Northwest Smith (13 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

Y justo cuando estaba comenzando a creer que la escalera se hundía más y más en el negrísimo y salado corazón del planeta, llegaron abruptamente al fondo. Una delgada y resplandeciente reja floreada clausuraba la escalera, al comienzo de una galería, y los pies de la joven se dirigieron hacia ella sin dudarlo, para recorrer su sombría longitud. Los pálidos ojos de Smith, que escrutaban la penumbra, no encontraron rastros de otra presencia vital que la de ellos; sin embargo había ojos que le miraban… De eso estaba seguro.

Bajaron por el negro corredor hasta una puerta de metal labrado, cuyos barrotes se hundían profundamente en los muros de piedra. Ella la franqueó, con Smith pegado a sus talones y escrutando la oscuridad con ojos rápidos e inquietos como los de un animal salvaje, alerta en una jungla extraña. Y más allá de la gran puerta, otra, con espesas cortinas negras, cerraba la galería. De algún modo, Smith presintió que habían llegado a su destino. En ningún momento, a lo largo de todo aquel viaje, había tenido otra opción que seguir los pasos decididos e impredecibles de Vaudir. Las verjas habían cerrado todas las salidas posibles. Pero tenía su pistola…

Las manos de ella se recortaron blancas contra el terciopelo cuando apartó a un lado las cortinas. Durante un instante apareció tremendamente radiante —toda ella verde, oro y blanco— contra la negrura. Después pasó entre ellas, y sus pliegues la rodearon, la luz de una vela extinguiéndose entre terciopelo negro. Smith dudó en el preciso instante de apartar las cortinas y escudriñar lo que había al otro lado.

Vio una habitación tapizada de terciopelo negro que absorbía la luz casi con avidez. Aquella luz procedía de una única lámpara que pendía del techo, justamente encima de una mesa de ébano. Iluminaba tenuemente a un hombre…, un hombre muy alto.

Permanecía sombrío bajo ella, demasiado sombrío en la oscuridad de la habitación, con la cabeza baja, mirando desde abajo de la negra línea de sus cejas. Sus ojos, en su semioculto rostro, eran pozos de negrura, y bajo sus curvadas cejas, dos resueltos destellos miraban en línea recta no a la joven, sino a Smith, oculto tras las cortinas. Apresaban sus ojos como el imán al acero. Sintió el nítido resplandor hundirse como un puñal en su cerebro, y debido a la penetrante y ardiente puñalada algo dentro de él se estremeció involuntariamente. Introdujo su pistola a través de las cortinas, pasó tranquilamente entre ellas y se detuvo para enfrentarse con ojos pálidos e impertérritos a aquella mirada afilada.

Vaudir se movió hacia delante con una rigidez mecánica que no conseguía ocultar su gracia. Era como si no existiese poder alguno capaz de suscitar en aquel cuerpo adorable otra cosa que no fuese belleza. Llegó junto al hombre y se detuvo ante él. Después, un prolongado espasmo la sacudió de pies a cabeza y cayó de rodillas, tocando el suelo con la frente.

Por encima de la dorada belleza de la joven, los ojos del hombre se encontraron con los de Smith, y su voz profunda, profunda como la de unas oscuras aguas que se movieran lentamente, dijo:

—Soy el Alendar.

—Entonces me conoces —dijo Smith, con voz tan dura como el acero en la aterciopelada penumbra.

—Tú eres Northwest Smith —dijo la tersa y profunda voz, carente de pasión—. Un proscrito del planeta Tierra. Acabas de quebrantar la ley por última vez, Northwest Smith. Los hombres no pueden llegar hasta aquí si no son invitados… y seguir vivos. Quizá hayas oído hablar…

Su voz se fundió en el silencio, paulatinamente.

La boca de Smith se curvó en una mueca lobuna, sin alegría, y alzó la mano que empuñaba la pistola. El crimen relampagueó implacable en sus ojos pálidos como el acero. Y entonces, con una brusquedad pasmosa, el mundo se disolvió a su alrededor. Un estallido de relámpagos llameó en el interior de su cabeza, danzando, girando y contrayéndose en un remolino de tinieblas hasta convertirse en dos nítidas chispas de luz… Una mirada acerada bajo unas cejas enarcadas…

Cuando la habitación se fue deteniendo a su alrededor se encontró de pie, con los brazos sin fuerza, la pistola colgando de sus dedos, un entumecimiento apático retirándose de su cuerpo. Una sonrisa siniestra curvaba levemente la boca del Alendar.

La mirada acerada se apartó casualmente de él, dejándole aturdido con un súbito vértigo, y se posó en la joven postrada en el suelo. Sus bruñidos rizos de bronce se derramaron de forma exquisita sobre la negra alfombra. El vestido verde se amoldaba suavemente a la redondez de su cuerpo, y nada en el universo habría sido tan adorable como su blancura de nata sobre el oscuro piso. Los ojos negros como un pozo la recorrieron impasibles y entonces, con su voz tersa y profunda, el Alendar preguntó, de manera sorprendente, aunque en él parecía algo natural:

—Dime, ¿tenéis jóvenes como ésta en la Tierra?

Smith sacudió la cabeza para aclarar sus ideas. Cuando consiguió responder, su voz sonó decidida, y, una vez que hubo vencido su aturdimiento, el súbito giro hacia una conversación trivial no le pareció fuera de lugar.

—Jamás vi una mujer igual en ningún sitio —dijo tranquilamente.

La mirada acerada destelló y le traspasó.

—Ella te ha contado… —dijo el Alendar—. Sabes que aquí tengo beldades que opacan su belleza como hace el sol con una vela. Y sin embargo…, esta Vaudir tiene algo más que belleza… Quizá lo hayas notado, ¿no?

Smith se enfrentó a la mirada interrogante buscando algún signo de burla, pero no encontró ninguno. Sin comprender a qué se refería —momentos antes, aquel hombre había puesto en peligro su vida—, prosiguió la conversación.

—Todas poseen algo más que belleza. ¿Por qué otra razón iban los reyes a comprar las jóvenes de Minga?

—Pero no… no ese encanto. Ella lo posee, pero también algo que es más sutil que la fascinación, mucho más deseable que la belleza. Tiene valor esta muchacha. Tiene inteligencia. De dónde provienen, eso no lo sé. No educo a mis mujeres para esas cosas. Pero en una ocasión, la miré en los ojos, en la galería, como ella te contó… y vi cosas más atrayentes que la belleza. La he llamado… y tú has llegado pegado a sus talones. ¿Sabes por qué? ¿Sabes por qué no moriste en la puerta exterior o en cualquier otro lugar a lo largo de las galerías, mientras efectuabas tu recorrido?

La pálida mirada de Smith se encontró con la otra, oscura e inquisitiva. La voz prosiguió.

—Porque en tus ojos… también hay cosas interesantes. Valor, tenacidad y cierto… poder, me parece. Hay intensidad en ti. Y creo que puedo encontrar algo en lo que me serás útil, terrestre.

Los ojos de Smith se entornaron levemente. Aquella conversación era tan reposada, tan corriente. Pero la muerte se estaba acercando. La sintió en el aire… Conocía de antiguo aquella sensación. La muerte… y quizá cosas aún peores. Recordó los susurros que había escuchado.

En el suelo, la joven gimió imperceptiblemente y se movió. Los impasibles y penetrantes ojos del Alendar se movieron hacia ella, mientras decía con suavidad:

—Levántate.

Y ella se levantó, titubeando, y se quedó inmóvil delante de él, con la cabeza agachada. La rigidez la había abandonado. Presa de un impulso, Smith exclamó súbitamente:

—¡Vaudir!

Ella alzó el rostro y se encontró con su mirada, y un escalofrío de horror le recorrió. Había recuperado la conciencia, pero jamás volvería a ser la misma joven asustada que había conocido. Una negra sabiduría emanaba de sus ojos, y su rostro era una máscara en tensión que cubría un horror desnudo… ¡Desnudo! Era el rostro de alguien que ha caminado a través de un infierno más negro que cualquiera de los que haya imaginado la humanidad, y ganado en él un conocimiento que el alma humana no puede asimilar, a menos de morir en el intento.

La joven le miró de frente y en silencio durante un largo momento, y luego se volvió nuevamente hacia el Alendar. Pero, poco antes de que apartase sus ojos de Smith, a éste le pareció ver en ellos una desesperada llamada de socorro…

—Ven —dijo el Alendar.

Le volvió la espalda… La mano de Smith que empuñaba la pistola tembló y volvió a caer. No, mejor sería esperar. Siempre había una oportunidad, a menos que viera que la muerte le rodeaba.

Avanzó sobre la mullida alfombra siguiendo los pasos del Alendar. La joven iba tras él, caminando despacio, con los ojos bajos, en una horrible parodia de meditación, como si se recogiese en la sabiduría que habitaba de manera tan terrible ojos adentro.

La oscura arcada en el extremo opuesto de la habitación los devoró. La luz faltó durante un instante…, un instante sin aliento, mientras la pistola de Smith se alzaba involuntariamente como una cosa viva en su mano, fútil contra la maldad invisible, y su cerebro comenzaba a dar vueltas en la completa negrura que le rodeó. Sólo duró un abrir y cerrar de ojos, y él se preguntó si había llegado a ocurrir, mientras volvía a bajar la mano que sostenía la pistola. Pero el Alendar, mirando por encima de uno de sus hombros, dijo:

—Una barrera que he colocado para guardar a mis… beldades. Una barrera mental que hubiera resultado infranqueable si no hubieses estado conmigo… Ahora lo comprendes, ¿no, mi Vaudir?

Había un guiño indescriptible en la pregunta, que inyectaba en aquella voz inhumana una nota de monstruosa humanidad.

—Lo comprendo —repitió como un eco la joven, con una voz tan hermosa e inexpresiva como una nota musical sostenida. Y el sonido de aquellas dos voces inhumanas que brotaban de los labios humanos de quienes le acompañaban lanzó un estremecido escalofrío por todos sus nervios.

Descendieron en silencio por el largo corredor. Smith caminaba sin hacer ruido con sus botas de hombre del espacio, cada una de sus fibras tensa hasta lo indecible. Se descubrió a sí mismo preguntándose, en medio de tan tensa vigilancia, si cualquier otra criatura dotada de alma humana habría recorrido antes aquel corredor…, si las asustadas jóvenes de cabellos dorados habrían seguido por él al Alendar, en medio de la negrura, o si también ellas habrían sido vaciadas de humanidad e impulsadas hacia aquel horror innombrable antes de que sus pies siguieran a su maestro a través de la barrera negra.

El pasillo conducía hacia abajo. El olor a sal se hizo más evidente, y la luz se redujo a un parpadeo en el aire. En un silencio que no era humano, prosiguieron su camino.

Poco después, el Alendar comenzó a hablar… y su voz profunda y líquida no pareció romper el silencio, pues se mezcló con él con tanta suavidad que ni siquiera suscitó un eco.

—Te estoy llevando hasta un lugar donde ningún hombre que no fuese el Alendar puso antes sus pies. Me complace preguntarme, precisamente ahora, cómo reaccionarán tus sentidos adormecidos ante lo que vas a presenciar. Estoy llegando a… a una edad —rió en voz muy baja— en que los experimentos me interesan. ¡Mira!

Los ojos de Smith se cerraron, cegados, ante una intolerable llamarada de súbita luz. En la fulgurante oscuridad de aquel instante, mientras el resplandor llameaba a través de sus párpados, le pareció que todo vibraba a su alrededor de manera inexplicable, como si la mismísima estructura de los átomos que formaban los muros se hubiese alterado. Cuando abrió los ojos se encontró en la entrada de una larga galería que resplandecía con una luminosidad suave y deliciosa. Ni siquiera se esforzó en comprender cómo había llegado hasta allí.

Se extendía esplendente ante él. Los muros, el suelo y el techo eran de piedra lustrosa. A lo largo de los muros había divanes, dispuestos a intervalos, un estanque azul rompía la uniformidad del suelo, y el aire chispeaba inexplicablemente con luz dorada. Unas figuras se estaban moviendo entre aquellas burbujas de champán…

Smith se quedó muy quieto, mirando hacia la galería. El Alendar le observaba con una sutil premonición en la mirada, y el punzante destello de sus ojos era lo suficientemente agudo para taladrar el mismísimo cerebro del terrestre. Vaudir, con la cabeza agachada, cavilaba en el negro conocimiento oculto bajo sus párpados entornados. De los tres, sólo Smith miró hacia la galería y vio lo que se movía a través del dorado esplendor del aire.

Eran mujeres. Pero podían haber sido diosas…, ángeles coronados con bucles de bronce, moviéndose despreocupadamente en medio de un cielo dorado, donde el aire chispeaba como el vino. Debía de haber una veintena de ellas, yendo y viniendo por la galería en grupos de dos y de tres, descansando sobre los divanes, bañándose en el estanque. Llevaban el vestido venusiano infinitamente gracioso con un hombro al aire y una abertura en la falda, mudos contrastes de violeta, azul y verde esmeralda, y su belleza cortaba la respiración como un mazazo. Había música en cada gesto que hacía, una gracia fluyente y armoniosa que hacía daño al corazón, por tan completa belleza.

Había creído que Vaudir era hermosa, pero lo que allí veía era una belleza tan exquisita que rayaba en el dolor. Sus voces dulces y tenues suscitaban pequeños estremecimientos de terciopelo en sus nervios y, desde la distancia, sus suaves sonidos se mezclaban tan musicalmente que hubiera podido pensarse que todas cantaban juntas. La dulzura de sus movimientos hizo que su corazón se contrajera súbitamente y la sangre se agolpase en sus oídos…

—¿Las encuentras bellas? —la voz del Alendar se mezcló con el melodioso sonido de las voces, con la misma perfección que si lo hubiese hecho con el silencio. El brillo acerado de sus ojos traspasaba fijamente la pálida mirada de Smith, mientras sonreía imperceptible, débilmente—. ¿Bellas? ¡Pues aguarda!

Avanzó por la galería, alto y muy sombrío en la luz irisada. Smith, que le seguía de cerca, viajaba en una bruma de ilusión. No ha sido dado a cualquier mortal el caminar por el cielo. Sintió el aire tan embriagador como vino, y un perfume delicioso le acarició. Las aureoladas jóvenes se apartaron a su paso, mirando mientras pasaba, con ojos muy abiertos por la sorpresa, su cuero manchado y sus pesadas botas. Vaudir caminaba tranquilamente tras él, con la cabeza agachada; las jóvenes apartaron sus miradas de ella, estremeciéndose levemente.

Entonces vio que sus rostros eran tan encantadores como sus cuerpos, enervantes y vivaces. Eran rostros felices, inconscientes de la belleza, inconscientes de cualquier otra existencia que la suya propia…, sin alma. Lo comprendió instintivamente. Allí había belleza hecha carne, física, tangible; pero lo que él había visto en el rostro de Vaudir antes, una chispa de audacia, la ternura del remordimiento de haberle llevado hasta allí, le confería a ella una superioridad indefinible sobre aquella belleza increíble, pero sin alma.

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