Estaba sobre el suelo de piedra negra donde el olvido había podido con él. Las paredes con los dibujos le rodeaban. De repente, el corazón le dio un brinco. Giró la cabeza, buscando la pared que había rezumado aquella cosa gris que entraba por una puerta que se abría al más allá. Y, tranquilizándose, de tal modo que volvió a apoyarse en el hombro de Mhici presa de súbita debilidad, vio que el Innombrable ya no se derramaba por el interior de la habitación. En cambio, aquella pared era una ruina cuarteada y calcinada, con largas coladas de piedra medio fundida. La habitación apestaba al olor sofocante de las llamas de una pistola térmica.
Volvió hacia Mhici unos ojos interrogantes, emitiendo un sonido inarticulado que procedía de las profundidades de su dolorida garganta.
—La… quemé —dijo Mhici, con un extraño sentimiento de vergüenza.
Smith volvió nuevamente la cabeza a su alrededor y contempló la pared en ruinas, y una cálida desazón le invadió. Por supuesto que, si el motivo había sido destruido, la puerta por la que podía entrar el que lleva el Nombre se había cerrado. Curiosamente, aquello no se le había ocurrido. Durante la larga lucha que había mantenido con la Cosa que compartía con él su cuerpo, había olvidado por completo que una pistola térmica se encontraba en una funda bajo su axila. En un momento comprendió por qué. Cuando se encontraba en estado incorpóreo, el tremendo poder que había rugido sobre él desde la infinita potencia que llevaba el Nombre fue tan desmesurado que el simple pensamiento de una pistola térmica le pareció demasiado fútil para detenerse a considerarlo. Pero eso Mhici no lo sabía. Jamás había sentido caer sobre él aquella ráfaga de energía ardiente. Y, de la manera más simple, con un solo disparo de su pistola, había cerrado la puerta al más allá.
Su voz seguía sonando insistente en los oídos de Smith, temblando de emoción ante lo sucedido, quebrándose de vez en cuando como suele sucederles a los hombres ya mayores. Era la primera vez que el viejo Mhici mostraba su edad.
—¿Qué sucedió? ¿Qué…, en el nombre de tu propio Dios?… No, no me lo digas. No intentes hablar. Yo… Yo… Ya me lo dirás más tarde —y después, en frases rápidas y deshilvanadas, como si hablase para ahogar el sonido de sus propios pensamientos, prosiguió—. Quizá debiera haberlo imaginado… No importa. Espero que no te hayas hecho daño. Debías estar loco, Smith. ¿Mejor ahora? Después que tú… tú… Y cuando te vi en el suelo, había…, bueno, una niebla, me parece, espesa como el fango, que salió de ti como… No puedo decir cómo. Y, de repente, enloquecí. Esa cosa gris, espantosa, que salía de la pared… No sé qué sucedió. Creo que primero disparé dentro, a lo más profundo, y después la pared se cuarteó y se fundió, y toda la masa de niebla desapareció. No sé por qué. No sé qué sucedió entonces. Debí de perder el conocimiento… al final. Ya todo acabó. No sé por qué, pero acabó… Eh, toma un poco más de segir.
Smith le miró sin verle. Una pregunta vaga rondaba por su mente respecto a por qué la Cosa que había ocupado su cuerpo lo había abandonado. Quizá Mhici había estrangulado la vida que ocupaba su cuerpo, de modo que la Cosa había tenido que huir y su propia conciencia había podido entrar sin hallar resistencia. Quizá… Renunció a seguir especulando. Estaba demasiado cansado para pensar en ello. Estaba demasiado cansado para pensar en cualquier cosa. Suspiró profundamente y cogió la botella de segir.
Northwest Smith estaba apoyado en una pila de balas envueltas en cáñamo procedentes de las Tierras Áridas, y observaba con ojos inexpresivos, más pálidos que el pálido acero, la confusión del espaciopuerto de Lakkdarol. En la claridad del día marciano, los desgarrones de sus ropas de hombre del espacio se apreciaban de manera inmisericorde, quemaduras de rayos y cortes de cien peleas accidentales. Sólo con verle, era evidente que Smith estaba pasando por una mala racha. Cualquiera hubiera adivinado, por lo raído de sus ropas, que tenía los bolsillos vacíos y que la carga de su pistola de rayos estaba baja.
Junto al desaliñado terrestre, en cuclillas y con la mirada ausente, Yarol el venusiano inclinaba su rubia cabeza sobre el puñal de sutil hoja con el que se entretenía, en uno de aquellos extraños e interminables juegos de los venusianos que tan inútiles parecen a los extranjeros. El peso del infortunio también parecía gravitar duramente sobre él. Era evidente por lo desaliñado de sus ropas y su pistolera vacía. Pero el rostro despreocupado que alzó hacia Smith fue tan irreverente como siempre y en sus sesgados ojos negros sólo apareció la mirada cansada, sagaz y puramente felina que Smith estaba acostumbrado a ver en ellos. El rostro de Yarol era el de un serafín, como el de tantos otros venusianos, ero el rictus de su boca hablaba de una disipación y una violencia desenfrenada que desmentían los rasgos armónicos de su raza.
—Otra media hora y comemos —dijo con una mueca a su compañero de elevada estatura.
Smith echó un vistazo a la triple esfera de su reloj de pulsera.
—Siempre que no hayas tenido otro sueño alucinado —dijo, con un gruñido—. Llevamos una racha tan larga de mala suerte que no acabo de creerme que vaya a cambiar ahora.
—Te lo juro por Pharol —sonrió Yarol—. El hombre en cuestión me abordó ayer por la noche en “ La Nueva Chicago ” y me explicó con pelos y señales todo el dinero que nos aguardaba si nos reuníamos con él aquí, a mediodía.
Smith rezongó nuevamente y, deliberadamente, estrechó un agujero más el cinturón que rodeaba su enflaquecida cintura. Yarol rió en voz baja, con un murmullo típicamente venusiano por lo sutil, y se agachó de nuevo para seguir jugueteando con su cuchillo. Por encima de su inclinada cabeza rubia, Smith reanudó la observación del ajetreado espaciopuerto.
Lakkdarol es un enclave terrestre en suelo marciano que reúne los elementos más violentos de ambos mundos en su corazón sin ley. La escena que contemplaba tenía matices secretos que sólo podía apreciar plenamente quien hubiera recorrido las rutas del espacio. Se mantenía cierta apariencia de disciplina, pero sólo quien hubiera viajado por el espacio conocía cuán superficial era. Smith sonrió, en parte para sí, porque sabía que las balas que estaban descargando de la nave marciana Inghti llevaban en su interior una buena cantidad de la preciada “lana de cordero” marciana, que tan elevadas tasas paga en la aduana. La última noche, mientras estaban sentados en “ La Nueva Chicago ”, contemplando sus vasos de whisky de segir, habían oído que el cargamento procedente de Denver, que debía llegar a mediodía en el Friedland, ocultaba en su interior un fuerte alijo de opio. Aquellos rumores corrían de boca en boca en las conversaciones de los viajeros interplanetarios, pero nunca de un modo directo, de modo que los proscritos del espacio siempre sabían mucho más que la gente de la Patrulla.
Smith observaba cómo un pequeño carguero, de un tamaño que, escasamente, llegaba a la cuarta parte de los monstruosos navíos de las Líneas, rodaba pesadamente fuera del hangar municipal hasta el otro extremo de la zona cuadrada. Un leve estremecimiento frunció sus cejas. La nave sólo llevaba las cifras de registro que todos los cargueros presentan a modo de identificación, pero aquella secuencia particular era notoria entre los iniciados. Se trataba de una nave dedicada al tráfico de esclavos.
El mercado de carne humana había sufrido un considerable impulso con el incremento de los viajes espaciales, cuando la tentación de tanta tribu salvaje de planetas desconocidos fue demasiado grande para quedar ignorada de los terrestres sin escrúpulos que, de repente, vieron abrirse ante ellos vastos horizontes. Pues incluso sobre la Tierra la esclavitud no había muerto del todo, y Marte y Venus ya conocían un pequeño tráfico legal antes de que John Willard y su banda de forajidos convirtieran la expresión “trata de esclavos” en anatema para los tres mundos. Tres generaciones después, los Willard aún seguían enviando sus naves piratas a lo largo de los caminos del espacio, y Smith sabía que se encontraba viendo una de ellas, a punto de descargar, para su distribución en los mercados secretos de Marte, un cargamento de miseria.
El curso de sus posteriores pensamientos sobre aquella cuestión fue interrumpido por Yarol, que, rápidamente, se levantó. Smith volvió lentamente la cabeza y vio muy cerca a un hombrecillo que ocultaba su regordeta humanidad bajo un manto largo, como el que tanto les gusta llevar a las clases más bajas de los comerciantes marcianos cuando van de viaje. Pero el rostro que les miraba desde él era innegablemente céltico. Los inexpresivos rasgos de Smith se distendieron, a su pesar, en una sonrisa mientras observaba el buen humor expansivo de aquel irlandés rollizo que llegaba de su tierra. No había puesto el pie sobre la Tierra desde hacía más de un año —el precio de la libertad era demasiado caro en su planeta natal—, y unos curiosos accesos de nostalgia le asaltaban en los momentos menos oportunos. Incluso los viajeros del espacio más encallecidos suelen sentirlos en ocasiones. Los lazos con el planeta natal de uno son fuertes.
—¿Es usted Smith? —preguntó el hombrecillo, con una voz de ricos acentos célticos.
Smith le miró durante un instante, en el silencio dominado por sus fríos ojos. Había mucho más en aquella pregunta de lo que implicaba una respuesta. El nombre de Northwest Smith era demasiado conocido en los anales de la Patrulla para que pudiese identificarse como tal sin ningún tipo de precaución. La pregunta directa del pequeño irlandés implicaba lo que había estado esperando: al reconocer como suyo aquel nombre se colocaba en el bando de los proscritos, lo que supondría que el empleo en perspectiva sería tan ilegal como había pensado.
Los alegres ojos azules chispearon al mirarle. El hombre se reía para sus adentros por la sutileza céltica con que había presentado la cuestión. Y, una vez más, los prietos labios de Smith se distendieron en una sonrisa involuntaria.
—Lo soy —dijo.
—He estado buscándole. Hay un trabajo por hacer y bien pagado, siempre que quiera arriesgarse.
Los pálidos ojos de Smith echaron una rápida mirada de desconfianza. No podía oírlos nadie. El lugar parecía tan bueno como cualquier otro para discutir acuerdos extra-legales.
—¿De qué se trata? —preguntó.
El hombrecillo bajó la mirada hacia Yarol, que había vuelto a poner una rodilla en tierra y seguía, incansable, dando vueltas a su cuchillo en los entresijos de su complicado juego. Al parecer, no había prestado atención a todo lo que se había dicho.
—Los contrataré a los dos —dijo el irlandés con su alegre voz, rica en inflexiones—. ¿Ven ese carguero que está allí? —y señaló con la cabeza la nave esclavista.
Smith asintió en silencio.
—Es una nave de Willard, como supongo que ya sabían. Pero el negocio anda muy flojo en estos días. Los cargamentos están que arden. La Patrulla vigila de cerca y los ingresos han bajado una barbaridad en el último año. Supongo que ya lo habrían oído.
Smith asintió de nuevo, sin hablar. Lo sabía.
—Bien, lo que perdemos en cantidad lo ganamos en calidad. ¿Recuerda los precios que alcanzaban las jóvenes de Minga?
El rostro de Smith se había quedado sin expresión. Lo recordaba muy bien, pero no dijo nada.
—Era tanto que, al final, los reyes podían pagar a muy duras penas los precios que les pedían por ellas. Ésa es la mejor mercancía si uno quiere dedicarse al comercio del “marfil”. Mujeres. Y ahí en donde quería llegar. ¿Han oído hablar alguna ver de Cembre?
Con los ojos en blanco, Smith negó con la cabeza. Por una vez se tropezaba con un nombre que jamás había oído mencionar en las habladurías de taberna.
—Bueno, pues en una de las lunas de Júpiter (más tarde diré cuál, si deciden aceptar), un venusiano llamado Cembre naufragó hace años. Sobrevivió de milagro y consiguió escapar; pero las pruebas por las que tuvo que pasar afectaron su juicio, y ya sólo pudo delirar respecto a las hermosas sirenas que había visto mientras vagaba a través de las junglas de aquel lugar. Nadie le hizo ningún caso hasta que volvió a repetirse lo mismo, esta vez hará cosa de un mes. Otro hombre regresó medio chiflado después de pelearse con la jungla, balbuciendo acerca de mujeres tan hermosas que un hombre podía volverse loco con sólo mirarlas.
“La cuestión es que los Willard se enteraron. Quizá todo el asunto sea tan irreal como un sueño, pero han pensado que bien vale la pena investigarlo. Y, como saben, pueden permitirse todos los caprichos que quieran. Por eso están equipando una pequeña expedición para comprobar qué puede haber de cierto en el mito de las sirenas de Cembre. Si desean investigarlo, están contratados.
Una mirada de Smith, cargada de prudencia, se cruzó de soslayo con la oscura de Yarol, que acababa de alzar la cabeza. Ninguno habló.
—Quizá quieran discutirlo —dijo el pequeño irlandés, con tono comprensivo—. Supongamos que al ponerse el sol se encuentran conmigo en “ La Nueva Chicago ” y que me dicen lo que han decidido.
—Me parece bien —rezongó Smith.
El rollizo celta esbozó una mueca y se fue, en un remolino de manto negro y un relámpago de alegría irlandesa.
—Tiene sangre fría ese diablillo —murmuró Smith, viendo cómo se alejaba el terrestre—. Es un negocio sucio, Yarol.
—El dinero siempre es limpio —observó con ligereza Yarol—. No soy hombre que deje que los escrúpulos le impidan comer. Digo que aceptemos. Ya que alguien tiene que ir, ¿por qué no vamos nosotros?
Smith se encogió de hombros.
—Hay que comer —admitió.
—Ahí tenemos —murmuró Yarol, mientras contemplaba apoyándose sobre manos y pies en la portilla de la nave espacial— el infierno más endiablado que jamás hubiera esperado ver.
La nave estaba describiendo una larga curva alrededor de la luna de Júpiter, mientras su piloto frenaba lentamente para aterrizar y un panorama de jungla voraz desfilaba en medio de la inalterada espesura que se abría bajo la portilla.
Su presencia en aquel lugar, mientras pasaban rozando la atmósfera externa del pequeño satélite selvático, suponía el fin de su largo viaje, el más placentero que jamás hubieran realizado. La organización Willard era perfecta en los tres planetas, en sus satélites colonizados y en las naves a su servicio que recorrían el espacio. Aquella primorosa navecilla de exploración, con su tripulación de tres traficantes de esclavos, hoscos y zafios, les esperaba cuando salieron de Lakkdarol. Estaba provista de víveres y de todos los accesorios que pudiera desear el aventurero más al día. Incluso disponía de una prisión de paredes acolchadas para las hipotéticas sirenas que, si el viaje tenía éxito, debían ser llevadas para que la organización Willard les diese el visto bueno antes de distribuirlas en sus mercados.