Ninguno de ellos pareció lo suficientemente valiente para erigirse en portavoz de los demás, pero entre varios corrió un susurro apresurado donde pudo percibir las palabras “Thag”, “peligro” y “cuidado”. Reconoció el sentido de aquellas palabras sin conseguir encontrar en su mente su relación con ninguna lengua conocida. Frunció sus cejas blanqueadas por el sol y se concentró más, en un intento de arrancar a aquel extraño susurro algún matiz de su raíz original. Aunque tenía nociones de más lenguas de la que podía recordar, no conseguía situar aquellas palabras dispersas en ninguna de ellas.
Pero la palabra “Thag” le sonaba a la antiquísima lengua de las Tierras Áridas, que en Marte es considerada la más antigua y también la menos evolucionada de todas las lenguas del planeta. Y con aquel indicio para guiarle, comenzó a capar otras sílabas que se parecían remotamente a las del habla de las Tierras Áridas. De hecho, eran irreconocibles, mucho más antiguas que las variedades más arcaicas de la lengua que siempre había oído, mucho más primitivas por su aspereza y simplicidad. Durante unos instantes, el terror más completo cayó sobre él al comprender el significado de lo que escuchaba.
En la actualidad, las gentes de las Tierras Áridas son un puñado de individuos animalizados que han ido degenerando desde las eras pasadas, cuando fue un pueblo poderoso en el culmen de una gloria ahora casi olvidada. Eso sucedió hace millones de años, tanto que de ello no queda memoria escrita, sólo recuerdos en el impreciso folclore. Sin embargo, ante él se encontraba un pueblo que hablaba los rudimentos de aquella lengua como debió de ser en sus remotos orígenes, quizá un millón de años antes del inmemorial momento de su esplendor. Aquel rápido paso de milenios hizo que la mente de Smith comenzara a girar como un torbellino por el esfuerzo de abarcar tanto tiempo.
Pero, además, había otra connotación en el hecho de que los tímidos pobladores del sotobosque hablaran aquella lengua. Eso quería decir que el olvidado rey mago Illar había poblado su siniestra tierra crepuscular con los ancestros de los actuales habitantes de las Tierras Áridas. Si compartían la misma lengua, también debían compartir el mismo linaje. Y la inflexible adaptación de la condición humana había hecho el resto.
No debía de haber sido más agradable allí que en el mundo de fuera, donde los antiguos hombres de las llanuras que habían recorrido las verdes praderas de Marte habían ido menguando al mismo tiempo que sus moribundas llanuras, degenerando finalmente en una bestialidad de seres que se cubrían con pieles. Pero allí, la misma raza de los orígenes había decaído en aquellas menudas criaturas asustadizas de piel morena, grandes ojos de mirada fija y vocecita que jamás superaba el susurro. ¡Qué tragedias debían de esconderse detrás de aquella gradual degeneración!
A su alrededor, los murmullos no habían cesado. Estaba comenzando a sospechar que tantas eras sin cuento de ocultarse y murmurar con aquellas vocecitas había acabado por quitarles la facultad de hablar en voz alta. Y se preguntó con un breve estremecimiento interior cómo sería el terror que había transformado un pueblo libre y sin miedo en aquellas menudas cosas selváticas que susurraban en el sotobosque.
En aquel momento, las vocecitas, ansiosas, se estremecían de violencia, mientras parloteaban entre sí con aquellos extraños murmullos entrecortados. Al rememorar más tarde el tiempo indeterminado que había pasado en aquella depresión, los recuerdos de Smith lo convirtieron en algo parecido a una curiosa pesadilla…, donde se mezclaban la penumbra y un confuso aspecto de tapiz, además de una calma como de muerte que se abatía sobre aquel país crepuscular y unas vocecitas tímidas que susurraban y susurraban con una elocuencia preñada de terror y de advertencias.
Buceó en su memoria y extrajo una o dos frases recordadas de hacía mucho tiempo, una expresión arcaica en la lengua que hablaban. Era lo más sencillo que pedía recordar del complejo lenguaje que estaban empleando, aunque sabía que a ellos les sonaría mucho más extraña que cualquier fantasía que hubieran imaginado. Sintiéndose como el actor de una obra de teatro, susurró de manera inconsciente cuando dijo, en aquel antiguo idioma:
—No… puedo comprenderos. Hablad… más despacio…
Un torrente de palabras saludó aquel modo de emplear su lengua. Después hubo una gran profusión de cuchicheos y susurros, y uno o dos comenzaron a recitar trabajosamente, sílaba a sílaba, un discurso enmarañado que después entonaron en grupos de dos y tres. Jamás en sus conversaciones con ellos se dirigió directamente a uno solo. Eras de terror les habían impedido hablar con franqueza.
—Thag —decían—, Thag, el terrible… Thag, el omnipotente… Thag, del que nadie escapa. Cuidado con Thag.
Durante un momento, Smith permaneció en silencio, sonriéndoles a su pesar. No debía de quedar mucha inteligencia en aquella rama de la raza, pues aquella advertencia era, seguramente, superflua. Pero habían sido capaces de vencer su timidez para dársela. Por tanto, aún no habían sido despojados de todas sus virtudes. Aún les quedaba bondad y una especie de valor desesperado, profundamente arraigado en su terror.
—¿Quién es Thag? —intentó preguntar, pronunciando las sílabas arcaicas de manera incierta.
Ellos debieron comprender lo que quería decir, aunque no las palabras, porque otro efluvio de susurros tumultuosos brotó de la tribu congregada. Entonces, como antes, varios se encargaron de responder.
—Thag…, Thag, el principio y el fin, el centro de la creación. Cuando Thag respira, el mundo tiembla. Esta tierra fue hecha para que Thag morase en ella. Todas las cosas son de Thag. ¡Oh, cuidado, cuidado!
Aquello fue lo único que pudo captar de sus difusos susurros, tras coger los fragmentos de palabras que conocía y unirlos para darles sentido.
—Pero… ¿dónde está el peligro? —intentó preguntar.
—Thag… tiene hambre. Thag tiene que alimentarse. Nosotros… le alimentamos…, pero hay ocasiones en que desea otro alimento diferente. Entonces envía a la sacerdotisa para atraer… alimento… para él. ¡Oh, cuidado con Thag!
—¿Queréis decir que la sacerdotisa me trajo para… que fuese su comida?
Le contestó un coro de solemnes murmullos afirmativos.
—Entonces, ¿por qué dejó que me fuese?
—Nadie escapa de Thag. Thag es el centro de la creación. Todas las cosas son de Thag. Cuando te llame, deberás responder. Cuando sienta hambre, te tendrá. ¡Cuidado con Thag!
Smith reflexionó un instante en silencio. En líneas generales estaba seguro de haber interpretado correctamente su advertencia, y tenía pocas razones para creer que no supieran de qué estaban hablando. Thag podía no ser el centro del universo, pero si ellos decían que podía llamar a cualquier víctima que se encontrase en cualquier punto de aquel país, él no tenía por qué dudarlo. La benevolencia de la sacerdotisa, al dejarle marchar sin objeciones, incluso su risa burlona, si se ponía a pensarlo, confirmaban aquella idea. Fuera lo que fuese Thag, no debía dudar de su poder en aquella tierra. De repente decidió qué debía hacer y se volvió hacia la gente menuda que estaba pendiente de él.
—¿Por dónde… se va hacia Thag? —preguntó.
Una veintena de brazos morenos y delgados le contestaron. Smith volvió la cabeza apreciativamente hacia el lugar donde apuntaban. Aunque en aquel crepúsculo continuo todo sentido de orientación le había abandonado desde hacía tiempo, relacionó, como mejor pudo, la dirección que le indicaban con la línea de árboles y después se volvió hacia aquella gente menuda con una ceremoniosa despedida en los labios.
—Os agradezco… —comenzó a decir, pero fue interrumpido por un coro de susurros en tono de protesta.
Parecían comprender su intención, y sus súplicas desbordaban frenesí. Una ansiedad cargada de pánico por su suerte podía leerse en cada uno de los aterrorizados rostros que se volvían hacia él, y sus ojos estaban llenos de protesta y terror. Los miró sin saber qué hacer.
—Tengo… que irme —consiguió decir a duras penas—. Mi única posibilidad es coger a Thag por sorpresa antes de que me busque.
No pudo saber si le habían comprendido. El parloteo de los otros no cesó, e incluso llegaron a poner sobre él sus menudas manos, como si quisieran impedirle por la fuerza que partiese en busca de lo que aterrorizaba sus vidas.
—¡No, no, no! —gimieron entre murmullos—. ¡No conoces lo que quieres buscar! ¡No conoces a Thag! ¡Quédate aquí! ¡Cuidado con Thag!
Al oír aquello, un ligero calambre de malestar bajó por la columna vertebral de Smith. Si sólo la mitad de aquella alarma era fundada, Thag debía ser realmente muy terrible. Para ser totalmente franco consigo mismo, hubiera preferido, y con mucho, permanecer allí, en la oculta quietud de la depresión, con su ilusión de refugio, todo el tiempo que le permitieran quedarse. Pero no era de los que ceden fácilmente a sus propios terrores. Por eso la esperanza aún ardía con fuerza en él. Por eso levantó sus anchos hombros y se volvió con resolución hacia la dirección que había indicado el Pueblo de los Árboles.
Cuando vieron que se iba, sus protestas se transformaron en un llanto de amarga congoja. Con aquel sonido de lamentos a su espalda salió de la depresión, como un hombre que avanzara bajo los acordes de su propio canto fúnebre. Algunos de los más valientes le acompañaron un corto trecho, escondiéndose entre el sotobosque y corriendo de árbol en árbol con una timidez tan profundamente arraigada que, aunque ningún peligro inmediato los acechaba, no se atrevieron a salir abiertamente en medio del crepúsculo.
Su presencia era reconfortante para Smith. Un fútil deseo de ayudar a aquella menuda tribu dominada por el terror fue naciendo en él, una desacostumbrada gratitud por sus advertencias y su amistad, por la genuina pena mostrada a su partida y por su extraña y paradójica bravura incluso entre las brumas de su terror hereditario. Pero supo que no podría hacer nada por ellos. Algo de su pánico había penetrado en él. Por eso avanzaba con un calambre en el estómago. El miedo a lo desconocido es algo tan intenso, algo que con tanta fuerza se alimenta del propio terror, que sintió cómo sus manos comenzaban a temblar ligeramente y que la garganta se le resecaba mientras avanzaba.
Los siseos y murmullos entre los arbustos disminuyeron a medida que quienes le seguían iban quedándose, uno tras otro, atrás. Los más valientes resistieron más tiempo, pero incluso ellos flaquearon cuando Smith avanzó rápidamente hacia la dirección que durante toda su vida les habían enseñado a rehuir. No tardó en observar que, una vez más, estaba solo. Caminó más despacio, ansioso de poder ver de frente aquel horror que vivía en el crepúsculo y así disipar, al menos, el espanto de su misterio.
Había un silencio de muerte. Ni una brisa agitaba las hojas, y el único sonido que oía era el de su propia respiración, el sordo latido de sus propio corazón. Sin saber cómo, tuvo la certeza de que se iba a cercando a su meta. El silencio parecía confirmarlo. Desabrochó la funda de la pistola térmica que golpeaba su muslo.
En aquel crepúsculo inmutable, el terreno bajaba nuevamente hasta una depresión, en aquella ocasión mayor que la anterior. Descendió lentamente por ella, con todos sus sentidos alerta ante el peligro, sin saber si Thag era animal, humano o elemental, visible o invisible. Los árboles estaban comenzando a escasear. Y supo que casi había llegado a su meta.
Se detuvo ante al última fila de árboles. Un claro se extendía ante él, al fondo de la depresión, inmóvil en el borroso aire traslúcido. No podía distinguir nítidamente ninguno de sus detalles por la confusión de aquel paisaje entapizado. Mas, cuando vio lo que se encontraba en el mismísimo centro del claro, se paró en seco, como si se hubiera vuelto de piedra, y un escalofrío que le dejó completamente helado se abatió sobre él. Pero no hubiese sabido decir por qué.
Pues en el centro del claro se levantaba el Árbol de la Vida. Había visto con demasiada frecuencia aquel símbolo en motivos y dibujos para no reconocerlo, pero aquella cosa fabulosa estaba viva, crecía del firme asiento de sus raíces en la hierba florida, sin dejar crecer a ningún otro árbol. Pero no podía ser real. Su tronco oscuro, de una substancia desconocida, liso y brillante, adoptaba la tradicional disposición en espiral; sus doce ramas fantásticamente retorcidas se curvaban con delicadeza a partir del tronco central. Estaba desprovisto de hojas. Ningún tipo de vegetación enmascaraba la oscura espiral serpenteante del tronco. Pero de cada uno de los extremos de sus ramas simbólicas brotaba una flor de un rojo sangriento tan vívido, que apenas podía centrar en ellos su aturdida mirada.
Sólo aquel árbol, entre todos los objetos del país brumoso, era nítidamente visible para él… terriblemente nítido, despiadadamente preciso. Ninguna palabra podría describir la sorprendente amenaza que moraba entre sus ramas. Mientras lo observaba, a Smith se le puso carne de gallina, y, a pesar de todas sus prevenciones, ni siquiera pudo comprender por qué la sensación de peligro era tan elocuente. Según todas las apariencias no era más que un símbolo fabuloso, milagrosamente vuelto a la vida; pero el peligro emanaba tan fuertemente de él que sintió que se le erizaban todos los cabellos de la nuca mientras lo miraba.
No era un peligro ordinario. Un pánico sin nombre, sofocante, paralizante, la apretaba la garganta mientras contemplaba la peligrosa belleza del Árbol. Algo entre el entrelazado y las curvas de sus ramas parecía esbozar un motivo tan espantoso que su corazón latió más fuerte. Pero no pudo adivinar por qué, aunque la respuesta se hallara casi al alcance de su mente consciente. Al ver por primera vez aquella cosa, sus instintos se estremecieron como un garañón asustado, mientras la razón seguía buscando en vano una respuesta.
Aquel Árbol no era una simple planta. Estaba vivo, terriblemente vivo, ominosamente vivo. No hubiera podido decir cómo lo sabía, pues se encontraba inmóvil en aquel claro vacío del bosque, sin que temblara ni una sola de sus ramas, pero en su inmovilidad era más vital que cualquier cosa animada. Su simple vista despertó en Smith un deseo incontrolado de echar a correr, de poner entre él y aquella cosa inexplicablemente espantosa varios mundos de por medio.
Unos impulsos de demencia se agitaron en su cerebro, que nacían de la sensación de peligro que despertaba el Árbol…, de la desesperada necesidad de ponerse fuera del alcance de aquella cosa que era una blasfemia, de arrancarse los ojos antes de seguir viendo por más tiempo la peligrosa armonía de sus ramas, de cortarse el cuello para no seguir viviendo en el mundo que daba cobijo a algo tan espantoso como el Árbol.