Northwest Smith (41 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Había un estanque en el jardín central, y la Tierra nadaba en su negrura como un ópalo enorme y reluciente, haciendo que el agua reluciera con mayor esplendor que en cualquiera de los estanques de la Tierra. Y sobre aquel estanque inundado de claro de Tierra, estaba inclinada una mujer.

La plateada cascada de sus cabellos enmarcaba un rostro más pálido que la palidez de la Tierra naciente y de una belleza más delicada y exquisita que la que jamás se hubiera dado en cualquier mujer de la Tierra. Su esbeltez lunar, mientras se inclinaba sobre el estanque, poseía un aire inmortal; pues jamás mujer alguna de la Tierra paseó delicadeza que llegara, siquiera, a la mitad de aquélla, tan dulce y frágil.

Alzó la cabeza cuando se abrió la puerta de la verja, y se irguió con un movimiento tan ligero, porque no era terrestre, que apenas pareció tocar la hierba cuando caminó hacia delante, criatura de pálido encantamiento en un jardín lunar encantado. Pisando la hierba, el hombre fue hacia ella, contrito, y Smith sintió en él un pánico y un dolor profundamente arraigados en su alma que apenas le permitían hablar. La mujer alzó el rostro, perfectamente visible en aquel momento bajo el claro de Tierra y tan delicadamente modelado que más parecía cualquier joya exquisitamente tallada que un rostro de carne lunar y hueso. Sus grandes ojos estaban opacados por un espanto innombrable. Susurró con el débil eco de una voz:

—¿Ya es el momento?

Y el lenguaje en que hablaba estaba lleno de ondulaciones como el agua al correr, con extrañas, ligeras y entrecortadas cadencias que Smith sólo comprendía por mediación de la mente del hombre cuyos recuerdos compartía.

Con voz demasiado alta para ocultar su temblor, su huésped dijo:

—Sí…, ya lo es.

Al oír aquello, los ojos de la mujer se cerraron involuntariamente y toda la exquisitez de su rostro se crispó en una aflicción súbita y dolorosa, tan pesada que pareció que aquella frágil criatura quedaría aplastada bajo su peso, y todo su delicado cuerpo se derrumbaría sobre la hierba, abrumado por una carga que no podría soportar. Pero eso no ocurrió. Vaciló durante un instante y luego los brazos del hombre la rodearon, sujetándola fuertemente en un abrazo desesperado. Y a través de los recuerdos del hombre muerto desde hacía tanto tiempo que la sujetaba, Smith pudo sentir la delicadeza de la mujer muerta desde hacía eones, la cálida suavidad de su carne, sus menudos huesos, como los de un pájaro. Y de nuevo sintió fútilmente que era una criatura demasiado frágil para soportar una pena como la que la torturaba, y un furor impotente creció en él contra cualquiera que fuese la cosa innominada que causaba tan gran terror y pena a aquellas dos personas.

Durante un largo momento, el hombre la mantuvo abrazada, sintiendo contra sí la suave fragilidad de su cálido cuerpo, el tormento de los silenciosos sollozos que la estremecían y que parecían capaces de romper todos sus huesos, por lo delicados que eran, y lo desesperada que era su muda agonía. Su propia garganta se estrechaba de pena, y sus ojos brillaban por las lágrimas contenidas. Los oscuros miasmas de terror fueron haciéndose más fuertes hasta que el jardín iluminado por el claro de Tierra quedó oscurecido por su sombra, y sólo quedó el negro peso de su miedo, el dolor de su desesperado pesar.

Finalmente, aflojó la presión de su abrazo y, una vez más, murmuró, con la boca sobre sus plateados cabellos:

—Vamos, vamos, querida. Tranquilízate… Sabíamos que esto tenía que suceder algún día. Le ocurre a todo lo que vive… También a nosotros. No llores así…

Ella sollozó una vez más, con un profundo espasmo de puro dolor, se apoyó en los brazos del hombre para enderezarse y asintió, echando hacia atrás su cabellera de plata.

—Lo sé —dijo—. Lo sé —alzó la cabeza y miró hacia el gran halo de misterio que bañaba la Tierra a través de los velos de iridiscente encantamiento que brillaban sobre la pareja. La luz chispeó en las lágrimas de su rostro—. Me hubiera gustado que los dos nos hubiéramos encontrado… Allí abajo.

Él la zarandeó suavemente entre sus brazos.

—No… La vida en las colonias, con sólo el pequeño resplandor de luz verde reluciendo sobre nosotros para torturar a nuestros corazones con el recuerdo de la patria… No, querida. Hubiera sido toda una vida de nostalgia y de deseos de volver. Aquí hemos vivido felices, conociendo sólo este momento final de pena. Es mejor.

Ella inclinó la cabeza y apoyó la frente contra su hombro, para no ver la Tierra en los cielos.

—¿Lo es? —preguntó, con voz ronca a causa de las lágrimas—. ¿No es mejor toda una vida de nostalgia y de pesares contigo que el paraíso sin ti? Pues bien, la elección ya está hecha. Sólo soy feliz por una cosa: que tú hayas sido llamado antes y no puedas conocer este… este espanto de tener que enfrentarse solo a la vida. Ahora tienes que irte… en seguida, o jamás te dejaré. Sí… Sabíamos que tenía que terminar algún día, que la hora tenía que llegar. Adiós, mi bienamado.

Alzó su húmedo rostro y cerró los ojos.

Smith hubiera mirado a otro sito si hubiese podido. Pero no podía despegarse, siquiera emocionalmente, del huésped cuyos recuerdos compartía, y aquel instante insoportable se clavó tan profundamente en su propio corazón como en el del hombre que le albergaba. La tomó gentilmente de nuevo entre sus brazos y besó la boca estremecida, salada con el sabor de las lágrimas. Y después, sin mirar hacia atrás, se volvió hacia la puerta abierta y caminó lentamente bajo su arco, como si fuera un hombre que se dirigiese hacia su condena.

Pasó nuevamente por la calleja hasta llegar a la calle ancha de antes, bajo el esplendor del claro de Tierra. La belleza de la Baloise muerta desde hacía eones por la que caminaba, suscitaba un dolor sordo en su corazón bajo la angustia más aguda de la despedida. La sal de las lágrimas de la joven seguía sobre sus labios, y le parecía a él que ni la muerte podría consolarle de la pena de los momentos que acababa de pasar. No obstante, apretó el paso con resolución.

Smith comprendió que su huésped, después de doblar una esquina, se dirigía hacia el centro de Baloise la Bella. Grandes plazas abiertas rompían aquí y allá las filas de marfil de los edificios; a veces veía pasar a hombres y mujeres por las calles, frágiles como pájaros con su delicadeza de seres lunares, plata pálida bajo el inmenso disco pálido de la omnipresente Tierra, que dominaba la escena hasta que nada parecía real, excepto aquella vasta maravilla suspendida sobre su cabeza. Los edificios eran allí más grandes, y aunque no hubieran perdido nada de su encantadora belleza, se hacía evidente que eran lugares dedicados más a la industria que las moradas rodeadas de verjas de las afueras de la ciudad.

En una ocasión contorneó una gran plaza en cuyo centro se levantaba una gran esfera de superficie plateada que reflejaba el brillo del claro de Tierra. Era una nave, una nave espacial. Smith lo habría comprendido sólo con verla, aunque no se lo hubiesen dicho los pensamientos del hombre de la Luna que llegaban hasta su mente. Era una nave espacial llena de hombres, maquinaria y repuestos para las colonias, donde se luchaba contra las voraces junglas de una Tierra prehistórica cubierta de vapores.

Vio a los últimos pasajeros pasar por las rampas que les conducían a unas aberturas en la parte inferior, gente de blanco lunar que se movía silenciosamente como en un sueño bajo el enorme y pálido resplandor de la Tierra, ya alta en el cielo. Resultaba extraño ver lo silenciosos que eran. Toda la enorme plaza, la inmensa esfera que la llenaba, y la muchedumbre que se movía de uno a otro lado sobre las rampas bien pudieran haber sido las imágenes de un sueño. Era difícil imaginar que no lo eran, que habían existido, de carne y hueso, de piedra y acero, bajo la luz de un vasto globo que, antaño, hacía milenios, circundado por el irisado velo de su atmósfera, ocupaba el cielo.

A medida que se acercaban al extremo más alejado de la plaza, Smith vio a través de los ojos poco observadores de su huésped cómo se bajaban las rampas y se cerraban las aberturas de aquella enorme nave globular. El hombre de la Luna estaba demasiado absorto en su dolor y en su pena para dedicar mucha atención a lo que estaba ocurriendo en la plaza, por lo que Smith sólo captó unas vagas visiones de la gran nave esférica elevándose del suelo, silenciosamente, sin esfuerzo, sin estallidos de ruido atronador ni grandes chorros de llamas como sucede con el lanzamiento de los modernos navíos espaciales. La curiosidad le corroía, pero no podía hacer nada. Los únicos y breves atisbos que podía obtener de aquella escena de eras pasadas debían proceder de los ojos de su huésped, quien acababa de abandonar la plaza para proseguir su camino.

Un gran edificio oscuro surgió por encima de las casas de pálidos tejados. Era lo único oscuro que Smith había visto en Baloise, y su simple contemplación despertó súbitamente el terror que había estado morando informe y oculto en la mente de su huésped. Pero éste siguió andando sin arredrarse. La amplia calle conducía justo hasta la arcada que se abría en la oscura fachada del edificio, un portal tan cavernoso y con una negrura tan amenazante como los portales de la mismísima muerte.

El hombre se detuvo bajo su sombra. Miró hacia atrás pausadamente, observando la nacarada palidez de Baloise. Por encima de las cúpulas y pináculos surgía la vasta y pálida luz de la Tierra. La propia Tierra, bañada en mares de atmósfera opalescente, con todos sus continentes de verde plata, con todos sus mares coloreados como joyas veladas, reluciendo ante él por última vez. Toda la pujanza de su amor por Baloise, de su amor por la joven que había quedado en el jardín, de su amor por el encantador satélite completamente verde donde había vivido, se convirtieron en un nudo en su garganta, y su corazón estuvo a punto de explotar por la dulce plenitud de la vida que había llevado.

Después se volvió resuelto y pasó bajo la oscura arcada. A través de su mirada fija, Smith no pudo ver nada que no fuera una penumbra parecida a la que forma el claro de luna a través de la niebla, de modo que el interior estaba lleno de una grisura levemente traslúcida, levemente luminosa. Y el terror que lastraba la mente del hombre comenzaba a insinuarse en la suya mientras, tremendamente escalofriado, se adentraba rápidamente en la penumbra.

La oscuridad fue aclarándose a medida que avanzaban. Cada vez le parecía más inexplicable a Smith que, a pesar del espanto que comenzaba a helar de miedo la mente del habitante de la Luna, éste prosiguiera hacia adelante sin dudar, sin que le moviese ninguna compulsión, sino su propia voluntad. Iba hacia la muerte —de eso ya no había duda, a juzgar por lo que había podido vislumbrar en la mente de su huésped—, una muerte ante la que se revolvían todas las fibras de su ser. Pero seguía adelante.

Las paredes ya eran visibles a través de la oscura bruma que llenaba la tiniebla. Eran paredes suaves al tacto, de color negro, lisas. El interior de aquel gran edificio oscuro era espantoso, por su tremenda simplicidad. Nada había en él, excepto un amplio corredor negro cuyos muros se perdían, invisibles, sobre su cabeza. En contraste con la ornamentación de cualquiera de las paredes de las demás construcciones de Baloise, la rotunda severidad de aquel edificio añadía una nota de terror al aturdido cerebro del hombre que caminaba por él.

La oscuridad palideció y se llenó de luz. El corredor se ensanchaba. En aquellos momentos sus paredes parecían alejarse ante el avance de la luz; a través de la brumosa claridad, el hombre de la Luna avanzó sobre un suelo negro y mate hacia su muerte.

La habitación donde había desembocado el corredor era inmensa. Smith pensó que debía abarcar prácticamente el interior del gran edificio oscuro, pues transcurrieron varios minutos mientras su huésped caminaba a buen paso, aunque sin prisa, entre las tinieblas del suelo.

Gradualmente, a través de aquella extraña opacidad iluminada comenzó a crecer una llama. Bailoteó en la bruma como la luz de un fuego agitado por el viento, reluciendo, apagándose, encendiéndose nuevamente, de suerte que la bruma latía con su brillo. Había una regularidad de vida en aquel latido.

Era un muro de llama pálida que se extendía a través de la brumosa penumbra por todo lo que el ojo podía abarcar a derecha e izquierda. El hombre se detuvo ante él, inclinó la cabeza e intentó hablar. Tanto estrangulaba su voz el terror que sólo al tercer intento consiguió pronunciar las palabras, en voz muy baja, casi ahogándose:

—Escúchame, oh, Poderoso. Heme aquí.

En el silencio que siguió a sus palabras, el muro de llama pulsante parpadeó una vez más, como si fuese el latido de un corazón y después se abrió hacia ambos lados, como una cortina. Más allá de la llama que acababa de correrse, una cavidad que llegaba hasta el techo se abrió entre la bruma. No era más tangible que la propia bruma, y parecía el opacado interior de una esfera. En aquella oquedad de paredes brumosas se sentaban tres dioses. ¿Realmente se sentaban? Estaban agachados de un modo espantoso y parecían hambrientos; pero era tal la bestial ferocidad de sus posturas, que sólo unos dioses hubieran sido capaces de mantener aquella espantosa dignidad velada por el terror, a pesar de la horrible ansia que revelaban sus posturas.

Aquélla fue la única visión que Smith tuvo de ellos, antes de que el hombre de la Luna se prosternase sobre el negro suelo, mientras contenía la respiración y luchaba contra un terror insoportable, como si fuera un hombre a punto de ahogarse, luchando contra el mar. Pero en el momento en que dejó de ver a través de los ojos con que miraba a las tres voraces figuras, Smith vislumbró durante un instante la sombra que se erguía ante él, monstruosa sobre la brumosa pared curva que la contenía, ondeando bajo la llama. Y sólo era una sombra. Aquellos tres eran Uno.

Y el Uno habló. Con una voz como la lengüetada de una llama, tenue por la bruma que la reflejaba, terrible como la voz de la mismísima muerte, el Uno dijo:

—¿Qué mortal se atreve a llegar ante nuestra inmortal presencia?

—Uno cuyo tiempo previsto por los dioses se ha cumplido —musitó el hombre postrado con voz entrecortada, como si acabase de correr—. Uno que acude a pagar la deuda que su raza tiene con los Tres Que Son Uno.

La voz del Uno había sido plena, uniforme, como la de una única persona. En aquel momento, de la incierta oquedad donde los Tres se agazapaban, brotó una voz delgada, vacilante, como una cálida llama, que no era plena, que no era uniforme, y que llegó temblorosa hasta sus oídos.

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