Northwest Smith (35 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Su voz ronca tembló levemente mientras pronunciaba aquel nombre banal. Yarol tuvo un súbito acceso de risa, que reprimió rápidamente, y dijo:

—¡Pharol! ¿Por…?

—Sí, lo sé. Hoy, Pharol evoca los indescriptibles ritos de un antiguo, podría decirse, antidiós de la tiniebla absoluta. Pharol ha caído tan bajo que su mismísimo nombre designa la nada. Pero en otros tiempos, ¡ah, en otros tiempos!, el Negro Pharol no era una porción de oscuridad adorada entre obscenidades. En otros tiempos, los hombres conocían las cosas que ocultaba la tiniebla y no se atrevían a pronunciar el nombre del que ahora ríen, por miedo a pronunciar accidentalmente el secreto resorte de la inflexión que abre la puerta hacia la negrura que es Pharol. Antes de ahora, los hombres han sido engullidos por la completa negrura del dios y, en aquella oscuridad, han visto cosas espantosas. Conozco —la áspera voz se extinguió en un murmullo— cosas tan espantosas que harían gritar a un hombre hasta quedarse ronco y no volver a hablar jamás, como no fuese entre susurros…

Los ojos de Smith hicieron una seña a los de Yarol. El ronco murmullo prosiguió tras un instante.

—Como acabo de contarles, los antiguos dioses no han muerto del todo. No podían morir de la manera en que nosotros entendemos la muerte: procedían de golfos demasiado lejanos en el más allá para conocer la muerte o la vida como nosotros. Venían de tan lejos que para hacérsenos visibles tuvieron que tomar una forma visible para la humanidad, encarnarse en un cuerpo material a través del cual, como de una puerta, pudieran salir y llegar a los cuerpos y mentes de los hombres. Poco importa ahora la forma que escogieron… Tampoco la conozco. Era la de algo material que se convirtió en polvo hace tanto tiempo que la mera memoria de su forma se ha desvanecido de la mente de los hombres. Pero aquel polvo aún existe. ¿Me escuchan? ¡Aquel polvo de lo que antaño fue el primero y más grande de los dioses aún existe! Era lo que buscaban esos hombres. Fue lo que encontraron y lo que les hizo huir debido al letal terror de lo que vieron. Ustedes parecen hechos de pasta más dura. ¿Querrían proseguir la investigación donde ellos la dejaron?

Sobre la mesa, la pálida mirada de Smith se encontró con la oscura de Yarol. El silencio quedó suspendido entre ambos durante un instante. Después, Smith dijo:

—¿Alguna objeción a que tengamos una pequeña charla con esos dos hombres?

—Ninguna, en absoluto —contestó rápidamente el ronco susurro—. Vayan, si quieren.

Smith se levantó, sin añadir nada más. Sin hacer ruido, Yarol desplazó hacia atrás su silla y le siguió. Ambos echaron a andar con la peculiar cadencia de los hombres del espacio y se sentaron en las sillas que había enfrente de los dos hombres que se apretujaban el uno contra el otro.

El efecto fue sorprendente. El terrestre se convulsionó con un sobresalto y volvió un rostro descompuesto, de elocuente alarma, hacia quien le había asustado. El hombre de las Tierras Áridas dejó de mirar fijamente el rostro de Smith para detenerse en el de Yarol, mudo de terror. Ninguno de los dos habló.

—¿Conocéis a ese tipo de ahí? —preguntó Smith, sin más preámbulos, señalando con la cabeza hacia la mesa que habían dejado.

Tras un momento de duda, las dos cabezas se volvieron al unísono. Cuando recobraron su posición anterior, el terror del terrestre dio paso a una comprensión tan clara como la luz del día. Y, desde el fondo de su seca garganta, dijo:

—Él… él os está contratando, ¿no?

Smith asintió. El rostro del terrestre cedió de nuevo ante el terror, mientras exclamaba:

—No aceptéis. ¡Por el amor de Dios, no tenéis ni idea!

—¿De qué?

El hombre recorrió con una mirada furtiva el local y se humedeció los labios, inseguro. Una curiosa mezcla de emociones confusas se reflejó en su rostro.

—Es peligroso… —musitó—. Mejor será que lo dejéis ahora. Os lo digo por experiencia.

—¿Qué sucedió?

El terrestre acercó una mano temblorosa a la botella de segir y se sirvió un vaso lleno hasta arriba. Se lo bebió antes de hablar, y la incoherencia de su discurso hubo que atribuirla a los vasos que lo habían precedido.

—Nos dirigimos hacia las montañas polares, donde él dijo. Pasaron semanas… hacía frío. Las noches son muy oscuras allí…, muy oscuras. Entramos en la cueva que pasa por el interior de la montaña… hasta bastante dentro… Después nos quedamos sin luz… Llevábamos baterías recién cargadas y las nuevas linternas especiales Tomlinson, pero se apagaron como si fuesen velas, y en la oscuridad…, en la oscuridad llegó esa cosa blanca…

En aquel punto sufrió un tremendo espasmo. Alargó unas manos temblorosas hacia la botella de segir y se sirvió otro vaso. Sus labios chocaron contra el borde mientras bebía. Después dejó el vaso con un golpe y dijo violentamente:

—Eso es todo. Nos fuimos. No recuerdo nada respecto a cómo salimos… Sólo que permanecimos en las Tierras Salobres durante largo tiempo, muriéndonos de hambre y de frío. Nuestras provisiones comenzaron a escasear… Si no hubiera sido por él —y señaló con la cabeza hacia el otro extremo de la mesa— ambos hubiésemos muerto. No sé cómo lo conseguimos finalmente, pero salimos. ¿Comprendéis? ¡Se acabó! Nadie podría pagarnos lo suficiente para que volviésemos allí… Ya hemos visto demasiado. Allí hay algo que te da dolor de cabeza. Lo vimos… Olvídalo. Pero…

Hizo una seña a Smith para que se acercase más a él, y su voz se convirtió en un susurro. Los ojos giraban en sus órbitas, por el miedo.

—Va tras nosotros. No me preguntes el qué… No lo sé. Pero… lo siento en la oscuridad, esperando…, esperando en la oscuridad…

La voz se convirtió en un murmullo y él cogió de nuevo la botella de segir.

—Ahora está aquí, esperando, si las luces se apagasen, esperando, no hay que dejar que se apaguen. Más segir…

La botella chocó contra el borde del vaso, y la voz se perdió entre balbuceos de borracho.

Smith empujó hacia atrás su silla e hizo una seña a Yarol. Los dos que estaban sentados no parecieron enterarse de su partida. El de las Tierras Áridas agarraba, a su vez, la botella de segir y vertía su contenido en un vaso sin mirarlo, volviendo la aprensiva mirada de su único ojo por encima de un hombro.

Smith puso una mano encima del hombro de su compañero y le condujo hacia la barra del bar, a través de la sala. Yarol miró ceñudo al tabernero que se les acercaba y sugirió:

—Supongamos que le pedimos un adelanto para unos tragos.

—¿Vamos a aceptar?

—Bueno, ¿tú qué piensas?

—Que es peligroso. Fíjate, esos dos tenían un problema mucho peor que el whisky malo. ¿Te fijaste en los ojos del terrestre?

—Sí, los ponía en blanco —asintió Yarol—. He visto a los locos hacer lo mismo.

—Yo también lo pensé. Por supuesto que estaba borracho… Probablemente no hubiera dicho las mismas barbaridades si hubiese estado sobrio… Pero por lo que aparenta, no volverá a estar sobrio hasta que se muera. No tiene sentido intentar sacarle nada más. Y el otro…, ¿has intentado alguna vez sacarle algo a un marciano de las Tierras Áridas? ¿Incluso a uno sobrio?

Yarol se encogió elocuentemente de hombros.

—Ya veo. Si nos metemos en esto, lo haremos a ciegas. No sacaremos nada más de esos borrachos. Pero lo cierto es que algo los ha asustado.

—Sí —dijo Smith—, y me gustaría conocer más de este asunto. Polvo de los dioses… y todo eso. Interesante. ¿Qué será exactamente lo que esté buscando con ese polvo?

—¿Te has creído ese cuento?

—No lo sé… En más de una ocasión he descubierto alguna cosa rara aquí y allá. Él se comporta como si estuviera medio chiflado, desde luego, pero… Bueno, estoy seguro de que esos tipos de ahí encontraron algo fuera de lo corriente, y eso que no llegaron hasta el final.

—Bueno, si nos paga un trago le diré que aceptamos el trabajo —dijo Yarol—. Prefiero morir de miedo más tarde que ahora de sed. ¿Qué dices?

—Me parece bien —dijo Smith—. Yo también tengo sed.

El hombrecillo los miró esperanzado cuando se volvieron a sentar a la mesa.

—Si podemos llegar a un acuerdo —dijo Smith—, aceptaremos. Y si usted puede darnos alguna idea de lo que estamos buscando, y por qué.

—El polvo de Pharol —dijo, impaciente, la voz ronca—. Ya se lo he dicho.

—¿Qué quiere hacer con él?

A través de la mesa, los ojillos brillantes observaron fijamente y de modo sospechoso la tranquila mirada de Smith.

—¿En qué les concierne eso a ustedes?

—Estamos arriesgando nuestros cuellos por ello, ¿o no?

Nuevamente, los ojillos brillantes se sumergieron en los del terrestre. La voz áspera se hizo más tenue, el mismísimo eco de un susurro, y dijo, con cautela:

—Entonces se lo contaré. Después de todo, ¿por qué no? Ustedes no sabrían cómo usarlo… No tiene valor para nadie, excepto para mí. Pongan atención. Ya les conté cómo los tres se encarnaron en una forma material para usarla como puerta y poder llegar, a través de ella, hasta la humanidad. Tuvieron que hacerlo, pero era una puerta que se abría en los dos sentidos… A través de ella, si se atrevía, el hombre podía llegar hasta los tres. Nadie se atrevió por aquellos días… La potencia del otro lado era demasiado terrible. Hubiera sido como caminar por una puerta que condujese derecho hacia el infierno. Pero el tiempo ha pasado desde entonces. Los dioses se han retirado de los dominios de la humanidad a otros más lejanos. El terror que era Pharol sólo es un eco en un mundo olvidadizo. El espíritu del dios se ha ido…, pero no del todo. Mientras quede algún resto de la forma que antaño encarnara Pharol, éste existirá y se podrá llegar a él. Pues el hombre que se atreva a coger con sus manos aquel polvo y que conozca los ritos y fórmulas requeridas, dispondrá de todo el conocimiento y todo el poder, que se abrirán ante él como un libro. ¡Esclavizar a un dios!

El ronco susurro había ido in crescendo; las luces del fanatismo se encendieron en los brillantes ojillos. Ya se había olvidado completamente de ellos… Su mirada penetrante miraba fijamente algún futuro resplandeciente y sus manos que estaban sobre la mesa se crisparon hasta que los nudillos se le quedaron blancos.

Smith y Yarol intercambiaron miradas de duda. Obviamente, el hombre estaba loco…

—Cincuenta mil dólares a su cuenta en cualquier banco que elijan —la voz ronca, básicamente cuerda, disipó repentinamente cualquier duda—. Por supuesto, todos los gastos corren por mi cuenta. Les entregaré mapas y les contaré todo lo que sé respecto a cómo llegar hasta allí. ¿Cuándo pueden partir?

Smith hizo una mueca. El individuo podía estar tocado, pero, por cincuenta mil dólares de la Tierra, Smith hubiera asaltado las puertas del infierno, aunque se lo hubiese pedido cualquier loco.

—Ahora mismo —dijo lacónicamente—. Vámonos.

3

Hacia el norte, sobre la gran curva de Marte, la lava roja, el polvo rojo y la vegetación rojiza de la llanura, las Tierras Áridas dan paso a las Tierras Salobres de alrededor del Polo. Allí crecen la maleza y una hierba rala y áspera. La nieve que cae de noche perdura a lo largo del frío y menguado día, entre las ásperas raíces de la hierba y sobre los montículos del árido suelo salado.

—De todas las regiones olvidadas de Dios —dijo Northwest Smith, mirando desde su asiento de piloto las tierras grises que se deslizaban rápidamente bajo su veloz aeronave—, ésta debe ser la peor. Antes preferiría vivir en la Luna o en uno de los asteroides.

Yarol se llevó a los labios la botella de segir e indujo un elocuente gorgoteo en sus profundidades.

—El llevar cinco días volando sobre este paisaje daría escalofríos a cualquiera —comentó—. Nunca había pensado que me alegraría de ver una cordillera tan fea como ésa, pero ahora me parece el paraíso —y señaló hacia las laderas negras y accidentadas de las montañas polares que marcaban el fin de su viaje, en lo que concernía al vuelo; a pesar de su gran antigüedad, sus cimas eran tan aguzadas y accidentadas como las montañas recientes de un mundo en formación.

Smith posó la aeronave al pie de la negras pendientes. Allí se veía una hendidura triangular con una franja blanca en uno de sus lados, una señal que había estado buscando. El aparato se deslizó lentamente en el abrigo para quedar protegido bajo la roca en saliente. A partir de allí tendrían que avanzar entre montañas, a pie y en condiciones penosas. No había ningún otro lugar para aterrizar más cerca de su objetivo que aquél. Sin embargo, la distancia que tendrían que recorrer no era muy grande.

Ambos salieron del vehículo, entumecidos. Smith estiró sus largas piernas y olfateó el aire. Era atrozmente frío e impregnado de aquel indecible aroma a sal seca de mares muertos desde hacía eones que no se encuentra en ninguna parte del universo conocido, salvo en las Tierras Salobres del norte de Marte. Miró las montañas con incertidumbre. Sabía que, a partir de allí, desde sus primeras estribaciones, se extendían, melladas, negras y mortales, hasta el mismísimo Polo. Durante el breve invierno marciano las cubría una espesa capa de nieve, no hollada por ninguna pisada, hasta que se fundía en los canales, excavando arroyuelos cada vez más profundos en las cumbres ya labradas.

Antiguamente, hacía mucho, muchísimo tiempo, como dijera entre susurros el hombrecillo fanático, Marte había sido un mundo de verdor. Los mares se extendían por allí, chapoteando a los pies de montañas menos agrestes. Y sobre las pendientes de aquellas colinas donde se levantó una poderosa ciudad, una ciudad sin nombre que aún pervivía en el recuerdo de las actuales generaciones de los hombres, brillaba desde un lugar en los cielos, ya vacío, una estrella sin nombre: el Planeta Perdido. Sus habitantes debieron haber visto la catástrofe que barrió a su planeta hermano de la faz del cielo. Y si el hombrecillo estaba en lo cierto, los dioses de aquel Planeta Perdido se habían salvado de la catástrofe proyectándose a través del vacío hasta una morada en aquella ciudad de las montañas, que tan grandemente los honraba, y que en la actualidad ya no era, siquiera, un recuerdo.

Y el tiempo pasó, como decía la narración. La ciudad envejeció, los dioses envejecieron, el planeta envejeció. Finalmente, en alguna terrible catástrofe, el planeta se levantó por debajo de los cimientos de la ciudad, las montañas se derrumbaron sobre ella, convirtiéndola en ruinas, y se plegaron sobre sí mismas, adoptando nuevas formas, más espantosas. Los mares se retiraron, el fértil suelo dio paso a las rocas y el tiempo devoró incluso el recuerdo de que, en una ocasión, aquella ciudad había sido la morada de los dioses…, que aún lo era, como les refiriera el ronco murmullo.

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