Y también, en ocasiones, le parecía que corría a cuatro patas, no a dos…, raudo como el viento, alzando un apuntado hocico en la brisa, con una lengua roja que colgaba sobre los babeantes colmillos…
Oscuras siluetas surgían ante su impetuoso paso…, cosas grandes, borrosas, informes; seres oscuros con ojos; espectros menudos que retrocedían a su paso, estremecidos. El gran páramo hormigueaba de aquellas monstruosidades entrevistas; algunas de ellas con ojos feroces, que respiraban amenaza, y formas malvadas y furiosas que dejaban paso, a regañadientes, a la rápida manada de lobos. Pero lo dejaban. Había cosas terribles en aquella desolación, pero las más terribles de todas eran las mujeres-lobo, y todos los espantosos seres irreales salían huyendo ante aquellas salvajes voces. Él supo todo aquello por intuición. Sólo el tenue parloteo que llegaba a lomos del viento era lo único que no se perdía cuando aullaban las voces licantrópicas.
Aquella noche había muchos olores en el viento, cortantes, dulces y acres, los salvajes olores de las tierras salvajes y desoladas y de sus moradores. Luego, casi improvisadamente sobre la fragante brisa que azotó las aletas de su nariz como un látigo… el aroma a hombre, áspero, rico, con matiz a sangre. Smith alzó la cabeza hacia las frías estrellas y aulló larga y estremecidamente, y el salvaje aullido de lobo resonó de garganta en garganta a través de la manada hasta que todos ellos hicieron estremecerse al mismísimo aire por su salvaje coro. Galopaban a favor del viento, con los hocicos dilatados para aspirar aquel aroma rico y pleno.
Smith corría al frente, hombro con hombro con la salvaje y blanca criatura que había luchado por él. El olor a hombre era dulzura para su olfato, y el hambre le desquició cuando aquel olor se hizo más fuerte y las débiles pulsiones atávicas de lo que iba a ocurrir surgieron en su memoria… Entonces los vieron.
Una pequeña banda de cazadores estaba cruzando el páramo a través del sotobosque, fusiles al hombro. Caminaban a ciegas, tropezando con los bultos del suelo que los nuevos ojos de Smith veían claramente. A su alrededor, los imprecisos habitantes del lugar se iban agrupando, invisibles. Grandes siluetas, nebulosas y vaporosas, seguían sus pasos a través de la hierba, temblorosas e informes. Cosas oscuras con ojos pasaban cerca, para lanzar una invisible y hambrienta mirada a los cazadores. Formas blancas se apartaban con una ondulación de su camino y después los seguían. Debieron de haber sentido la presencia de seres hostiles, pues de vez en cuando alguno echaba una nerviosa mirada por encima del hombro, o alzaba un fusil como si hubiera visto algo…; después lo bajaba tímidamente y seguía adelante.
La sola visión de los cazadores encendió aquel hambre extraña en el nuevo ser de Smith, quien nuevamente echó hacia atrás la cabeza y envió ferozmente el largo aullido de lobo hacia las glaciales estrellas. Al oír aquel sonido, un murmullo de alarma recorrió la impura y nebulosa multitud que seguía tenazmente las pisadas de los cazadores. Los ojos se volvieron hacia la manada que se aproximaba, mirando ferozmente desde cuerpos tan irreales como el humo. Y a medida que se fueron acercando, la impura masa comenzó a fundirse, y, ante el avance de los lobos, las brumosas formas se replegaron a regañadientes en la palidez de la noche.
Se deslizaban sobre la hierba, con ágiles pies que apenas rozaban el suelo, y, con un aullido de mando que también expresaba su hambre, cercaron a los cazadores. Los hombres se habían apiñado juntos, hombro con hombro, apuntando con sus fusiles a la manada de lobos que se arremolinaban a su alrededor. Tres o cuatro hombres dispararon al azar sobre la manada que los rodeaba. Los fogonazos y el estruendo de los disparos enviaron una oleada de estremecimiento hacia las pálidas cosas que se habían puesto a buen recaudo, esperando. Pero la mujer-lobo no les prestó atención.
Entonces, el jefe —un hombre alto con un gorro blanco de piel— exclamó de repente, con voz aterrorizada:
—¡No disparéis! ¡No disparéis…! ¿Es que no lo veis? ¡No son lobos de verdad…!
Smith tuvo la fugaz impresión de que ante los ojos humanos debían de adoptar formas de lobo, aunque él, a cualquier parte que mirase a su alrededor en la pálida noche, sólo podía ver con claridad blancas mujeres desnudas con flotantes cabelleras, que rodeaban a los cazadores y aullaban con hambrientas voces de lobo mientras corrían. La negra hambre estaba haciendo estragos en él mientras recorría con pasos cortos y nerviosos el círculo cada vez más estrecho de los sitiados…; los cuerpos humanos estaban tan cerca, y olían tan bien a sangre y a carne… Vagos recuerdos de aquella sangre corrieron dulcemente por su mente, y también la sensación de unos dientes hundiéndose en la carne; y, además, una profunda e inexplicable ansia por algo que no podía nombrar. Simplemente presentía que jamás volvería a tener paz hasta que no hubiera hundido sus dientes en la garganta del hombre con el gorro blanco de piel; se imaginó su sangre derramándose sobre su rostro…
—¡Mirad! —exclamó el hombre, señalando con el dedo cuando sus ojos se encontraron con la devoradora mirada de Smith—. Fijaos… en ese grande de ojos blancos, el que corre junto a la loba… —rebuscó algo dentro de su abrigo—. El mismísimo Diablo… Todos los demás tienen los ojos verdes, pero… él los tiene blancos… ¿lo veis?
Algo en el sonido de aquella voz fustigó el hambre de Smith hasta el paroxismo. Era insoportable. Un gruñido se estranguló en su garganta y se preparó para saltar. El hombre debió ver la intención en los pálidos ojos que se encontraron con los suyos, pues gritó, con voz entrecortada:
—¡Dios del Cielo…!
Y buscó desesperadamente dentro del cuello de su abrigo. Y justo cuando los pies de Smith abandonaban el suelo en un gran salto, impulsados por músculos tan fuertes como el acero, en dirección hacia aquella tentadora garganta, el hombre sacó por fin lo que había estado buscando, y la luz de las estrellas capturó el fulgor de lo que levantaba en una mano…, una cruz de plata que colgaba de una cadena rota.
Algo cegador explotó en la parte más profunda del cerebro de Smith. Algo compuesto de trueno y relámpago le alcanzó en mitad del aire, dejándole ciego, sordo y aturdido; y mientras caía, un aullido de agonía brotó de su garganta, y su cerebro se agitó hasta sus fundamentos, mareándole, y los prolongados estremecimientos de una fuerza deslumbrante hicieron temblar el aire que le rodeaba.
Vagamente, desde una gran distancia, escuchó los agonizantes aullidos de las mujeres-lobo, los gritos de los hombres, las pisadas de pies calzados sobre el suelo. Delante de sus ojos cerrados aún podía ver alzada aquella cruz, un símbolo deslumbrante cuyo flujo de fuerza relucía cegador, haciendo crepitar el aire a su alrededor.
Cuando el tumulto se hubo desvanecido en sus oídos, el resplandor muerto, y el estremecido aire recobrado nuevamente su quietud, sintió el tacto de unas manos frías y suaves, y abrió los ojos al resplandor verde de otros ojos que se inclinaban sobre él. Apartó a la mujer e intentó ponerse en pie, tambaleándose al contemplar la llanura. Todas las blancas mujeres-lobo se habían ido, excepto aquélla. Los cazadores se habían marchado. Incluso los brumosos habitantes del lugar habían desaparecido. Vacío en la opacidad gris, el páramo se extendía por todas partes. Incluso el aflautado sonido de antes se había convertido en un impresionante silencio. A su alrededor, la llanura permanecía callada, levemente estremecida, mientras hacía un nuevo acopio a fuerzas después de la prueba.
La mujer-lobo se había apartado un poco y le hacía señas, impaciente, por encima del hombro. Él la siguió instintivamente, ansioso por abandonar la escena del desastre. De nuevo corrían sobre la hierba, hombro con hombro, y la llanura retrocedía bajo sus ágiles pies. La escena de aquel conflicto quedó a su espalda, y el vigor flotó de nuevo a través del cuerpo de Smith, de raudos pies, y sobre él, tenuemente, el leve y agudo parloteo comenzó una vez más.
Con renovada energía, la vieja hambre le inundó de nuevo, poseyéndole. Alzó la cabeza para olfatear el viento, y una leve queja de ansiedad se insinuó en su garganta. La mujer que corría le replicó con un gemido. Ella echó hacia atrás su cabello y olfateó el viento, con el hambre llameándole en los ojos. Y así corrieron a través de la pálida noche, cazador y cazadora, mientras las imprecisas formas se apartaban de su paso y la tierra retrocedía bajo sus apresurados pies.
Era agradable correr así, en común armonía, rítmicamente y sin esfuerzo a favor del viento, con la arrogancia de conocer la propia fortaleza, mientras los espantosos moradores del páramo, maldito desde eones, huían a su paso y el mismísimo aire se estremecía cuando aullaban.
Una vez más, la ilusión de las brumosas torres y muros ondeó en la penumbra ante los ojos de Smith. Le pareció correr por calles pavimentadas de mármol, y sintió de nuevo el tintineo de una espada en su cinturón y el ondular de ricas vestiduras, y vio las faldas de una mujer moldear sus piernas mientras corría a su lado, con su cabellera ondeante recogida con joyas. Tuvo la impresión de que los edificios que se alzaban tan nebulosamente a su alrededor se hacían más altos a medida que avanzaban. Divisó vagos contornos de arcos, columnas y grandes templos cupuliformes, y comenzó a inquietarse, a presentir, sin saber cómo, en las calles presencias que no veía, pero que intuía numerosas.
Al mismo tiempo, sus pies parecieron encontrar una resistencia elástica, como si se hubiera hundido hasta las rodillas en agua más consistente de lo normal, y la mujer que estaba a su lado alzó los brazos salvajemente, en un remolino de cabellos echó hacia atrás la cabeza y gritó de un modo espantoso, humano, desesperante —el primer sonido humano que salía de sus labios—, y cayó de rodillas sobre la hierba que se confundía con el pavimento de mármol.
Smith intentó cogerla mientras caía y sumergió sus brazos en la invisible resistencia. Sintió que aquello tiraba hacia abajo mientras sacaba el desmayado cuerpo de aquel oleaje sorprendente e invisible que, con increíble rapidez, lamía cada vez más alto sus piernas. Consiguió liberarla y sintió el incontrolable terror que brotaba en oleadas del cuerpo de ella correr en ondas ininterrumpidas por el suyo, que, sin saber por qué, le hicieron estremecerse con un pánico sin nombre. La viscosa marea había subido hasta sus muslos cuando regresó por el camino que había tomado y comenzó a luchar para salir del horror pegajoso que no podía ver, con el peso de la aterrorizada mujer entre sus brazos.
Le parecía que había como un indescriptible espesamiento del aire, como si éste flotara a su alrededor en profundas ondas que subían hacia arriba más y más, como si una especie de gelatina medio sólida le estuviese invadiendo desde abajo, rápida e irresistiblemente. Ya sólo podía ver la hierba bajo sus pies, el pavimento de mármol borroso como en un sueño, la noche a su alrededor, las frías estrellas sobre su cabeza. Intentó seguir avanzando y arrastró sus piernas todo lo que pudo a través de la invisible opacidad. Era peor que intentar correr por el agua, con el movimiento a cámara lenta de las pesadillas. Le absorbía, le arrastraba mientras luchaba para seguir avanzando sobre sus abismos, tropezando sin atreverse a caer, con el peso muerto de la mujer en sus brazos.
Muy lentamente consiguió liberarse. Muy lentamente se abrió camino a través del pegajoso horror. El pegajoso oleaje dejó de subir. Sintió que su consistencia iba bajando, primero hasta más abajo de sus piernas, después rebasó sus tobillos, hasta que sólo sus pies tropezaron con la pegajosa oscuridad, mientras la innombrable masa se estremecía y temblaba. Y cuando, finalmente, se libró de ella y sus pies tocaron un terreno limpio, dio un salto salvaje, como una flecha impulsada por un arco, hacia la deliciosa libertad del aire libre. Se sentía como si volara rodeado de pureza después de aquella espantosa lucha entre lo invisible. Sus músculos se sintieron exultantes ante la libertad, y corrió sobre la hierba como una cosa alada, mientras los borrosos edificios retrocedían tras él y la mujer se agitaba levemente, un peso sin importancia entre sus brazos ante la alegría de la libertad.
Sollozó imperceptiblemente y él se detuvo junto a un árbol raquítico para dejarla nuevamente en el suelo. Ella miró ferozmente a su alrededor. Por la mirada que pudo apreciar en su rostro blanco como la cera comprendió que el peligro aún no había pasado, y entonces fue su turno de mirar, aunque no vio nada más que el páramo en penumbra con unas figuras espectrales que ondeaban aquí y allá, bajo la fría luz de las estrellas. Sobre su cabeza, el tenue murmullo perseguía inmutable bajo el viento. Todo aquello era familiar. Pero la mujer-lobo, que no había tardado en volver a levantarse, ya repuesta, pareció insegura respecto a la dirección en que se encontraba el peligro, y sus ojos relucieron de pánico en la penumbra. Entonces supo que, a pesar de lo terrible que pudiera parecer la manada de lobos, una cosa más terrible merodeaba por el páramo…, invisible, lo suficientemente espantosa para despertar en los ojos de la mujer-lobo aquel horror que la mantenía con la mirada fija. Entonces, algo rozó uno de sus pies.
Saltó como el ser salvaje que era, pues conocía aquella sensación…, aunque fuera desde hacía muy poco. Ya cubría su pie y llegaba al tobillo cuando se levantó para huir. Cogió a la mujer de la muñeca y se volvió en redondo, sustrayendo su pie a la presa invisible mientras saltaba hacia delante en la pálida tiniebla, con la rapidez de una flecha. Oyó cómo ella se quedaba sin aliento con un sollozo entrecortado, elocuente de terror, mientras le seguía a grandes zancadas.
Y de tal suerte huyeron, con aquella cosa invisible y voraz pisándoles los talones. Smith sabía, de algún modo, que los seguía. El espeso y pegajoso oleaje les comía más y más terreno, llegando justo hasta muy cerca de sus pies en fuga, y él, aterrado, se esforzó lo más que pudo, volando sobre la hierba como si tuviera alas, con el aliento entrecortado de la mujer que le pedía tregua. No podía siquiera imaginar de qué huía. Aquello no tenía forma ni imagen que él pudiera conjurar. Pero presentía, sin que pudiera explicarlo, que no le era ajeno, sino algo demasiado horrible relacionado consigo mismo… Y el mortal peligro que no comprendía espoleó sus ágiles pies.
La llanura parecía un borrón que se desplazaba, por lo deprisa que iba. Unas cosas imprecisas con ojos desaparecían en cuanto se acercaban a ellas, dejando un camino expedito por el horror para los espantosos licántropos que huían con tan ciego terror de algo que debía ser aún más espantoso que ellos.