Northwest Smith (36 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

—Por algún lugar cerca de aquí —dijo Smith—, esos dos debieron encontrar la cueva.

—Demos una vuelta por la pendiente de la izquierda —apuntó Yarol—. Vamos —echó un vistazo al mortecino sol—. No hace mucho que ha amanecido. Debiéramos estar de vuelta por la noche si todo ha salido bien.

Dejaron la aeronave en su refugio y comenzaron a cruzar las áridas Tierras Salobres; la áspera maleza rozaba sus piernas, y su aliento formaba nubes en el aire enrarecido a medida que avanzaban. La pendiente se curvó hacia la izquierda, subiendo en rápido ascenso hasta negras cimas prohibidas imposibles de escalar. La única esperanza de franquear aquel muro se encontraba en dar con la caverna de donde habían salido huyendo sus predecesores… Pero en aquella caverna… Smith dejó libre en su funda la pistola térmica que llevaba al costado.

Habían avanzado trabajosamente durante quince minutos a través de la maleza, con la nieve seca levantándose bajo sus pies y el áspero aire salado helando su aliento, cuando la boca de la cueva que estaban buscando apareció sombría bajo la roca saliente de que les habían hablado.

Ambos miraron a su interior con incertidumbre. Aquel suelo desigual quizá no hubiera conocido jamás la huella de pies humanos, a juzgar por su aspecto. La nieve en polvo yacía impoluta en las profundas anfractuosidades y la luz del día no penetraba hasta muy dentro de la tiniebla prohibida del interior. Smith desenfundó su pistola, respiró profundamente y se sumergió en la negrura y el frío, con Yarol a sus talones.

Era como abandonar todo lo vivo y lo humano por algún limbo congelado que jamás hubiera conocido vida. El penetrante frío atravesó sus trajes de cuero. Antes de haber dado veinte pasos sacaron las linternas Tomlinson, y los rayos gemelos iluminaron una escena de completa desolación, más muerta que la muerte, ya que parecía no haber conocido jamás la vida.

Quizá durante quince minutos avanzaron vacilantes entre la fría oscuridad. Smith mantenía apuntado su haz sobre el suelo que pisaban; Yarol dirigía el suyo hacia las paredes, penetrando también las tinieblas de delante. Paredes rocosas, techo áspero y piedras aguzadas y rotas que sobresalían del suelo como dientes y que acuchillaban sus botas… Sólo oían sus pasos, no había nada más que la oscuridad, la helada y el silencio. Entonces dijo Yarol:

—Hay neblina.

Y algo opacó durante un instante los claros haces de luz; después, la tiniebla los envolvió, con la rapidez y rotundidad de los pliegues de un manto.

Smith se detuvo en seco, tenso y escuchando. Ningún sonido. Tocó las lentes de su linterna y comprobó que aún funcionaba… Estaba caliente, y la débil vibración bajo el cristal le informó de que las baterías seguían intactas. Pero algo intangible y extraño ocultaba la luz: una negrura espesa y sofocante, que parecía apagar sus sentidos. Era como una venda encima de los ojos… En medio de aquella oscuridad envolvente, Smith, tras acercarse a los ojos la lente caliente, no pudo detectar, siquiera, su contorno.

Durante quizá cinco minutos, aquella negrura mortal los envolvió. Sabían vagamente lo que les esperaba, pero cuando llegó, la impresión que les causó los dejó sin aliento. No oyeron nada, pero, de repente, al doblar un recodo apareció una figura de completa blancura, que en un principio sólo vieron fragmentariamente a través de una pantalla de rocas como dientes mellados, aunque después apareció íntegramente, flotando mientras se recortaba contra la oscuridad. Smith pensó que jamás había sabido lo que era el blanco hasta que había aparecido ante sus incrédulos ojos aquella criatura…, si es que era una criatura. Algo le hizo pensar que parte de ella debía hallarse bajo el suelo por el que se movía, pues, aunque en aquella ciega negrura no hubiera manera de evaluar la altura, le parecía que la aparición, moviéndose, mejor, deslizándose sin esfuerzo, no encontraba resistencia en la sólida roca del suelo. Era más blanca que cualquier otra cosa, viva o muerta, que hubiera visto antes… Tan blanca que le dio náuseas, sin saber por qué, y él se estremeció a lo largo de su espinazo. Como un recortable, relucía recortándose contra la negrura plana que la rodeaba. La oscuridad no la afectaba, ninguna sombra se veía sobre su superficie; sólo con dos dimensiones arbitrarias, blanco cegador superpuesto a un negro cegador, flotaba hacia ellos. Y era alta e, inexplicablemente, de apariencia humana, pero con una forma que ninguna palabra podía describir.

A su espalda, Smith oyó suspirar a Yarol, que intentaba recobrar el resuello. No oyó nada más, aunque la blancura se acercase rápidamente hacia ellos, flotando y atravesando el suelo rocoso. En aquel momento ya estaba seguro de ello: una parte de la cosa se extendía bajo sus pies, y eso que se apoyaban sobre la roca sólida, y aunque se le hubiera puesto carne de gallina, por el miedo irracional, y el cabello de su nuca se hubiese erizado ante el irreal e imposible avance de aquella cosa imposible, todavía mantenía la suficiente entereza para observar que, aparentemente, esa sólida, aunque con cierta transparencia lechosa; que tenía forma y espesor, aunque no le afectasen las sombras de aquella oscuridad; y que desde allí, en donde no debiera haberse encontrado ningún rostro, un rostro ciego y sin ojos le miraba impasible. Ya estaba muy cerca de él y, aunque sus extremos se arrastrasen bajo la línea del suelo, su tamaño se elevaba hasta más arriba de su cabeza.

Entonces, una fuerza ciega y sin nombre brotó de la cosa y le asaltó, una fuerza que, de alguna manera, parecía conducirle hacia cosas innombrables: una invitación apresurada a la demencia que latía en su cerebro con la irrazonable bofetada de la locura, una locura mucho más salvaje, mucho más incomprensible que todo lo que un espíritu en sus cabales pudiera comprender.

Durante un instante, algo en su interior le urgió frenéticamente a salir corriendo sin pensarlo —oyó la respiración entrecortada de Yarol detrás de él y supo que también había estado a punto de salir huyendo—, pero algo insistente en lo más profundo de su cerebro le mantuvo firme ante la blancura que derramaba sobre él su aura de locura…, algo que rechazaba el peligro, que sugería una solución…

Sin darse apenas cuenta de que se había movido, sintió la pistola térmica en su mano y, presa de un súbito impulso, levantó bruscamente el brazo y envió un largo chorro azulado de llamas directamente a la aparición que avanzaba. Durante el más breve de los instantes, el resplandor azul relampagueó como una hoja de luz a través de la oscuridad. Golpeó de lleno a la flotante blancura, que se desvaneció, y Smith oyó un débil chisporroteo en el suelo que no veía y supo que la criatura había pasado a través de él, sin encontrar resistencia. Y en aquel segundo relampagueante, Smith vio un espolón rocoso que se encontraba en su camino, mientras la lívida luz del resplandor azul hendía la espesura de la oscuridad, sin afectar la figura blanca… y, súbitamente, tuvo la convicción de que, aunque una galaxia de luces de color diese vueltas encima de ella, ni el más leve atisbo de color podría alterar su palidez inhumana. Luchando contra su cerebro, comprendió dolorosamente que aquello debía encontrarse fuera del alcance del hombre… y por tanto…

Rió con inseguridad y enfundó su arma.

—¡Ven! —dijo a gritos a Yarol, mientras, a ciegas, le cogía del brazo y, reprimiendo un arrebato de terror, se sumergía de lleno en aquel horror espantoso.

Hubo un instante de llamarada y de blancura cegadora, un momento tumultuoso, mientras el vértigo se arremolinaba a su alrededor, el suelo se abría bajo sus pies, y un maelstrón, de impulsos demenciales se desataba en su cerebro; después, todo quedó negro como antes y siguió avanzando sin miedo a través de la oscuridad, arrastrando tras sí a un Yarol dócil y aquiescente.

Tras algún tiempo de avance tambaleante, sólo detenido por las caídas, mientras el horror blanco quedaba a su espalda, sin seguirlos, y la opaca oscuridad aún sellaba sus ojos, la ya casi olvidada linterna que Smith llevaba en la mano volvió a brillar de nuevo. Bajo aquella luz miró a Yarol, que parpadeaba ante la súbita iluminación. El rostro del venusiano era una máscara de enigmas, sobre todo sus ojos negros, que brillaban llenos de preguntas.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué era eso? ¿Cómo hiciste…? ¿Cómo pudimos…?

—No podía ser real —dijo Smith, con sonrisa insegura—. Quiero decir que no era material en el sentido que conocemos. Parecía demasiado espantoso, pero…, bueno, había demasiadas cosas que no concordaba. ¿No notaste cómo parecía arrastrarse a través del suelo sólido? Y no daba la impresión de que le afectaran la luz ni la oscuridad… No parecía hecho de sombra, ni siquiera entre aquella oscuridad, y el fogonazo de mi pistola ni siquiera arrojó sobre eso la más leve pizca de azul. Entonces recordé lo que aquel tipejo nos había contado respecto a los tres dioses: que, aunque habían tenido existencia real, sólo habían ocupado un plano muy diferente al nuestro, tanto que no podían llegar hasta nosotros a menos que se procuraran cuerpos materiales. Creo que esa cosa era algo parecido: visible, pero demasiado ultradimensional para alcanzarnos, excepto mediante la vista. Y cuando vi que el suelo no ofrecía resistencia a su paso, pensé que quizá, a la inversa, tampoco nos afectaría a nosotros. Y así fue. Pasamos a través de ella.

Yarol respiró profundamente.

—Hay que ver lo que da de sí una mente superior —se chanceó afectuosamente—. Me pregunto si a alguien se le habrá ocurrido lo mismo, o si nosotros somos los primeros en pasar a través de ella.

—No lo sé. Creo que hay que descartar la idea de que eso fuera simplemente un espantajo. Pienso que nos movimos con bastante rapidez. Uno o dos minutos más y… y… Lo cierto es que ya había comenzado a sentir como si alguien estuviese hurgándome en el cerebro con un palo. Nada parecía… normal. Creo que ya sé lo que no funcionó con los otros dos: esperaron demasiado antes de salir corriendo.

—Pero… ¿y la oscuridad?

—Supongo que nunca sabremos qué era. Debe tener alguna relación con lo otro, la cosa blanca, posiblemente alguna fuerza o algún elemento de otra dimensión; justamente por eso, la oscuridad no puede alterar la blancura de esa cosa ni la luz tener efecto alguno sobre la oscuridad. Sin saber cómo, tengo la impresión de que esta región oscura ocupa un área determinada, como si una parte de otro mundo hubiera venido a parar a esta cueva, para que la cosa blanca pueda moverse por ella… Una barrera de negrura a través del camino. Y no creo que pueda desplazarse fuera de ella. Pero puedo estar equivocado… ¡Vámonos!

—¡Pegado a tu espalda! —dijo Yarol—. Camina.

La cueva se extendió durante otros quince minutos de marcha, fría, silenciosa y malamente agreste bajo los pies, pero ninguna otra desventura alteró el viaje. La atravesaron bajo el resplandor de las linternas Tomlinson, y el arrebol del frío día en su lejano extremo les pareció el esplendor del paraíso después de aquel viaje a través del corazón de la roca muerta.

Se encontraban por encima de las ruinas de aquella ciudad donde, antaño, moraron los dioses: rocas escarpadas, grandes como dientes mellados de roca, la negra falda de la montaña plegada y torturada con el salvaje aspecto de la desolación. Aquí y allá, enterrados en los despojos de las eras, podían verse bloques de piedra tallada de seis pies de arista, el único recuerdo de que allí se había levantado una vez la ciudad más santa de Marte, hacía de aquello muchísimo tiempo.

Después de cinco minutos de búsqueda, los ojos de Smith localizaron finalmente el contorno de lo que, hacía millones de años, podía haber sido una calle. Salía en línea recta desde debajo de la pendiente donde estaba la boca de la caverna; los bloques de piedra tallada, las anfractuosidades y las ruinas sepultadas por el terremoto la obstruían, pero el recorrido que antaño siguiera no estaba totalmente borrado. Los palacios y los templos debían de haberla bordeado. Ya no quedaba ni señal de ellos, salvo en los bloques de mármol que se amontonaban, desmoronados, entre las piedras partidas. El tiempo había borrado aquella ciudad de la faz de Marte, casi tan completamente como de los recuerdos del hombre. Pero el trazado de aquella calle era todo lo que necesitaban para no perderse.

La ida fue difícil. Una vez entre las ruinas no resultaba fácil seguir el camino, y durante más de una hora subieron y bajaron entre rocas partidas y agudas puntas de piedra, franqueando grietas y contorneando grandes montículos de ruinas. Ambos estaban despellejados y sin resuello cuando llegaron a la primera señal que reconocieron: una aguja inclinada de piedra negra, medio enterrada entre los fragmentos de mármol roto. Un poco más allá descansaban dos bloques de piedra, uno sobre otro, quizá los únicos en toda aquella vasta ruina que permanecían igual que como los dejaran las manos del hombre, hacía cientos de siglos. Smith se detuvo cerca de ellos y miró a Yarol, que resollaba con cierta fatiga por el esfuerzo.

—Aquí es —dijo—. Después de todo, ese tipo decía la verdad.

—Hasta ahora —le corrigió Yarol, desconfiado, desenfundando su pistola térmica—. Bueno, echemos un vistazo.

El haz de llamas azules brotó de la boca de la pistola y fue a aplastarse en la hendidura que había entre ambas piedras. Muy lentamente, Yarol siguió aquella línea y, a su pesar, la excitación creció en su interior. A los dos tercios de la línea, la llama dejó bruscamente de dispersarse y mordió profundamente. Un agujero renegrido apareció en la piedra. Fue agrandándose rápidamente y salió humo. Después le llegó el sonido de protesta de la roca arrancada de su apoyo a lo largo de las eras, cuando la piedra de encima giró a medias sobre la de abajo, se tambaleó un momento y se desplomó.

La piedra inferior estaba hueca. Los dos hombres se inclinaron sobre ella con curiosidad, fisgando en su interior. Un débil hálito de inconfesable antigüedad subió hasta sus rostros desde aquella oscuridad, una leve brisa de hacía un millón de años. Smith apuntó con su linterna y vio un suelo de piedra doce pies más abajo. La brisa se había hecho más intensa, y el polvo danzaba en el hueco desde las misteriosas profundidades, polvo que llevaba descansando en paz desde hacía impensables eras.

—Dejémosle un momento que se airee —dijo Smith, apagando su linterna—. Debe tener buena ventilación, a juzgar por esa brisa. Seguro que el polvo se disipará rápidamente en poco tiempo. Podríamos ir preparando algún tipo de escala mientras esperamos.

Cuando una cuerda de nudos quedó dispuesta y asegurada en una aguja de roca cercana, el vientecillo brotaba del hueco limpio de polvo, todavía cargado de olor indefinible a antigüedad, aunque respirable. Smith bajó el primero, agachándose con precaución hasta que sus pies tocaron el suelo. En cuanto llegó abajo, Yarol se lo encontró moviendo su linterna Tomlinson sobre una escena de completa desolación. Ante ellos se abría un pasadizo, de paredes y techo suaves al tacto, con curiosos e inusitados frescos pintados con tonos desvaídos bajo la capa de esmalte. La antigüedad pendía de forma tangible en el aire. La suave brisa que rozaba sus rostros parecía sacrílegamente viva en aquella tumba de dinastías fallecidas.

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