguna señal. Pues justamente entonces, al otro lado del recodo de la barandilla que separaba el pequeño recinto de las mesas de la calle que subía al otro lado de la terraza, un relámpago de rojo atrajo bruscamente la mirada de Yarol. Era el hombrecillo de cabellos blancos que apretaba con fuerza su paquete de forma cuadrada mientras caminaba con temor, como si no estuviera acostumbrado a calles y terrazas llenas de gente, todas a una altura de mil pies, inmersas en un aire centelleante de acero.
Y en el momento en que la mirada de Yarol caía sobre él, sucedió algo. Un hombre con un uniforme marrón muy sucio, cuyas insignias desgastadas eran indescifrables, empujó bruscamente hacia delante al hombrecillo vestido de rojo y le hizo tropezar. El hombrecillo emitió un chillido de alarma y, frenético, intentó agarrar con más fuerza el envoltorio, pero ya era demasiado tarde. El empujón prácticamente se lo había quitado de debajo del brazo y, antes de que pudiera cogerlo, el fornido asaltante se había apoderado de él para abrirse rápidamente camino, a empellones, entre la muchedumbre.
El rostro del hombrecillo estaba lívido de un tremendo terror, mientras miraba aturdido a su alrededor. Y en su primera mirada desesperada divisó a los dos hombres sentados en la mesa que le observaban con intensa concentración. A través de la barandilla, su mirada se cruzó con las suyas en una súplica muda. Había algo en la actitud de aquellos hombres, en el cuero gastado de sus trajes de navegantes del espacio y en los rostros que ostentaban el indefinible sello de quienes viven peligrosamente, que debió de haberle dicho en el instante de aquella mirada desesperada que, posiblemente, la ayuda que buscaba estuviera en ellos. Se agarró a la barandilla, con los nudillos blancos por la tensión, y dijo, entrecortándose:
—¡Síganle! Traigan el paquete, recompensaré. ¡Oh, deprisa!
—¿Cómo nos recompensará? —preguntó Yarol, con un tono de súbita decisión.
—Con lo que sea, el precio que ustedes fijen. ¡Pero deprisa!
—¿Lo jura?
El rostro del hombrecillo estaba bañado de escarlata, por la angustia.
—¡Lo juro, claro que lo juro! ¡Pero apresúrense! ¡Deprisa o ustedes…!
—¿Lo jura por…?
Yarol dudó y, mirando por encima del hombre, echó una mirada significativa a Smith. Entonces se levantó, se inclinó fuera de la barandilla y susurró algo al extranjero, al oído. Smith observó una mirada de intenso terror en el rostro enrojecido. Era como si su color fuera desapareciendo lentamente, dejando sólo los rasgos del rostro, de una palidez lunar, teñidos de una emoción que Smith no pudo descifrar. Pero, en su frenesí, el hombre asintió. Con voz atormentada, que era al tiempo sonido gutural y susurro entrecortado, dijo:
—Sí, lo juro. ¡Y ahora váyanse!
Yarol saltó por encima de la barandilla, sin más, y desapareció entre la muchedumbre, tras la pista del ladrón que huía. El hombrecillo le miró fijamente durante un instante, luego rodeó lentamente la barandilla, mientras se dirigía a la puerta de acceso al recinto, y pasó entre las mesas vacías hasta llegar a la de Smith. Se dejó caer en la silla que había dejado Yarol y enterró su sedosa y plateada cabeza entre unas manos estremecidas.
Smith le miró, impasible. Estaba ligeramente sorprendido de comprobar que quien se sentaba frente a él no era un anciano. Las señales que veía sobre su rostro colmado de ansiedad eran las de la edad madura, y las manos que se crispaban sobre la cabeza inclinada eran fuertes y firmes, con una delgadez singularmente frágil que, sin embargo, había notado desde el principio. No era, pensó Smith, la delgadez propia de un individuo en particular, sino, como Yarol había dicho, una característica racial que daba la impresión de que aquel hombre fuera a romperse en pedazos si recibía un golpe. Y sin no lo hubiera sabido a ciencia cierta, hubiese jurado que aquella raza se había originado en cualquier planeta más pequeño que la Tierra, en cualquier mundo con gravedad inferior que hubiera justificado aquella delicada estructura ósea.
Tras un instante, el extranjero comenzó a levantar lentamente la cabeza, hasta quedarse mirando fijamente a Smith con ojos alucinados. Aquellos ojos eran de una apariencia poco corriente: oscuros, cálidos, velados por una especie de película traslúcida, que daban la impresión de no mirar a nada. Conferían a todo el rostro una impresión de recogimiento, de paz introspectiva que contrastaba enormemente con la angustia e inquietud que revelaban los delicados rasgos del hombre.
Estaba observando a Smith, y la desesperación de sus ojos eximía a aquella larga mirada de cualquier impertinencia. Smith miró hacia otra parte y le dejó que prosiguiera. En dos ocasiones fue consciente de que los labios del otro se apartaban y de que su aliento se detenía, como si fuese a hablar; pero algo debió de ver en el rostro sombrío e impasible al otro lado de la mesa, lleno de las cicatrices de muchas batallas, en los ojos fríos y desprovistos de emoción, que le obligó a abstenerse de preguntar. Y allí siguió sentado en silencio, retorciéndose las manos sobre la mesa con una desnuda angustia en los ojos, mientras esperaba.
Los minutos pasaron lentamente. Debió de transcurrir un buen cuarto de hora antes de que Smith oyera pasos a su espalda y supiese por la luz que iluminaba el rostro del hombre sentado frente a él que Yarol había regresado. El pequeño venusiano arrimó una silla y, con una mueca, se dejó caer en ella en silencio, mientras depositaba sobre la mesa un envoltorio de forma cuadrada.
El extranjero se precipitó sobre él con un leve grito inarticulado, pasó unas manos ansiosas sobre el papel marrón que lo cubría, y comprobó los sellos de lacre que unían el lado donde se juntaban los extremos del papel de envolver. Satisfecho sólo entonces, se volvió hacia Yarol. La desesperación incontrolada acababa de morir en su rostro, que recobró los rasgos de una inmensa tranquilidad. Smith pensó que jamás había visto un rostro que con tanta rapidez pudiera mostrar serenidad y paz. Sin embargo, aquella paz ocultaba una extraña forma de resignación, como si encerrase algo que él aceptaba sin condiciones; como si, quizá, se preparara a pagar cualquier precio tremendo que le pidiera Yarol, y supiese que sería alto.
—¿Qué desea como recompensa? —preguntó a Yarol con voz gentil.
—Cuénteme el secreto —dijo Yarol con determinación, al tiempo que hacía una mueca.
Recobrar el paquete no había sido difícil para un hombre con sus habilidades y su carácter. Ni siquiera Smith supo cómo lo había conseguido —los caminos de los venusianos son extraños—, pero de ello no había ninguna duda. Sin embargo, no miraba el hermoso rostro de querubín del venusiano, donde bailaban unos sagaces ojos negros. Contemplaba al extranjero, y no veía sorpresa en los delicados rasgos del hombre, sólo un leve destello de luz rápidamente opacado en los velados ojos, un leve espasmo de pena y comprensión que, durante un instante, contorsionó su rostro.
—Debiera haberlo supuesto —dijo tranquilamente, con su dulce y suave voz, que debajo de su inglés cultivado poseía un matiz de acento extranjero—. ¿Tiene alguna idea de lo que me pide?
—Alguna —la voz de Yarol se hizo más sobria por efecto de la gravedad de la entonación del otro—. En cierta ocasión conocí… a uno de su raza, uno de los seles, y aprendí lo suficiente para desear, como un loco, saber del todo el secreto.
—También aprendería… un nombre —dijo dulcemente el hombrecillo—. Por él juré entregarle lo que me pidiera. Y lo haré. Pero debe saber que jamás hubiera pronunciado ese juramento, aunque algo tan preciado como mi propia vida dependiera de él. Si la causa no hubiera sido tan grande como… como la que me obligó a jurar, yo, u otro cualquiera de los seles, hubiese muerto antes de jurar por ese nombre. Por eso mismo —sonrió tímidamente— podrá adivinar cuán preciado es lo que contiene este envoltorio. ¿Está seguro, está verdaderamente seguro de querer saber nuestro secreto?
Smith reconoció la testarudez que comenzaba a oscurecer los rasgos finamente cincelados del rostro de Yarol.
—Lo estoy —dijo con firmeza el venusiano—. Y usted me lo prometió en nombre de… —dejó de hablar para formar con los labios las sílabas que no pronunció. El hombrecillo sonrió, con un extraño asomo de conmiseración en el rostro.
—Está invocando poderes —dijo— que, sin lugar a dudas, desconoce. Se trata de algo peligroso. Pero…, en efecto, lo he prometido y se lo revelaré. Debo contárselo aunque ahora usted no deseara saberlo; pues una promesa hecha por ese nombre debe cumplirse, cueste lo que cueste a quien haya hecho la promesa o a quien vaya dirigida. Lo siento…, pero ahora debe saberlo.
—Díganoslo, entonces —insistió Yarol, y se inclinó hacia delante sobre la mesa.
El hombrecillo se volvió hacia Smith, mostrando en su rostro en calma una paz que suscitó un vago malestar en el terrestre.
—¿Usted también desea saberlo? —preguntó.
Smith dudó durante un instante, sopesando contra su propia curiosidad aquel malestar sin nombre. A su pesar, se sentía extrañamente impelido a conocer la respuesta de la pregunta de Yarol, aunque, a medida que lo pensaba, sentía cada vez con mayor certidumbre una extraña y silenciosa amenaza bajo la calma del pequeño extranjero. Se limitó a asentir con la cabeza y miró de soslayo a Yarol. Sin más prolegómenos, el hombre cruzó los brazos sobre la mesa, cubriendo su preciado envoltorio, se inclinó hacia delante y comenzó a hablar con su suave y lenta voz. Y mientras hablaba, le pareció a Smith que una serenidad si cabe aún mayor que la de antes afluía a sus ojos, algo tan vasto y tranquilo como la propia muerte. Le pareció que dejaba de vivir mientras hablaba, y que se hundía a cada una de sus palabras en una paz que nada en la vida podría turbar. Y Smith supo que aquel preciado secreto tan bien guardado no estaría a punto de ser revelado por alguien que guardaba una calma tan mortal, a menos que un peligro tan grande como la mismísima muerte acompañase a la revelación. Contuvo la respiración para hablar e interrumpir aquellas revelaciones, pero fue como si una compulsión le dijera que no debía interrumpirlas. Indiferente, decidió escuchar.
—Imaginen —decía tranquilamente el hombrecillo—, por ejemplo, una raza de individuos empujada por la necesidad hasta unas cavernas negras como la pez, donde sus hijos y nietos se criarán sin ver jamás la luz ni usar jamás sus ojos. A medida que vayan pasando las generaciones, irá naciendo una leyenda que hable de la inefable belleza y misterio del ver. Quizá se convierta en una religión, la narración de una gloria mayor de lo que puedan describir las palabras (pues, ¿cómo se podría describir la vista a un ciego?), que sus antepasados habían conocido, y que ellos todavía podrían percibir si las condiciones se lo permitieran, ya que aún poseen los órganos pertinentes.
“Pues nuestra raza tiene una leyenda parecida. Hay una facultad, un sentido, que hemos perdido a lo largo de incontables eones, y que poseíamos en nuestro “apogeo” y “origen”; pues a diferencia de cualquier otra raza de las actualmente existentes, nuestras leyendas más antiguas comienzan en una edad dorada del pasado infinitamente lejano. Más allá no hay nada. No tenemos historias de groseros comienzos, como las demás razas. Hemos perdido nuestros orígenes, aunque las leyendas de nuestro pueblo lleguen mucho más atrás de lo que yo pudiera hacerles creer a ustedes. Pero por lejos que se remonte nuestra historia, siempre aparecemos como un pueblo hecho y derecho que procede de algún origen remoto no narrado en las leyendas, y que posee una civilización avanzada, con una cultura perfectamente estable. Pues bien, en ese estadio de perfección poseíamos el sentido perdido que sólo hoy existe como una tradición velada.