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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Northwest Smith (44 page)

En medio del crepúsculo de aquel tapiz, la ardiente blancura de la joven a la que había seguido resplandeció como una llama. Se había detenido a pocos pasos y le aguardaba, al parecer completamente segura de que él la seguiría. Sonrió con una mueca, más para sí mismo, pues comprendió que la curiosidad habría acabado por lanzarle sobre sus pasos, incluso si la necesidad de protegerse no le hubiera impelido a seguirla.

Era claramente visible en aquel denso crepúsculo: visible y muy hermosa, aunque un tanto irreal. Resplandecía con una claridad ardiente, la única cosa viva en todo aquel mundo crepuscular. Con los ojos fijos en aquella blancura ardiente, Smith avanzó hacia ella, sin ser apenas consciente de que había echado a andar.

Cruzó lentamente la hierba oscura que le separaba de su lado. Aquella hierba era suave bajo sus pies, y espesa con flores pequeñas y a ras de suelo, de palidez resplandeciente. Botticelli pintaba unos céspedes igual de adornados bajo los pies de sus ángeles. Sobre la hierba, los desnudos pies de la joven relucían más blancos que los lirios. No llevaba más ropa que el regio manto de su cabello, que flotaba a su alrededor como una capa de reluciente negrura, con extraños e irreales matices púrpura bajo aquella luz suave. Su longitud era tan fabulosa que rozaba sus tobillos. Bajo aquel ropaje, ella vio cómo Smith iba a su encuentro, y una sonrisa asomó a su pálida boca y una luz llameó en las profundidades de sus ojos de piedra lunar. Ya no estaba cegada, tampoco asustada. Dueña de sí, le tendió la mano.

—Ahora es mi turno de guiarte —dijo con una sonrisa.

Como antes, sus palabras eran una jerga incomprensible, pero la penetrante mirada de aquellos extraños ojos blancos les confería un claro significado en las profundidades de su cerebro.

Automáticamente, su mano fue hacia la de ella. Se sentía un poco aturdido, y los ojos de la joven eran muy imperiosos. Sus dedos se entrelazaron en los suyos y ella comenzó a caminar por la florida hierba, llevándole al lado. Él no preguntó adónde iban. Perdido en el encantamiento de ensueño de aquel lugar, tranquilo, gris y encantado, no tenía necesidad de las palabras. Comenzaba a ver con más claridad en aquel extraño e incierto crepúsculo que juntaba los contornos de las cosas a la manera de un extraño tapiz. Y se preguntaba, de un modo fútil y confuso, cómo había acabado en aquel extraño país. Sobre su cabeza se cernía una oscuridad que iba aclarándose hasta convertirse, cerca del suelo, en un crepúsculo, de modo que cuando miraba hacia arriba contemplaba las insondables y profundidades de una noche sin estrellas.

Árboles, arbustos en flor y hierba constelada de flores se extendían de manera infinita ante ellos en la densa y confusa penumbra del lugar. A través de aquel aire denso, su visión sólo conseguía llegar hasta unos pocos pasos por delante. Era como si caminaran por un fragmento de tapiz en medio del crepúsculo de algún sueño poco iluminado. La joven, con su cuerpo luminoso y adorable y su espléndido vestido de cabello negro-rojizo, también parecía pertenecer a algún tapiz irreal y mágico.

Poco después, cuando ya se iba haciendo a la irrealidad de toda aquella escena, Smith comenzó a observar los movimientos furtivos de los arbustos y los árboles cuando pasaban cerca de ellos. Las cosas se movían demasiado rápidamente para que él pudiera captar sus contornos, pero con el rabillo del ojo fue consciente de su movimiento e incluso de ojos al acecho. Era algo a lo que estaba acostumbrado, por lo que, mientras avanzaban, no dejó de vigilar con mirada inquieta aquellos desplazamientos en los arbustos. No tardó en observar de cuerpo entero a uno de los que acechaban, que estaba al descubierto entre los arbustos y los árboles: era un hombrecillo huidizo de piel oscura que se apresuró a esconderse, antes de que los ojos de Smith pudieran hacer otra cosa que tomar conciencia de su existencia.

Después de aquello, sabiendo lo que debía mirar, pudo verlos más fácilmente: pequeños hombrecillos huidizos, con grandes ojos que relucían con extraña y lastimera opacidad sobre sus rostros pequeños y espantados mientras se escabullían entre la maleza, sustrayéndose siempre a quien pudiera verlos bajo los árboles. Pudo escuchar el suave roce de su avance y, en una o dos ocasiones, cuando pasaron cerca de un macizo de arbustos, le pareció oír el eco de pequeñas llamadas susurrantes, suaves como el roce de las hojas y, en cierto modo, cargadas de una extraña nota de advertencia tan evidente que le sonó como un murmullo en su propia lengua. Llamadas de advertencia, hombrecillos furtivos que se escondían entre las hojas y un paisaje que parecía escapado de un tapiz, sembrado de flores a la manera de Botticelli. Todo era un sueño. Estaba totalmente seguro.

Pasó algún tiempo antes de que la curiosidad se insinuase lo suficiente en él para hacerle romper su mutismo. Al final, se limitó a preguntar, con voz soñadora:

—¿Adónde vamos?

La joven pareció comprenderle sin necesitar el concurso de sus hipnóticos ojos, pues se volvió, atrapó los suyos con una blanca mirada y contestó:

—A ver a Thag. Thag te requiere.

—¿Quién es Thag?

Como respuesta y sin más preliminares, la joven comenzó un monólogo que tenía mucho de cantinela, y cuyas fórmulas estereotipadas le hicieron sentirse a disgusto, al pensar que debía de haberlo repetido muchas veces para haber llegado a tal grado de memorización; ¿quizá a todos los hombres a los que Thag había requerido? Y después, ¿qué había sido de ellos?, se preguntó. Pero la joven seguía hablando.

—Hace muchas eras, moraba aquí, en Illar, el gran rey Illar, de quien tomó nombre la ciudad. Era un mago de grandes poderes, pero no lo suficientemente poderoso para ver realizadas todas sus ambiciones. De tal suerte, gracias a sus artes, hizo salir de las tinieblas al ser conocido como Thag, con el que concluyó un pacto. Mediante aquel pacto, Thag tenía que entregar a Illar todo su poder ilimitado y servirle durante todos los días de su vida, y a cambio, el rey debía darle una tierra donde Thag pudiese morar, gente que pudiera esclavizar y una sacerdotisa que atendiera sus necesidades. Ésta es la región. Yo soy aquella sacerdotisa, la última de un largo linaje de mujeres que han servido a Thag. El Pueblo de los Árboles son… sus siervos de rango inferior.

“He hablado en voz baja para que el Pueblo de los Árboles no nos oiga, pues para ellos Thag es el centro y el origen de la creación, el final y el comienzo de toda vida. Pero a ti te he contado la verdad.

—¿Qué puede Thag querer de mí?

—No incumbe a los siervos de Thag preguntar a Thag.

—Entonces, ¿qué les sucede, después, a los hombres a los que Thag requiere? —insistió Smith.

—Eso debes preguntárselo a Thag.

Apartó los ojos mientras hablaba, cortando precipitadamente el lazo mental que se había establecido entre ambos, lo que sorprendió a Smith. Siguió caminando a su lado, pero mucho más lentamente, mientras refrenaba un poco el tirón de sus dedos. El sentimiento de ensoñación fue abandonándole poco a poco, y la alarma comenzó a agitarse en las profundidades de su mente. Después de todo, no había ninguna razón para dejar que su sacerdotisa de ojos en blanco le condujera hasta la mismísima panza de su dios. En su tierra le había engañado mediante lo que más tarde comprobó que era una estratagema; ¿no podría tenerle reservadas otras más, mucho peores?

A fin de cuentas, sólo le retenía con los dedos de una mano, siempre que él pudiera apartar sus ojos de los suyos. En ellas radicaba su poder real. Pero podría luchar contra él siempre que quisiera. Comenzó a oír con mayor claridad que nunca la singular nota de advertencia en los sibilantes susurros del Pueblo de los Árboles, que seguían agitándose aquí y allá entre las hojas. El lugar crepuscular se había cargado de amenaza y maldad.

De repente, tomó una decisión. Se detuvo y soltó la mano de la joven.

—No voy a ir —dijo.

Ella se volvió en redondo, en un ondular de su reluciente cabellera, mientras las palabras brotaban de sus labios en un torrente de incoherencias. Pero no se atrevió a mirarla a los ojos, y sus palabras no tuvieron para él ningún sentido. Se volvió decidido, ignorando su voz, y comenzó a desandar el camino que ambos habían recorrido. En una ocasión, ella le llamó con voz alta y clara que, en cierto modo, poseía una nota de advertencia similar a la de las susurrantes voces del Pueblo de los Árboles, pero él no cejó en su obstinación de no mirar hacia atrás. Ella rió entonces, con risa cantarina y burlona, que suscitó en su mente ecos incómodos mucho después de que su sonido hubiera muerto en el aire crepuscular.

Instantes después, Smith echó un vistazo por detrás de su hombro, casi esperando ver el luminoso relumbrón de su cuerpo reluciendo todavía en el anublado claro donde la había dejado; pero el difuminado paisaje entapizado estaba totalmente vacío.

Prosiguió su avance en medio de un silencio tan profundo que le hacía daño en los oídos, en una soledad que ni siquiera turbaban las tímidas presencias del Pueblo de los Árboles. Se habían desvanecido junto con la resplandeciente joven, y todo aquel país crepuscular aparecía desierto, excepto por él mismo. Caminó a través de la oscura hierba, aplastando bajo sus botas los inmóviles rostros de las flores y preguntándose a sí mismo de forma cansina si no estaría loco. Le parecía la única explicación para la soledad borrosa y como de tapiz que le había devorado. En aquella calma atronadora, en aquella soledad mortal, siguió avanzando.

Cuando hubo caminado lo que le pareció un buen trecho, tanto que, según sus cálculos, debía de encontrarse cerca de su punto de partida, aunque seguía sin ver ningún asomo de salida, comenzó a preguntarse si habría alguna manera de abandonar los grises dominios de Thag. Y, por primera vez, comprendió que no había llegado a través de una puerta tangible. Sólo había entrado en una sombra y —acababa de darse cuenta— allí no había sombras. La grisura devoraba todas las cosas, dejando el paisaje extrañamente plano, como el de un cuadro mal pintado. Miró a su alrededor, lleno de indefensión, totalmente perdido y sin estar seguro de la dirección que debía tomar, porque allí no había nada que le permitiera orientarse. Los árboles, los arbustos y la hierba florida seguían rodeándole, inciertos bajo aquella penumbra inmutable. Y parecía que fueran a seguir así hasta el fin de los tiempos.

A pesar de ello, siguió caminando sin querer detenerse por la extraña tensión que sentía en el aire, como si los difuminados árboles y arbustos aguardaran algo con anticipación contenida, algo que tenía que ver con su tambaleante silueta. Pero todo rastro de vida animal había desaparecido junto con la incandescente figura blanca de la sacerdotisa. Con la cabeza baja, prestando poca atención donde pisaba, prosiguió por el florido prado.

La extraña sensación de un vacío a su alrededor liberó finalmente a Smith de su caminar letárgico. Alzó la cabeza. Se había detenido justamente al borde de una línea de árboles, oscura e indistinta bajo el inmutable crepúsculo. Más allá… —lo que vio le hizo volver en sí y mirar con incredulidad—, más allá, la hierba desaparecía en la nada y se perdía en perceptible gradación en un súbito vacío que se curvaba… No el tipo de vacío en el que pudiera precipitarse un cuerpo sólido, sino una sólida nada que se curvase hasta su oscuro cenit, como haría el interior de una superficie esférica. Ningún cuerpo físico hubiera podido penetrar en él. Era un vacío absoluto, una nada inviolable que ninguna fuerza podía invadir.

Siguió con la mirada el arco interior de aquella muralla curva e infranqueable. Entonces, allí debían estar los límites de la extraña tierra que Illar había arrancado al mismo espacio. Aquella bóveda debía ser la curvatura del espacio sólido y real, que había sido distorsionado para contener el país mágico. Por allí no había modo de salir. Ni siquiera podía acercarse más a aquel súbito vacío curvo. Sin que pudiera saber la causa, aquella despertó en él un malestar tan fuerte que, después de llevar un rato mirando, apartó la mirada.

Se encogió de hombros y echó a andar a lo largo de la fila de árboles que le separaba del espacio curvo. Quizá hubiera alguna discontinuidad en alguna parte. Era una esperanza sin fundamento, pero la única que le quedaba. Cansado, avanzó tambaleándose sobre la hierba florida.

Jamás llegó a saber el tiempo que estuvo contorneando aquella línea apenas perceptible de la frontera entre ambos mundos, pero después de un intervalo de gris soledad que no calculó, comenzó a ser consciente de unos leves susurros y cuchicheos entre las hojas, que parecían ser cada vez más intensos. Alzó la mirada. Yendo y viniendo entre los árboles que rodeaban aquella sólida muralla de vacío, se agitaban unas borrosas siluetas menudas. El Pueblo de los Árboles había regresado. Curiosamente agradecido por su presencia, prosiguió su caminar con algo más de alegría, aunque sin prestar atención a sus tímidas idas y venidas, pues Smith conocía los usos de la vida selvática.

Cuando vieron el poco caso que les hacía, comenzaron a mostrarse más atrevidos y a susurrar en voz más alta. Entre aquellos cuchicheos le pareció oír algo que le sonó familiar. De vez en cuando llegaba a sus oídos una palabra que creía reconocer, perdida entre la jerga de su lenguaje. Siguió caminando con la cabeza baja y las manos inmóviles, en una calma llena de astucia que comenzaba a dar resultados.

Con el rabillo del ojo pudo ver que un oscuro hombrecillo arborícola había abandonado rápidamente su abrigo y se había detenido en medio de los arbustos para inspeccionar a aquel extranjero alto, tan raro. Como nada le sucedió al audaz aventurero, otro no tardó en arriesgarse a salir a campo abierto y mirar al hombre que caminaba tranquilamente bajo los árboles. Al poco tiempo, un pequeño grupo de arborícolas se desplazaba paralelamente a su recorrido, sin dejar de mirar, con la ávida curiosidad de las cosas salvajes, su silueta que caminaba. Sus precavidos susurros fueron haciéndose más fuertes.

El terreno comenzó a bajar hasta formar una pequeña depresión rodeada de árboles, donde estaba un poco más oscuro que arriba. Mientras descendía la pendiente que quedaba a su lado, Smith vio que entre el sotobosque que lo llenaba había unas chozas astutamente escondidas fuera de los arbustos animados. Era evidente que lo que llenaba aquella depresión era la minúscula aldea donde vivía el Pueblo de los Árboles.

Supo que su pensamiento había sido acertado al observar que comenzaban a sentirse más osados según entraban en la penumbra del lugar. Los murmullos se hicieron un poco más agudos, y los más temerarios de sus observadores se acercaron hasta él, balbuciendo en su extraña y entrecortada lengua apresuradas sílabas, cuya familiaridad siguió suscitando en él los ecos de palabras que conocía. Cuando llegó al centro de la depresión, comprobó que aquella gente menuda se había dispuesto en corro a su alrededor. Adondequiera que mirara, se encontraba con sus pequeños rostros ansiosos y su mirada fija. Esbozó una mueca, más para sí mismo, y se detuvo, en una solemne espera.

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