Aquella guerra sucedió hace muchísimo tiempo, tanto que hasta la historia olvidó el mismísimo nombre de la ciudad, y vencedor y vencido se desvanecieron juntos en el limbo del olvido. Mientras tanto, las tierras sembradas de sal cobraron nuevamente un atisbo de vida y la escasa vegetación que las cubría luchó por salir a través del suelo estéril. Pero los hombres aún seguían eludiendo el lugar.
Decían, entre susurros, que en aquellas tierras salobres aún vivía gente. En ocasiones llegaban los lobos por la noche y se llevaban a los niños extraviados; en otras aparecía abierta una tumba reciente, y la gente hablaba, conteniendo la respiración, de gules… Los viajeros rezagados habían oído voces que sollozaban de noche por los yermos, y aquellos cazadores arriesgados que se aventuraban en busca de la caza salvaje que corre a través del sotobosque hablaban con espanto de mujeres-lobo desnudas que aullaban a lo lejos. Nadie supo qué había sido de las animosas almas que habían penetrado hasta muy lejos en la desolación del lugar. Estaba maldito para los pies del hombre, y los que vivían allí, decían las leyendas, eran menos que hombres.
Smith no dio mucho crédito a aquello cuando se alejó de los sangrientos despojos de la batalla para adentrarse en los yermos. Sabía que las leyendas exageraban. Pero no dudaba que los cuentos tuvieran una base, y miró entristecido las vacías pistoleras que colgaban bajo de su cintura. Estaba completamente desarmado, quizá por primera vez en más años de los que quisiera recordar; pues su camino había discurrido en su mayor parte fuera de la ley, y los hombres como él no van desarmados a ningún sitio…, ni siquiera a la cama.
Bueno, ya no tenía remedio. Se encogió ligeramente de hombros y esbozó una mueca, conteniendo la respiración por el dolor, pues aquella cuchillada en el hombro era profunda, y la sangre aún seguía manchando el suelo, aunque no con tanta profusión como antes. La herida se estaba cerrando. Había perdido mucha sangre… Sus prendas de cuero estaban tiesas por dentro debido a ella, y la brillante mancha que quedaba a su espalda hablaba de pérdidas aún mayores. El dolor del hombro le seguía dando punzadas, pero comenzaba a ser engullido por una grisura más vasta y opresiva…
Movió obstinadamente los pies por el suelo desigual, aunque la completa penumbra del paisaje ondease a su alrededor como un mar —dilatándose monstruosamente— retrocediendo a distancias imprecisas… El terreno fluctuó hacia él, para acogerle con sorprendente suavidad.
Abrió los ojos en un crepúsculo gris e instantes después, tambaleándose, se levantó y prosiguió. Ya no sangraba, pero su hombro estaba rígido y palpitaba, y el yermo todavía le rodeaba como un mar agitado. Escuchó una especie de canción que no tardó en crecer, y no estuvo seguro de si sus débiles ecos le llegaban de la distancia gris o sonaban en su propia cabeza… Eran unos largos y débiles aullidos, como de lobos que aullaran su hambre a las estrellas. Cuando cayó por segunda vez, se quedó sin sentido y se sorprendió al abrir los ojos en la más completa tiniebla, con las estrellas que le miraban desde lo alto y la hierba que le hacía cosquillas en las mejillas.
Siguió avanzando. Ya no tenía la urgencia de antes… Se encontraba fuera de alcance, pero la vaga necesidad de seguir moviéndose resonaba en su cerebro cansado. Ya estaba seguro de que los prolongados aullidos llegaban a él a través de la extensión de los yermos, cada vez más cerca. Por instinto, su mano cayó inútilmente hacia la vacía pistolera.
Luego llegaron hasta él unas extrañas vocecitas impulsadas por el viento. Finas y agudas. Con inmenso esfuerzo, echó una mirada hacia arriba y, con la agudeza que da el agotamiento, le pareció ver las largas y nítidas líneas del viento atravesando el cielo. Sólo vio eso, pero las vocecitas penetraron nítidamente hasta sus oídos. En aquellos momentos fue consciente de que algo se movía a su lado: una vida un tanto nebulosa que se movía paralela a su recorrido, invisible bajo la luz de las estrellas. Fue consciente de ello por el escalofrío de maldad que sacudió las raíces mismas de su cabello y que partió en oleadas de la penumbra que se hallaba a su lado, aunque no pudo ver nada. Pero con la claridad de aquella visión interior, sintió la vasta e indefinida sombra que acechaba sin forma entre la hierba, a su lado. No volvió otra vez la cabeza, pero se le erizaron los cabellos de la nuca. Los aullidos también se fueron acercando. Apretó los dientes y siguió avanzando con paso desigual.
Cayó por tercera vez cerca de un seto de árboles raquíticos y permaneció inmóvil durante un momento, respirando con dificultad mientras las largas y lentas olas del olvido caían sobre él y le arrastraban como la marea sobre la arena. En los intervalos de lucidez supo que aquellos aullidos se estaban acercando más y más sobre la grisura de aquellas tierras salobres.
Siguió caminando. La ilusión de ir acompañado por algo informe que caminaba en la oscuridad seguía obsesionándole a través de la hierba, pero en aquellos momentos poco le importaba. Los aullidos se habían convertido en ladridos breves y fuertes, encrespados bajo la luz de las estrellas, y por ellos supo que los lobos habían encontrado su rastro. Nuevamente, por instinto, su mano bajó hacia la pistola, y un espasmo de dolor cruzó su rostro. No había pensado en la muerte —llevaba caminando a su lado desde hacía tantos años que no podía tener miedo a su familiar rostro—, pero la muerte llegándole por aquellos colmillos, desarmado… Apretó un poco el paso, y el aliento silbó a través de sus dientes apretados.
Unas formas oscuras le estaban rodeando, deslizándose sobre la hierba como sombras. Eran astutas, aquella bestias de los confines. No se ponían lo suficientemente cerca de él para poderlas ver, excepto como sombras que se deslizaban entre las demás sombras, pacientes y vigilantes. Las maldijo fútilmente con su aliento claudicante, pues sabía que ya no podía arriesgarse a caer de nuevo. Las oleadas grises se alzaron, y un grito ronco brotó de su garganta mientras hacía acopio de sus últimas fuerzas para ofrecer resistencia. Las formas oscuras se sobresaltaron ante su voz.
Y siguió caminando y luchando contra el desvanecimiento que le llegaba hasta la cintura, hasta el hombro, hasta la barbilla…, y volvía a bajar, ante el continuo movimiento que no le dejaba descansar. Entonces, algo les sucedió a sus ojos —aquellos ojos pálidos como el acero que jamás le habían fallado antes—, pues entre las formas oscuras le pareció ver otras blancas, que se deslizaban y escurrían en las sombras como fantasmas…
Durante unos instantes interminables siguió tambaleándose bajo las heladas estrellas, mientras la tierra huía paulatinamente de sus pies y la grisura era un mar que subía y bajaba en olas ciegas, y unas figuras blancas ondeaban a su alrededor a través de la hueca oscuridad.
De repente supo que había llegado al límite de sus fuerzas. Lo supo con certeza. Y en el último momento de lucidez que le quedó, vio un árbol bajo recortándose contra las estrellas y avanzó tambaleándose hasta él, para apoyar sus anchas espaldas contra el tronco y afrontar a sus oscuros vigilantes con cabeza baja y ojos pálidos, que relucían de desconfianza. Durante aquel instante se enfrentó a ellos resueltamente… Después, el tronco del árbol comenzó a deslizarse hacia arriba y el suelo se levantó. Se agarró a las escasas hojas con ambas manos y lanzó una maldición mientras caía.
Cuando abrió nuevamente los ojos, contempló un rostro que parecía salido del infierno. Un rostro de mujer, torcido en una sonrisa diabólica, se inclinaba sobre él…; sus ojos relucían en la oscuridad. Unos colmillos blancos babearon cuando se inclinó sobre su garganta.
Smith emitió un sonido estrangulado, que era mitad juramento y mitad oración, y luchó para ponerse en pie. Ella retrocedió con un salto silencioso que hizo ondear su salvaje cabellera y se detuvo ante él, para mirarle con grandes ojos rasgados que relucían verdosos en la palidez de su rostro. En la oscuridad, su cuerpo era blanco como una media luna, velado en parte por la larga y selvática cabellera.
Le miraba con ávidos colmillos babeantes. Detrás de ella, Smith presintió otras formas, oscuras y blancas, que giraban incansables a través de las sombras… Y comenzó a comprender vagamente y supo que allí no había esperanza de vida para él, pero se apoyó sobre sus largas piernas y, con ojos pálidos y salvajes, devolvió mirada por mirada. La manada le rodeó, manchas borrosas en la oscuridad, el verde fulgor de sus ojos relucía entre las formas blancas y negras. Y a sus aturdidos ojos les pareció que las formas no eran estables; que se desplazaban de oscuras a claras, y viceversa, mientras que sólo el resplandor verde de los ojos se mantenía constante durante el cambio. Ya estaban muy cerca de él, en un crescendo de suaves gruñidos y de agudos ladridos que, impacientes, se abrían camino a través de sonidos guturales, y vio el relucir de blancos dientes bajo las estrellas. Aunque no tenía armas, el yermo vacilaba a su alrededor y la tierra se hundía bajo sus pies, irguió sus hombros salvajemente y se enfrentó a ellos con un desafío sin esperanza, mientras aguardaba la ola de oscuridad y de hambre que caería sobre él como una marea arrolladora. Se enfrentó al verde deseo de los salvajes ojos de la mujer cuando se adelantó, dispuesta a saltar hacia él; de repente, algo en la fiereza de ella pulsó una cuerda salvaje en su interior y, aunque se enfrentaba a la muerte, soltó una breve carcajada salvaje y dijo, con un aullido al naciente viento:
—¡Vamos, mujer-lobo! ¡Llama a tu manada!
Ella dudó durante el más breve de los instantes. A punto de abalanzarse, algo como una chispa pareció saltar entre ambos —lo selvático llamando a lo selvático a través de las barreras de todo lo viviente—, y bajó de pronto los brazos, echó hacia atrás la cabeza en un remolino de su negra cabellera y aulló a las estrellas; fue un aullido salvaje, prolongado y ululante que nada tenía de humanidad, un aullido triunfante de feroz deleite que suscitó ecos en el viento. A su alrededor, en la oscuridad, las gargantas ásperas lo captaron y fueron pasándolo de una a otra a través de las tierras salobres, hasta que las mismísimas estrellas se estremecieron ante el salvaje y exultante aullido.
Y mientras el largo ladrido estremecía el silencio, algo inexplicable le sucedió a Smith. Algo despertó una respuesta en su agonizante interior, el gris olvido contra el que había estado luchando tanto tiempo le engulló de una vez…, y entonces fue como si saltara dentro de sí mismo, de un modo súbito e impetuoso; y mientras una parte de él se ponía de rodillas y presentaba el rostro a la hierba, el ser vital que era Smith saltaba libre al aire frío, tan estimulante como un vino fuerte.
La manada de lobos le rodeó de forma clamorosa, los salvajes y fuertes aullidos penetraron deliciosamente todos los nervios de su cuerpo de súbito despierto. Y fue como si la envolvente oscuridad hubiera abandonado sus sentidos, pues la noche se abría en todas las direcciones a sus nuevos ojos, y su olfato percibía olores frescos y excitantes en el viento que corría, y mil sonidos ligeros cobraban súbitamente nueva claridad y significado en sus oídos.
La manada que se había agitado con tanto estruendo a su alrededor fue, durante un instante, un remolino de cuerpos oscuros… Después, con un borrón y un destello, dejaron de ser oscuros…, se alzaron sobre sus patas traseras y expulsaron la oscuridad según se levantaban… Unas delgadas, blancas y desnudas mujeres-lobo dieron vueltas a sus alrededor en una maraña de miembros deslumbrantes y cabellos ondeantes.
Permaneció medio aturdido ante el cambio, pues incluso el amplió páramo salobre ya no estaba oscuro ni vacío, sino pálido bajo las estrellas y poblado de nebulosos seres inestables que habían salido huyendo ante la blanca manada de lobos que le rodeaba; y por encima del clamor de sus voces salvajes, aquel menudo y estridente parloteo siguió brotando del viento sobre su cabeza.
Una figura blanca surgió súbitamente de la manada que le rodeaba, y él sintió unos brazos fríos alrededor de su cuello y un cuerpo delgado y frío que se apretaba contra el suyo. Luego, el blanco remolino se apartó violentamente y otra figura ocupó su lugar…: la mujer de ojos feroces que le había llamado a través de las barreras de la carne hacia aquella incierta tierra suya. Sus relucientes ojos verdes miraron como puñales la loba hermana que rodeaba con sus brazos el cuello de Smith, y el gruñido que brotó de sus labios fue el gutural de un lobo. La mujer se libró del abrazo de Smith y se agachó, sintiéndose acorralada; la otra, en una agitación de salvaje cabellera, desnudó sus garras y se lanzó en línea recta hacia la garganta de la intrusa. Cayeron en una agitada maraña de blanco y oscuro, y la manada se quedó tan silenciosa que el único sonido que se oía era la pesada respiración de las luchadoras y los ahogados y sordos gruñidos que agitaban sus gargantas. Luego, sobre el blanco y negro en lucha, brotó un súbito torrente de escarlata. Las ventanas nasales de Smith se agitaron ante el olor que, en aquel momento, poseía un nuevo y fascinante matiz dulzón, y la mujer-lobo se levantó, con la boca manchada de sangre del cuerpo de su rival. Los verdosos ojos relucientes encontraron los suyos, y la salvaje exultación que fluía de ellos despertó en el hombre un salvaje alborozo, y el delgado rostro salvaje de ella, blanco como la luna, explotó en una sonrisa de alegría infernal.
Alzó de nuevo la cabeza y aulló larga y triunfantemente a las estrellas, y la manada que la rodeaba la secundó, y Smith se encontró con su propio rostro vuelto hacia el cielo y su propia garganta que lanzaba un feroz desafío a la oscuridad.
Después echaron a correr…, empujándose entre sí en salvaje juego, mientras volaban sobre la hierba rala con pies que escasamente rozaban el suelo. Aquella carrera sin esfuerzo era como la acometida del viento, mientras la tierra corría hacia atrás espoleada por sus pies y el viento llegaba a sus fosas nasales con mil olores almizclados. La blanca mujer-lobo corría a su lado, con su larga cabellera flotando tras ella como una bandera, y su hombro rozando el suyo.
Corrieron por extraños lugares. Los árboles y la hierba habían tomado nuevas formas y significados, y, de una manera vaga y medio consciente, Smith distinguió curiosas formas que surgían a su alrededor: edificios, torres, muros, altas torrecillas resplandecientes a la luz de las estrellas, aunque tan nebulosas que no dificultaban su carrera. En algunas ocasiones pudo ver las sombras de una ciudad con mucha claridad… En otras corría a través de calles de mármol y le parecía que las sandalias doradas de sus pies resonaban sobre el pavimento, que sus ricos atavíos se agitaban a su alrededor por el viento de la carrera y que una espada tintineaba en su costado. También le pareció que la mujer que iba a su lado corría con unas sandalias de brillante colorido, que sus largas faldas se apartaban de sus ágiles pernas, y que en su flotante cabellera había pendidas joyas…, aunque sabía que corría desnudo junto a una desnuda mujer-lobo sobre la hierba rala que crujía a su paso.