Aquellos arcos y curvas cambiantes que las ramas formaban al acercarse, esbozaban líneas de puro horror cuyo significado aún seguía sin conocer, sólo sabía que se hacían más espantosos a medida que se acercaban. Una vez más, aquella pregunta urgente ardió en su cerebro: ¿Por qué… por qué una cosa tan simple como aquel Árbol fabuloso encerraba un terror tan peculiar que bastaba para incitar en su yo más profundo un sentimiento de frenética repulsión? Por última vez —quizá por que en aquel tembloroso instante en que esperaba su contacto, mientras la desbordante música era tan intensa que amenazaba con destrozarle el cerebro, en aquel momento final antes de que las flores que eran bocas le cogieran—, vio. Y comprendió.
Con los ojos abiertos a la verdad en el instante final del horror definitivo, vio al auténtico Thag. Supo vagamente que aquella cosa había sido tan espantosa que sus ojos se habían negado hasta entonces a registrar su existencia, y su cerebro a acoger la posibilidad de un espanto tan grande. Había sido demasiado terrible de ver, literalmente, aunque su instinto presintiera la presencia del horror infinito. Pero en aquel momento, bajo la presa de aquel sopor loco e hipnótico, en el instante antes de que aquel terror insoportable le envolviese, sus ojos se abrieron a la visión plena, y entonces vio.
Aquel Árbol sólo tenía de Thag la silueta, esbozada en tres dimensiones bajo el crepúsculo. Sus ramas, espantosamente curvadas, no eran más que los meros contornos de Thag y, sin embargo, habían producido náuseas en su corazón con una repulsión instintiva. Pero en aquel momento en que contemplaba el auténtico horror, su mente estaba demasiado aturdida para hacer otra cosa que no fuera registrar su presencia: Thag, que se erguía monstruosamente entre la tierra y el cielo, subiendo y bajando en el traslúcido crepúsculo, atado al suelo por el cimbreante tronco del Árbol, mientras se estiraba vorazmente sobre el desamparado e hipnotizado pasto que su llamada llevaba hasta sus zarpas. Uno tras otro los alzaba en vilo, uno tras otro los absorbía en el enorme e invisible horror de su ser. Aquélla era, pues, la razón por la que se desvanecían tan instantáneamente, absorbidos por los ocultos repliegues de una cosa demasiado espantosa para que pudieran apreciarla los ojos normales.
La sacerdotisa caminaba a su encuentro. Las ramas se arquearon e inclinaron sobre ella. Presa de una parálisis de horror en la que no parecía correr el tiempo, Smith alzó la mirada hacia la enorme masa de Thag, mientras la música zumbaba intolerablemente en su mermado cerebro… Thag, la monstruosa cosa de las tinieblas, invocada por Illar en aquellos tiempos largamente olvidados, cuando Marte era un planeta verde. De un modo absurdo, su cerebro divagó por las distintas eventualidades de lo que podría haber sucedido hacía tanto que hasta el propio tiempo lo había olvidado, negándose a reconocer el hado que se abatía sobre él. Sintió un asomo de respeto por el mago que llevaba muerto tantas eras y que se había atrevido a llamar a su servicio a un ser como aquél… Aquella cosa enorme, ciega, gigantesca, hambrienta de carne humana, indistinguible salvo por aquellos terribles rasgos que despertaban el él tan gran pánico a cada movimiento de la espantosa simetría del Árbol.
Todo aquello relampagueó a través de su ofuscada mente en un único instante cegador de lucidez. Luego, la luminosa blancura de la sacerdotisa flotó ante su mirada hipnotizada. Sus manos habían cogido una de las suyas, y guiaban tiernamente su mecánica andadura, muy tiernamente, hacia…, hacia…
De repente, las ramas que se retorcían se abatieron derechas hacia su rostro. Pero a pesar del sobresalto, aquel momento de infinito horror le galvanizó, arrancándole de su parálisis. Jamás pudo decir por qué. No ha sido dado a muchos hombres conocer la esencia última del horror concentrada en una única dosis. Para la mayor parte de los hombres, aquello habría seguido desarrollando su continuo efecto paralizante hasta el mismo instante de su destrucción. Pero en Smith debía de haber una roca viva de violencia sutil, una vehemencia indomable e inflexible sobre la que se levantaba la estructura que era toda su vida. Pocos hombres la tenían. Y cuando la intensidad definitiva del terror golpeó sus fundamentos de pedernal, llegando a través de la mente y del alma hasta las más profundas simas de su ser, lanzó una chispa sobre aquel bárbaro inflexible que estaba enterrado bajo sus raíces, con la suficiente fuerza para zarandearle y hacerle salir de su estupor.
En el instante mismo en que pudo moverse, su mano saltó como un resorte, automáticamente, hacia la culata de su pistola energética. Mientras la desenfundaba, las ramas del Árbol le arrancaron de las manos de la sacerdotisa. Las flores rojas como el fuego quemaron su carne al cerrarse sobre él, y las cálidas ramas le agarraron como dedos voraces. Todo el Árbol desprendía calor y se estremecía con un espantoso simulacro de vida carnal mientras le levantaba hacia la imponente masa de horror hecho realidad.
En el mismo instante en que las ramas rematadas en flores alzaron en vilo a Smith, éste luchó como un demonio para liberar la mano que tenía la pistola, de los anillos que la aprisionaban. Por primera vez, Thag conoció la rebelión entre sus propias garras, y el éxtasis de aquella música, que había resonado en los oídos de Smith con tanta fuerza que en aquellos momentos parecía casi silenciosa, fue mudándose paulatinamente en cólera, y las ramas le apretaron con una insistencia acalorada y comenzaron a levantar la ofrenda que se rebelaba hacia la monstruosa e indescriptible masa de Thag.
Pero mientras le llevaban por los aires, Smith se retorcía en su abrazo para llevar su mano a una posición que le permitiera fulminar aquel tronco ondulante, hasta convertirlo en nada. Supo intuitivamente la ineficacia de disparar a la imponderable masa de Thag. Thag no era del mundo que conocía; el haz de llamas podía, perfectamente, no tener efecto sobre aquel poderoso ser que se cernía en el crepúsculo. Pero en las raíces de Thag, donde lo esencial de Thag pasaba de lo imponderable a lo material a través del suelo del planeta, debía de ser vulnerable, si es que lo era de algún modo. Peleándose contra los ceñidos y ardientes anillos, respirando la innombrable esencia del horror, Smith luchó para soltar su mano.
La música que durante tanto tiempo había estado resonando en sus oídos se transformaba a medida que las ramas le subían a mayor altura, perdiendo su melodía y fundiéndose en rápida gradación en un zumbido de vasto y vibrante poder, que creció en intensidad según fue acercándose al monstruoso tronco de Thag. Y la canción de aquella cosa poseía mayor energía que la que hubiera podido generar cualquier dínamo. Cegado y aturdido por la energía que corría a través de todos los átomos de su cuerpo, retorció su mano en un convulsivo esfuerzo final y disparó.
Vio el chorro de llamas saltando derecho, en deslumbrante haz, hacia el tronco que estaba debajo. Lo alcanzó. Escuchó el silbido de la materia desintegrada. Observó cómo el tronco se estremecía convulsivamente desde sus mismas raíces y un ominoso temblor sacudía por entero al fabuloso Árbol. Pero antes de que el estremecimiento llegase a las ramas que le aprisionaban, el zumbido de la dínamo viviente que se cerraba sobre su cuerpo llegó a un paroxismo de tremenda intensidad para extinguirse, después, en un atronador silencio.
Luego, sin un momento de respiro, el mundo explotó. Todo aquello ocurrió tan rápidamente que cuando aún no se habían apagado en el silencio los ecos del rugido de la pistola de rayos, un sonido, más poderoso que lo que el cerebro de Smith era capaz de soportar, explotaba en el mismísimo centro de su ser. Ante su atroz poder, todas las cosas se tambalearon en un estremecido olvido. Sintió que caía…
Una luz extraña y penetrante que destellaba sobre sus ojos cerrados sustrajo paulatinamente a Smith de su profundo sueño. Abrió unos pesados párpados y levantó la mirada hacia el ojo, rápido en su órbita, de la luna más cercana de Marte. Lo miró aturdido y parpadeó durante un instante antes de recobrar la memoria. Entonces se incorporó penosamente, pues le dolían todas las fibras de su cuerpo, y contempló la escena de espantosa destrucción que le rodeaba. Yacía en el centro de un amplio círculo de grosera factura que sólo contenía piedras pulverizadas. A su alrededor, alzándose destrozados en el cambiante claro de luna, le contemplaban los bloques de piedra de Illar, la olvidada por el tiempo.
Pero ya no estaban colocados unos encima de otros, en un burdo simulacro de la ciudad a la que antaño dieron forma. Alguna fuerza más poderosa que la de cualquier explosivo usado por el hombre parecía haberlos levantado de sus asientos con tanta violencia que sus mismísimos átomos se habían desplazado, convirtiéndose en polvo. Y en el mismo centro de aquel estrago descansaba Smith, indemne.
Observó con estupor las ruinas bañadas por el claro de luna. En aquel silencio le pareció que incluso el aire se estremecía aún con las vibraciones del estruendo. Y mientras miraba, comprendió que sólo un tipo de energía, entre todas las demás, habría podido ocasionar aquella destrucción en las antiguas piedras. No era ninguno de los explosivos conocidos por el hombre el responsable de aquel extraño estrago en las piedras de Illar, que las había convertido en polvo. Era aquella energía que zumbaba insoportablemente a través de la dínamo viviente de Thag, tan poderosa que incluso el espacio se curvaba ante ella para contenerla. De repente, comprendió lo ocurrido.
No era Illar, sino el propio Thag quien había distorsionado las paredes del espacio para encerrar en su interior el mundo crepuscular, y nada sino el poder vivo de Thag podía haberlas mantenido así para impedir el acceso a aquel pequeño mundo dominado por el terror.
Entonces, cuando las raíces del Árbol cedieron, el anclaje de Thag en el mundo material se rompió, y con una gran explosión de inimaginable energía, las curvadas paredes del espacio dejaron de combarse. Aquella bóveda de espacio sólido había recobrado su disposición original, arrojando aquel mundo y todos sus moradores a… a… Su mente se perdió en el esfuerzo de imaginar lo que debía de haber ocurrido, en qué última dimensión había acabado desvaneciéndose aquella gente.
Sólo Smith, arropado profundamente por la mismísima esencia de Thag, no había sido tocado por el intolerable poder de la explosión. De tal suerte, cuando la torsión del espacio curvo había cesado, y Thag hubo perdido su dominio sobre aquella realidad, debió de caer de sus evanescentes pliegues al suelo donde el Árbol se levantaba en aquel mundo cerrado; y, cuando el Árbol desapareció del país crepuscular en el instante de su aniquilación, Smith debió de volver a aquel lugar de donde había sido arrebatado. Aquello tuvo que ocurrir después de que la terrible fuerza de la explosión se desvaneciese, antes de que Thag se atreviera a cruzar los cambiantes muros de energía y volver a su lejana tierra.
Smith suspiró y se llevó una mano a la cabeza que le daba vueltas, mientras se levantaba lentamente. No sabía el tiempo que había pasado, pero debía suponer que la Patrulla aún seguiría buscándole. Cansado, cruzó aquel círculo de destrucción hacia el abrigo más cercano que le ofrecía Illar. El polvo se levantó bajo sus pies, formando nubes espectrales a la luz de la luna.
Con el ruido de la batalla desvaneciéndose tras él en el viento, Northwest Smith avanzaba vacilante hacia el Oeste y el ocaso, tropezando mientras caminaba. Un reluciente reguero de sangre a su espalda, sobre las rocas, dejaba una clara pista para quien buscara su rastro, pero él sabía que no le seguirían por mucho tiempo. Se dirigía a los páramos salobres del Oeste, y ellos no le seguirían hasta allí.
Obligó a sus indecisos pies a caminar más deprisa, pues sabía que debía encontrarse en la gris desolación, a cubierto de miradas, antes de que el primero de los carroñeros llegara para despojar a los muertos. Le seguirían —aquel rastro de sangre y de huellas vacilantes los atraería como lobos tras su pista, enardecidos por la esperanza de obtener más botín—, pero no llegarían muy lejos. Esbozó una mueca ligeramente perversa ante aquel pensamiento, pues aunque no se dirigía hacia la salvación, al menos dejaba atrás una muerte cierta. Iba dando traspiés, caminando con pasos cada vez más lentos, hacia una muerte casi segura, de fiebre, sed y hambre en medio de la desolación, eso si algo peor que la muerte no le atrapaba primero. Se contaban historias de aquel desierto gris y salobre…
Durante todas las semanas que había estado acampado allí, jamás se había internado tanto en la fría desolación. Era un aventurero demasiado hecho para ignorar que cuando la gente abandona completamente un lugar, y ante los fuegos de campamento habla entre susurros y cuenta, a medias y en voz baja, historias espantosas que allí ocurren, es mejor mantenerse lejos del mismo. Alguien se habría sentido espoleado por aquella misma reticencia a realizar una investigación, pero Northwest Smith había visto demasiadas cosas extrañas en su variada carrera para poner en duda los fundamentos de un hecho que se oculta detrás de un cuento fantástico, o para tomarse la molestia de aventurarse donde otros han aprendido por experiencia propia a no pisar.
En la brisa de la tarde, el sonido de la batalla se había convertido en un tenue murmullo. Alzó la cabeza a duras penas y contempló la envolvente tiniebla que se abría ante él con ojos entornados, sin color, como el pálido acero. El viento rozaba su enjuto rostro cosido de cicatrices con un aliento de completa soledad y desolación. Soplaba límpido a través de millas y millas de desolación, pues ningún olor humano, de humo, de granjas o de cultivos lo viciaba. Las ventanas nasales de Smith se estremecieron ante aquel aroma de inhumanidad. Vio la grisura extenderse ante él. Unos arbustos bajos, unos pocos árboles raquíticos y unas aguas salobres en pozos profundos y silenciosos salpicaban el lugar a grandes intervalos. Se descubrió a sí mismo a la escucha…
Antaño, en eras muy lejanas, como los cuchicheos alrededor de los fuegos de campamento le habían contado, se levantó allí una ciudad olvidada. Quién, o qué, moraba en ella era algo que nadie sabía. Aquella gran ciudad se extendía sobre millas de territorio y era suficientemente rica y poderosa para suscitar enemistades, pues un poderoso enemigo acabó por salir de las Tierras Bajas y, en una serie de tremendas batallas, la arrasó hasta los cimientos. El agravio que recibiera de los moradores de la ciudad fue algo que nunca nadie conoció, pero debió de ser espantoso, pues cuando la última torre se desplomó y la última piedra fue arrancada de sus cimientos, sembró el lugar de sal para que durante generaciones ningún ser vivo pudiera crecer en millas de desolación. Y no contento con esto, lanzó una maldición sobre la tierra donde se asentaba la ciudad. De suerte que, incluso hoy, el hombre evita el lugar sin comprender por qué.