Corrieron durante eternidades. Los brumosos muros y torres desaparecían tras ellos. En su mente oscurecida por el terror, le parecía ver, como en destellos fugaces, que otro hombre diferente, vestido con ricos ropajes y con una espada al cinto, escapaba, junto a otra mujer, de otro horror cuya naturaleza no conocía. Apenas sentía el suelo bajo sus pies. Corría a ciegas, sabiendo sólo que debía correr y correr hasta caer agotado, pues algo mucho más espantoso que cualquier tipo de muerte iba acercándose vorazmente a sus talones, y eso le llenaba de un innombrable e incomprensible horror… que le impulsaba a correr más y más…
Y así, poco a poco, el pánico desapareció. Muy lentamente, la cordura volvió a él. Pero siguió corriendo, sin atreverse a parar, pues sabía que el hambre, oculta, no estaba lejos de él; de eso estaba seguro, aunque sin saber cómo. Pero su mente se había aclarado lo suficiente para pensar, y sus pensamientos le informaron de cosas curiosas, cosas medio pensadas que formaban imágenes en su cerebro, sin ser invitadas a ello, tomadas de alguna lejana fuente más allá de su conocimiento. Por ejemplo, sabía que aquello jamás abandonaría su persecución incansable, silenciosa, invisible, implacable, hasta que el espeso oleaje se hubiera tragado su presa; y sabía de algún modo lo que seguiría a aquello —aquel inimaginable horror—, pero no podía darle forma en imágenes concretas. Estaba demasiado lejos de cualquier experiencia para que su mente lo captara.
El horror que sentía de forma instintiva era totalmente interno. No podía ver nada que le persiguiera, ni sentir nada, ni oír nada. Ningún temblor de amenaza se insinuaba en la nada que le rodeaba. Pero en su interior, el horror se hinchó más y más, como un globo, un curioso horror relacionado con algo que era parte de él, de modo que era como si huyera aterrado de sí mismo, sin más esperanza de escapar que si huyera de su propia sombra.
El pánico había pasado. Ya no corría a ciegas, aunque sabía que debía seguir corriendo para siempre, sin esperanza…, pero su mente se negaba a imaginarse el final. Le pareció que el pánico de la mujer también había pasado. Su respiración era más regular, no el ansioso jadeo de aquel frenesí inicial, y él ya no sentía las estremecedoras oleadas de puro terror que surgían de ella y chocaban contra la efímera substancia que era él mismo.
Y entonces, corriendo, mientras el gris paisaje se deslizaba tras ellos inmutable y las menudas formas seguían apartándose a su paso y el murmullo seguía sobre su cabeza, fue consciente de un cambio en la repulsión que le espoleaba. Había algunos breves momentos en que el horror que le perseguía lograba dominar aquella parte de su ser que, de manera tan extraña, era afín a él. Al igual que un hombre puede quedarse mirando un precipicio desde su borde y sentir la creciente urgencia de lanzarse por él, incluso a pesar del horror de la caída, así Smith sentía el fuerte tirón de la cosa que le seguía, si es que realmente era una cosa. Sin que su horror disminuyera, nació en él un curioso deseo de volverse y enfrentarse con aquello, de dejar que llegara arrastrándose hasta él, de avanzar él mismo en la densa invisibilidad…, aunque todo su ser se estremeciera violentamente ante aquel simple pensamiento.
Sin darse cuenta, aflojó el paso. Pero la mujer sí se dio y agarró con fiereza su mano. Ante aquel contacto, una llamada frenética recorrió su cuerpo. El tirón cedió durante algún tiempo, y él siguió corriendo, a pesar de que la repulsión que sentía fuera en aumento, muy consciente de la invisibilidad que se pegaba a sus talones.
Mientras aquel aumento de su desagrado se mantenía, sintió cómo la presión de la mano de la mujer se iba aflojando poco a poco, y supo que el extraño tirón de ese algo que estaba dentro de él intentaba llegar hasta ella. Su mano se cerró sobre la de la mujer y sintió la ligera sacudida que dio para librarse de aquel impulso ciego.
Y de tal suerte siguieron corriendo, fortaleciéndose mutuamente. Tras ellos, implacable, aquel algo los seguía. Por segunda vez, una pegajosa ola de aquello rozó el talón de Smith. Y cada vez con más fuerza fue creciendo en él la ciega necesidad de volverse, de hundirse en el denso flujo de lo que le seguía, de adentrarse en aquella invisibilidad hasta… hasta… No podía imaginar aquel final, pues cada vez que estaba a punto de imaginárselo, le dominaba un estremecimiento y la mente se le quedaba en blanco.
Y siempre en su interior, aquella cosa afín al Rastreador se hacía más fuerte y crecía, una ciega necesidad que brotaba de su yo más profundo. Se hacía tan fuerte que sólo la presión de la mano de la mujer-lobo le impedía volverse, y la llanura se desvaneció a su alrededor como un sueño gris, y corrió a través de un vacío curvo…, un vacío que, sin saber cómo, sabía que se replegaba sobre sí mismo, de modo que, eventualmente, si seguía corriendo, llegaría por detrás hasta lo que le perseguía y podría atraparlo, lanzándose ciegamente a los densos abismos de invisibilidad…; pero no se atrevía a aflojar su carrera, pues entonces aquello le atraparía por detrás. Así que siguió corriendo como atado a una noria, terror delante, terror detrás, sin más elección que correr ni más esperanza que su carrera.
Luego vio la llanura como entre destellos confusos, indeciblemente borrosa y no siempre desde los ángulos correctos. Se inclinaba sin motivo aparente. En una ocasión vio un oscuro charco de agua abriéndose ante él como una puerta, y después toda una sección de paisaje suspendida como un espejismo sobre su cabeza. En ocasiones, escalaba sin resuello abruptas pendientes, en otras se deslizaba rápidamente por laderas aún más inclinadas…, aunque sin olvidar que la llanura, en realidad, era plana y estaba completamente vacía de borde a borde.
En aquel momento comenzó a ser consciente de que en su huída, de alguna manera, se había desviado, porque aquellas brumosas torres y muros que había dejado atrás hacía mucho tiempo aparecieron ante él una vez más, sombríos. Con una sensación enfermiza de indefensión, corrió nuevamente, con la vaguedad de un sueño, sobre los pavimentos de mármol, entre hileras de nebulosos palacios.
Durante todas aquellas vertiginosas metamorfosis, el Rastreador proseguía incansable, pisándole los talones cuando aminoraba su avance. Comenzó a comprender vagamente que podría haberlo cogido con facilidad, pero que le acosaba de esa manera por algún vasto y nebuloso propósito… Quizá para que pudiera completar el círculo del que tan vagamente era consciente y zambullirse adrede en la mismísima cosa de la que huía. Pero en aquellos momentos ya no huía, sino que era conducido.
Las inciertas formas de los edificios se tambalearon al pasar ante ellos. La mujer que corría a su lado también se había convertido en una forma brumosa y vaga, una jadeante presencia que huía del mismo peligro que él —hacia el mismo peligro—, pero tan irreal como un sueño. También él se sintió irreal, un fantasma que huía cogido de la mano de otro fantasma a través de las calles de una ciudad fantasma. Y toda la realidad se disolvía salvo la cosa real e invisible que le perseguía, y sólo aquello tenía realidad, mientras que todo lo demás se desvanecía en formas vacías. Huían como fantasmas asustados.
Y mientras la realidad se desvanecía a su alrededor, la ciudad de sombras adquirió una apariencia más estable. Y, recíprocamente, todo lo real se llenó de bruma, la hierba, los árboles y los charcos se hicieron borrosos como un sueño olvidado, mientras los inestables contornos de las torres se erguían cada vez más claros en la pálida tiniebla, con un arrebol de colores, como si una sangre vivificante corriera a través de las piedras. En aquel momento, la ciudad se erguía firme y real a su alrededor, unos árboles difusos se proyectaban brumosamente a través de la obra de fábrica intacta, y sombras de hierba ondeaban sobre los firmes pavimentos de mármol. Sobreimpuesto al irreal, el mundo real parecía tan impreciso como un espejismo.
La arquitectura que le rodeaba era sumamente curiosa, tan antigua y olvidada que sus meras formas parecían fantásticas a los ojos de Smith. Hombres cubiertos de seda y acero recorrían las calles, hundiendo sus piernas cubiertas con grebas en la umbrosa hierba que, al parecer, no veían. También las mujeres pasaban rozándola, vestidas con cotas de malla tan finamente enlazadas y resplandecientes como faldas tejidas de plata, y espadas al cinto como los hombres. Sus rostros tenían una mirada tensa, y aunque se apresuraran, daban la impresión de caminar sin rumbo, como si se movieran por una compulsión externa que no comprendían.
Y a través de la apresurada muchedumbre, entre las extrañas torres irisadas, sobre las calles sembradas de hierba, la mujer-lobo y el hombre-lobo huían como las sombras en que se habían convertido, pálidos fantasmas deslizándose a través de las muchedumbres que no los veían, con su invisible Rastreador pisándoles los talones en cuanto aflojaban la marcha. Aquella fuerza interior que los había impulsado a volverse y a enfrentarse a quien les perseguía, en aquellos momentos, les ordenaba imperiosamente huir… huir hacia el mismísimo desenlace, pues ambos sabían que corrían hacia aquello de lo que huían, cerrando el círculo; sin embargo, no se atrevían a dejar de correr por el mortal miedo a lo que pudiera encontrarse tras ellos.
Pero, al fin, se volvieron. La mujer-lobo corría con ciega sumisión, vacía de todo el vigor que la había impulsado en un principio. Era como un fantasma impulsado por la brisa, que no se resistía ni preguntaba, sin esperanza. Pero en Smith habitaba un espíritu más esforzado. Y algo enérgico e insistente le instaba a volverse…, una insistencia que no tenía relación con la otra urgencia de sentarse a esperar. Tal vez fuera una rebeldía muy humana contra el hecho de sentirse dirigido, tal vez un disgusto profundamente arraigado a huir de cualquier cosa, a permitir que la muerte le cogiera por la espalda. Le habían enseñado a enfrentarse al peligro cuando no pudiera escapar de él, y el viejo impulso que todos los seres capaces de luchar conocen —hasta una rata acorralada da la cara— le empujó, finalmente, a volverse contra lo que le perseguía y morir luchando… sin huir. Pues presentía que el final debía ya de estar muy cerca. Algún instinto más poderoso que la fuerza que le impulsaba se lo decía.
Por eso, ignorando la muchedumbre en armadura que se arremolinaba a su alrededor, cogió con fuerza a la mujer-lobo de la muñeca y aminoró su velocidad, luchando contra el impulso que le obligaba a irse, ahogando el pánico que subió involuntariamente por él mientras aguardaba a que el espeso oleaje comenzara a inundar sus pies. En aquel momento vio la sombra de los árboles asomándose a través de la suave piedra de un edificio, e instintivamente escogió aquella cosa brumosa, que sabía que era real, como baluarte para apoyar su espalda contra ella, en lugar de los hombros y sujetó con mano firme la muñeca de la mujer que se debatía, lloriqueando y gimiendo con su voz de lobo, en un intento de romper su presa y echar a correr. A su alrededor, la muchedumbre, cubierta de malla, se apresuraba sin rumbo fijo.
Y muy pronto sintió… el tímido oleaje que se pegaba a los dedos de sus pies. Se estremeció a través de todo su irreal cuerpo ante aquella sensación, pero se mantuvo firme y agarró con mano resuelta a la mujer-lobo, que se debatía, mientras sentía las espesas olas que flotaban alrededor de sus pies, rampando hasta sus tobillos, subiendo por sus piernas cada vez más arriba.
Durante un momento se sintió acorralado, al comprobar que el terror subía más y más por su garganta, ahogándole a medida que las olas le rodeaban, sin notar apenas los esfuerzos de la mujer para liberarse. Y entonces, otro tipo de rebelión comenzó a agitarse en él. Si debía morir, no sería en una fuga precipitada, ni con una aturdida y aterrorizada conformidad sino violentamente, luchando contra aquello, tomando algo a cambio, si podía, en pago de la vida que iba a perder. Aspiró profundamente y se lanzó hacia adelante, en la masa invisible y estremecida que ya le llegaba a la cintura. Tras él, tan lejos como su brazo, la mujer-lobo avanzó tambaleándose, de mala gana.
Se lanzó hacia delante. Casi en seguida, lo invisible le rodeó, hasta que brazos y hombros quedaron cubiertos por aquella materia espesa, hasta que la pesada invisibilidad cubrió su mentón, su cerrada boca, selló sus fosas nasales…, se cerró sobre su cabeza.
Se adentró a través de las claras profundidades, moviéndose como un hombre en una pesadilla a cámara lenta. Cada paso suponía un inmenso esfuerzo contra aquel flujo que tiraba de él hacia abajo, a través de las resistentes profundidades de una nada que parecía gelatina. Casi había olvidado a la mujer que arrastraba tras de sí. Había olvidado completamente la irisada ciudad y la gente de resplandeciente armadura que caminaba deprisa. Ciego a todo, excepto al arraigado instinto de seguir moviéndose, proseguía con decisión su lento caminar en contra de aquella marea. Y con un sentimiento indescriptible, sintió que comenzaba a penetrarle, filtrándose lentamente a través de los átomos de su efímero ser. Lo sintió, y también sintió un curioso cambio que le llegaba gradualmente, aunque no pudiera definirlo, o conocer lo que estaba sucediendo. Algo le instaba ferozmente a que continuase, a que siguiera luchando, a que no se rindiera… Y así lo hizo, mientras la cabeza le daba vueltas y la extraña materia de la cosa que le engullía se iba filtrando lentamente a través de su ser.
En aquel momento, la invisibilidad adoptó una vaga corporeidad, una especie de opacidad clara, de modo que las cosas que quedaban fuera comenzaron a moverse rápidamente, difuminándose levemente, y la espléndida ciudad de los sueños y sus muchedumbres vestidas de acero ondearon a través de los límites de aquello que le había absorbido. Todo se agitaba y difuminaba, cambiando de forma. Incluso su cuerpo ya no le obedecía del todo, como si temblara ante el umbral de una conversión en algo diferente y desconocido. Sólo el instinto que le impulsaba a luchar se mantenía intacto en su aturdida mente. Y luchó para seguir avanzando.
Por aquel entonces, la amurallada ciudad se estaba desvaneciendo nuevamente, su gente, cubierta de malla, perdía sus contornos y se fundía en la grisura. Pero el desvanecimiento no sólo les afectaba a ellos…, también la hierba y los árboles ensombrecidos se iban cubriendo de más sombras. Era como si, gradualmente, estuviera dejando atrás la materia. La realidad se había convertido casi del todo en una vacuidad, incluso la nebulosa irrealidad de la ciudad estaba desapareciendo, y nada quedaba sino una vacuidad gris, un vacío a través del cual él luchaba obstinado contra la marea que absorbía todo, que le sumía en la nada.