—Has conocido muchos peligros, oh, viajero. Has contemplado muchas cosas extrañas, has vivido plenamente, la muerte ha sido como un viejo compañero, y el amor… el amor… Esos brazos habrán estrechado a muchas mujeres. ¿No es así?… ¿No es así?
Insoportablemente dulce, la voz se detuvo murmurando en aquella última pregunta, en la que vibraba una urgencia irresistible que se concretaba en un tono misterioso. Y de modo totalmente involuntario, los recuerdos afloraron a su mente. Estaba inmóvil, recordando.
¡Eran tan hermosas las jóvenes de Venus, con su piel tan blanca como la leche, sus ojos sesgados, sus cálidas bocas y sus voces que sólo saben hablar el mismísimo lenguaje del amor! ¡Y las mujeres de los Canales marcianos…, de labios de coral, dulces como la miel, un murmullo bajo las móviles lunas! ¡Y las jóvenes de la Tierra, vibrantes como la hoja de una espada, embriagadoras de besos y de risas! Y aún había más. Se acordó de una morena, dulce y salvaje, en un asteroide perdido, y una breve noche, llena del mareo de un perfume, bajo las rutilantes estrellas. También recordaba una joven pirata del espacio, cubierta de joyas robadas y pistola térmica al cinto, que le había abordado en un pueblo fronterizo, en los márgenes mismos de la civilización marciana donde comienzan las Tierras Áridas. También estaba aquella joven pelirroja de Marte, en el jardín de un palacio, cerca de un canal, desde donde ambos veían rodar las lunas por el cielo… E incluso, hacía tiempo, muchísimo tiempo, en un jardín en la Tierra… Cerró los ojos y vio nuevamente, recortándose a la luz de la luna, una cabeza rubia y alta, y unos ojos veraces que miraban a los suyos y una boca que temblaba, diciendo…
Respiró profundamente, lleno de angustia, y abrió los ojos. Su pálida mirada acerada carecía de expresión, pero aquel último recuerdo, profundamente hundido en su memoria, le había quemado como un rayo térmico. Entonces supo que ella había probado aquel dolor y que exultaba. La cresta emplumada que caía hacia atrás, naciendo de su frente, temblaba rítmicamente, y los colores que ondeaban en ella se habían tornado más vivos y estaban cambiando con rapidez sorprendente. Pero su rostro tranquilo no había cambiado, aunque a él le pareciera que el brillo de su ojo había palidecido, como si también ella estuviese recordando.
Cuando habló, el aflautado tono sostenido de su voz fue tan tenue como un murmullo; entonces pensó que era mucho más elocuente que la voz que desgranaba palabras. Podía infundir en su vibrante acento intensidades capaces de removerle a uno la sangre, pero también matices suaves y variados que se deslizaban por sus nervios como terciopelo. Todo su cuerpo estaba respondiendo a la entonación de su voz. Lo utilizaba como si su cuerpo fuese un arpa, evocando los acordes del recuerdo y enviando escalofríos de pasión a todo lo largo de su espinazo, haciendo que su sangre latiese más fuerte por la riqueza y gravedad de su tono. Y aquello no sólo repercutía en la forma en que su cuerpo respondía, sino también en las cuerdas de su mismísima mente, despertando pensamientos que ella se apropiaba, llevándole por la dirección que ella quería. Su voz era la más pura de las magias, y él no tenía siquiera el deseo de resistirse a ella.
—Son dulces recuerdos… muy dulces —ronroneó, acariciante—. Las mujeres de los mundos que conoces… Las mujeres que tuviste entre tus brazos…, cuyos labios se unieron a los tuyos… ¿Las recuerdas?
Su voz estaba llena del mesmerismo más evidente, que se desbordó, vibrante, sobre él —Smith pensó una vez más en dedos que acariciaban las cuerdas de un arpa— evocando las melodías que deseaba, resonando en sus recuerdos como palabras sobre llamas dulces y calientes. La habitación se llenó de bruma ante sus ojos, y aquella voz cantarina resonó a través del espacio sin tiempo, sin hablar ya en frases, sino en un ronroneo palpitante e inarticulado, y su cuerpo ya sólo fue una caja de resonancia para las melodías que tocaba.
El mesmerismo de su tono no tardó en adoptar un timbre diferente. Una vez más el murmullo se convirtió en palabras, que percibió a través de su cuerpo con mucha más claridad que si hubieran sido pronunciadas.
—Y en todas aquellas mujeres que recordabas —decía cantando—, en todas ellas me recordabas… Pues yo era lo que recordabas en cada uno de tus recuerdos (esa pequeña chispa era yo), y yo soy todas las mujeres que aman y son amadas. Mis brazos te han estrechado. ¿No lo recuerdas?
En medio de aquel murmullo hipnótico, recordó, y a través del vertiginoso tumulto de su sangre reconoció confusamente una gran verdad velada que no comprendía.
La cresta temblaba con cadencias lentas y lánguidas, y ricos colores ondeaban a través de ella, con tonalidades que acariciaban la vista: púrpuras aterciopelados, rojos como de brasas, colores de llama y tonos oscuros de atardecer. Cuando ella se levantó del lecho con un indescriptible movimiento oscilante y extendió los brazos, no dio la impresión de haberse movido, sino de haberse contorsionado de manera inexplicable, mientras enroscaba sus brazos alrededor de Smith como si fuesen serpientes y, muy brevemente, el orificio en forma de corazón que era su boca rozaba sus labios.
Entonces sucedió algo que le dejó helado. El roce fue ligero y fugaz, como si la membrana que rodeaba aquella abertura rígida y curva hubiese vibrado con delicadeza sobre su boca, con tanta rapidez y ligereza como las alas de un colibrí. No fue un estremecimiento, sino algo a cuyo contacto murió el atronador estruendo que había en su interior. Fue escasamente consciente de que poseía un cuerpo. Se había arrodillado al lado mismo del lecho de Julhi, con sus brazos que le abrazaban como serpientes, y su rostro fantástico y adorable vuelto hacia él. Cualquier conato de rebeldía que se hubiera formado en su mente desapareció en un instante, pues su único ojo era un imán que atraía su pálida mirada, y en cuanto le miró fijamente ya no hubo posibilidad de escapatoria.
Sin embargo, el ojo no parecía verle. Relucía mientras miraba fijamente algo que se hallaba a inconmensurable distancia, atrás en el tiempo, y lo hacía tan intensamente que no tenía conciencia de los muros que lo rodeaban, ni de la persona que se hallaba tan cerca, hundiendo su mirada en las relucientes profundidades donde se agitaban vagos reflejos anublados, formas y sombras complejas que eran las imágenes de algo diferente a todo lo que hubiera contemplado.
Seguía allí, inclinado, tenso, con la mirada clavada en las móviles sombras de aquel ojo. Un sonido ligero y agudo brotó aflautado de aquella boca, con una monotonía que llevaba toda su conciencia hacia un camino muy estrecho, hacia las profundidades nebulosas del ojo que recordaba. El pasado comenzaba a moverse de manera más clara a través de él, gracias a lo cual Smith pudo distinguir los contornos de cosas que para él no tenían nombre, que se arrastraban lentamente sobre un fondo de penumbra que velaba pasados aún más profundos.
Después, todas las formas y sombras se fundieron juntas en una negrura como de vacío, y el ojo dejó de ser claro y transparente para convertirse en algo más oscuro que el espacio sin sol, y mucho más profundo…, una pasmosa profundidad que atenazaba sus sentidos con una sensación de mareo. El vértigo le venció, se tambaleó y perdió, sin saber cómo, todos los asideros de la realidad y siguió cayendo más y más, dando vueltas a través de los inconmensurables e insondables abismos de aquella oscuridad.
Las estrellas giraban a su alrededor, estrías de luz sobre terciopelo negro casi tangible en aquella completa oscuridad. Gradualmente, las luces se estabilizaron. Su aturdimiento cesó, aunque no el balanceo de su movimiento. Era llevado más rápido que el viento a través de una oscuridad iluminada por puntos fijos de luz, como estrellas que no parpadeasen. Poco a poco fue tomando conciencia de sí mismo y supo, sin que le produjese sorpresa, que ya no era de carne y hueso, sino algo nebuloso y difuso, aunque todavía con dimensiones definidas, más libre y ágil que la forma humana, y ligero como el humo.
Cabalgando por la estrellada oscuridad descubrió algo que había permanecido invisible incluso a sus nuevos ojos, por agudos que fuesen. Aquella oscuridad no era impenetrable para él, como para cualquier otro ser humano. Podía ver con mucha claridad, pues sus ojos utilizaban para ver algo más que la luz. Pero aquella cosa incierta que cabalgaba no era más que una mancha ante la agudeza de su mirada que desafiaba a la oscuridad.
Sus vagos contornos fueron todo lo que pudo observar, mientras relampagueaban, se desvanecían y volvían a formarse; en ocasiones adoptaban una forma y después otra, pero, con mucha mayor frecuencia, la de algún monstruo fabuloso con alas de tremenda envergadura y un cuerpo sinuoso que se arrastraba a lo largo de una longitud increíble. Y aunque sabía que no existía en la realidad, presentía, sin saber cómo, que debía tratarse de una especie de manifestación visible de alguna fuerza sin nombre, una fuerza que se agitaba a través de aquel cielo estrellado, suscitando largas ondas que se retorcían y mareas, tomando formas fantásticas cuando se movía. Y aquellas formas eran controladas en cierta medida por el cerebro del observador, de modo que veía lo que esperaba ver en los nebulosos contornos de la oscuridad.
La fuerza se movía en él con una exaltación más embriagadora que el vino. En largos giros y picados se hundió en la estrellada noche, descubriendo que podía controlar su recorrido gracias a algún medio desconocido que utilizaba sin comprender. Era como si le brotasen alas cada vez que se encontraba ante corrientes de convección, subiendo por los aires con más facilidad que un pájaro, gracias a su peso y empuje…, aunque sabía que su nuevo cuerpo, tan extraño, carecía de alas.
Durante un largo momento, voló, describió curvas y planeó sobre aquellas fuerzas que flotaban invisibles en la oscuridad, mareado por la embriagadora alegría de volar. No sabía qué era arriba o abajo en aquel vacío estrellado. No tenía peso, era incorpóreo, un fantasma alegre arrostrando las corrientes del aire con alas irreales. Los puntos de luz que salpicaban la negrura se concentraban en cúmulos y formas alargadas, así como en constelaciones extrañas. No estaban distantes, como las estrellas de verdad, pues en ocasiones se sumergía en uno de sus enjambres y emergía con la desagradable sensación de haberse caído a un pozo en medio de mares espumeantes y haber salido después, y eso a pesar de que las luces le resultasen intangibles. Aquella refrescante sensación no era física, de igual modo que tampoco aquellas estrellas eran reales. Podía verlas, pero ahí acababa todo. Eran como las reflexiones de algo muy lejano en alguna distante dimensión, y aunque siguiera moviéndose en línea recta a través de una galaxia formada por cúmulos de estrellas, no llegaba a chocar con ninguna de ellas. Era su propio cuerpo el que se difundía a través de ellas como el humo, y pasaba conteniendo el aliento y con una sensación de frescor.
Mientras recorría aquella oscuridad, descubrió una dolorosa familiaridad en la disposición de algunos de los grupos de estrellas. Eran constelaciones que conocía… Seguramente aquélla era Orión, atravesada en mitad del cielo. Vio el resplandor rojizo del ojo de Betelgeuse, y el frío resplandor azulado de Rigel. Y más allá, a través de golfos de negrura, Sirio y su estrella gemela, girando blanquiazules contra la negrura. El rojo resplandor en medio de aquella ancha banda de puntos brillantes debía ser Antares, y la enorme galaxia de cúmulos que la envolvía… ¡Indudablemente la Vía Láctea! Viró en las corrientes que le impulsaban, inclinó unas grandes alas invisibles y se sumergió en el chispeante rocío de estrellas, embriagado por la distancia recorrida en su vuelo, que devoraba el espacio. Recorrió mil millones de años luz con un simple aleteo, planeó en una larga curva ceñida recorriendo un universo. Buscó el menudo sol alrededor del cual giraban sus planetas nativos y no pudo encontrarlo en la espesura de esplendor en que se hallaba sumido. Sabía que su cuerpo descansaba en algún punto luminoso demasiado pequeño para ser contemplado, mientras que allí, en la oscuridad ilimitada, volaba sin preocupaciones a través de un tropel de constelaciones, desafiando el tiempo y el espacio, e incluso la materia; era algo que le aturdía y alegraba. Debía volar en algún aeroplano cuyas dimensiones no podían medirse en los términos que él conocía, aunque sobre su negrura cayesen los reflejos de galaxias conocidas.
Después, en su altísimo recorrido, se alejó de las estrellas que le eran familiares, cruzó un golfo de oscuridad que se interpuso en su camino y fue a dar a otro universo estrellado cuyas constelaciones trazaban motivos extraños y resplandecientes a través del cielo. Más tarde fue consciente de que no se encontraba solo. Recortándose como fantasmas sobre la negrura, otras formas recorrían los caminos del espacio, moviéndose en largas curvas sobre corrientes creadas por líneas de fuerza, hundiéndose en torbellinos de brillo de estrella y emergiendo violentamente entre chispas para volver a sumirse y a surgir de nuevo entre arcos de inmensa oscuridad.
En aquellos momentos, sintió a regañadientes que su exultación comenzaba a desvanecerse. Luchó contra la fuerza que tiraba de él hacia atrás, aferrándose con empecinamiento a aquel nuevo y embriagador placer; pero, a su pesar, la visión fue palideciendo, y las constelaciones comenzaron a desdibujarse. La oscuridad desapareció de repente, como si hubieran corrido un telón, y con un espasmo se encontró en la estancia de singulares paredes de Julhi, sólido y humano nuevamente, mientras el adorable e increíble cuerpo de Julhi se apretaba contra el suyo y su mágica voz ronroneaba una vez más en su cabeza.
Entonaba un ronroneo sin palabras, pero con un timbre escogido sin duda para actuar sobre unos nervios determinados. Por eso, su corazón comenzó a agitarse y su respiración se aceleró, y el ruido de la guerra comenzó a resonar en sus oídos. Era el canto guerrero de una valquiria, y él comenzó a escuchar el estruendo del combate y los gritos de hombres en lucha, olió la carne quemada y sintió el retroceso de la pistola de rayos en la mano que la empuña. Todas las sensaciones de la batalla le invadieron en un desorden incoherente. Percibía el humo, el polvo y el olor a sangre, sentía la quemadura de los rayos y el mordisco de las hojas, la boca le sabía a sudor y al sabor salado de la sangre, volvió a sentir de nuevo sus puños aplastando rostros desconocidos, la embriagadora marea del poder recorriendo su cuerpo largo y fuerte. La salvaje exaltación del combate llameó en su interior en profundas olas, ante la brujería de la canción de Julhi.