Northwest Smith (25 page)

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Authors: Catherine Moore

Tags: #Ciencia ficción,Fantasía

No intercambiaron más palabras hasta que llegaron a un edificio bajo de piedra, tras caminar durante diez minutos a lo largo del Lakklan. Ella llamó con una cadencia rápida y acompasada, y la pesada puerta se abrió a la penumbra. La blanca mano desnuda que cogía del brazo a Smith le instó a entrar.

Un criado silencioso se llevó su abrigo y el gorro de pieles. Sin llamar la atención deslizó en el interior de su chaqueta de cuero la pistola que había llevado en el bolsillo derecho del abrigo mientras caminaba por la calle. En todo aquel tiempo no había dejado de acariciarla. Después siguió a la mujer, aún cubierta con sus pieles, a lo largo de una pequeña galería y a través de un arco bajo, que le obligó a agachar la cabeza. La habitación donde entraron era antigua, de tiempos inmemoriales, y decorada en el inmutable estilo marciano. Sobre el oscuro piso de piedra, desgastado por los pies de incontables generaciones, yacían pieles de diferentes fieras de las Tierras Salobres y otras más gruesas de animales polares. Las paredes de piedra estaban grabadas con esos símbolos misteriosos e inevitables que en la actualidad no son más que dibujos misteriosos, aunque a lo largo de un millón de años estuvieran cargados de profundo significado. Ninguna casa marciana, vieja o nueva, carece de ellos, aunque ningún marciano actual conozca su significado.

Debían de estar relacionados, de alguna manera remota, con el sombrío y frío culto de la extraña religión que antaño gobernó Marte y que aún pervive en el corazón de todo marciano auténtico, aunque sus santuarios sean secretos y sus sacerdotes hayan caído en descrédito. Quizá esos símbolos, si se pudieran descifrar, revelarían el nombre del frío dios a quien los marcianos aún veneran en su sanctasanctórum, aunque jamás pronuncien su nombre.

Toda la habitación olía a fragancias, un tanto misteriosas, de los aromáticos humos de braseros dispuestos a intervalos regulares a lo largo de su irregular contorno; el techo bajo obligaba al humo a adensarse, formando estratos en el aire pesado y dulzón.

—Sentémonos —murmuró la mujer desde las profundidades de su capucha.

Smith miró a su alrededor, incómodo. La habitación estaba amueblada en el suntuoso estilo marciano que cuadra tan mal con las adustas características de aquel pueblo. Escogió el diván que parecía menos voluptuoso y se sentó en él, mirando a la mujer por el rabillo del ojo mientras lo hacía.

Ella se había apartado ligeramente de su lado y se estaba despojando lentamente de sus pieles. Después, con un único movimiento, lleno de gracia, echó hacia atrás la capucha.

Smith contuvo involuntariamente la respiración, y un ligero escalofrío le recorrió parecido al que, en la calle, había alterado su natural porte de acero. No estaba seguro de si lo que sentía con toda su alma era admiración o disgusto. Y eso a pesar de aquella belleza, capaz de quitar la respiración. Se quedó mirándola sin pestañear.

Sí, era venusiana. Sólo en aquel planeta sin sol, bañado en brumas, se criaban mujeres como ella, blancas como la leche. Era voluptuosamente esbelta, a la paradójica manera de las venusianas, y las dulces y firmes curvas que se apreciaban bajo el terciopelo de su vestido, de un profundo carmesí, la ceñía estrechamente, a la tradicional manera venusiana, dejando desnudos un brazo y un hombro blanquísimos, con una hendidura en la falda, de modo que, a cada paso, su muslo blanco como la leche relucía por ella. Unas densas pestañas velaban sus ojos cuando se volvió hacia él. Inconfundiblemente, exquisitamente, era una venusiana, y, de pies a cabeza, tan hermosa que, aun a su pesar, el pulso de Smith se aceleró.

Se inclinó hacia delante, con la mirada ansiosamente fija en su rostro. Era de una belleza sin tacha, de largos ojos sutilmente rasgados; los ángulos de sus pómulos y de su mentón hablaban elocuentemente de la belleza que subyacía en los huesos recubiertos por su dulce carne blanca, de modo que hasta su cráneo debía ser hermoso. Con una leve alteración de su respiración, Smith tuvo que reconocer que era la mujer que había supuesto. No había confusión posible en la gorjeante riqueza de su voz. Pero… la miró más de cerca y se preguntó si, realmente, no distinguía un matiz… anormal… en aquel rostro de tan delicioso color. Y, por un momento, su mente retrocedió en el tiempo, recordando.

Pocos años antes, Judai de Venus había sido la sensación de los tres planetas. Su belleza capaz de retorcerle a uno el corazón, su voz que arrullaba como una paloma, su esplendente encanto habían cautivado los corazones de todos los que la habían oído cantar. Incluso la conocían en los lejanos puestos fronterizos de la civilización. Aquella voz gorjeante y llena de colorido había resonado sobre las lunas de Júpiter y enviado las cadencias de “Noche sin estrellas” a lo largo de las desnudas rocas de los asteroides y a través de las tinieblas del espacio.

Y después desapareció. Durante algún tiempo, los hombres se preguntaron el motivo. Hubo investigaciones y un escándalo considerable, pero nadie volvió a verla. Ya hacía mucho de eso. Nadie había vuelto a cantar “Noche sin estrellas”, y era la voz de una joven nacida en la Tierra, Rose Robertson, la que resonaba en todo el sistema solar para cantar la siempre célebre canción “Las verdes colinas de la Tierra ”. Judai llevaba años olvidada.

Smith la reconoció en cuanto vio aquel rostro de pómulos altos y tez sonrosada. Había adivinado, incluso antes de verla, que era imposible que dos mujeres de la misma generación pudieran hablar con una voz tan rica en matices, tan acariciantemente dulce. Sin embargo, había algo extraño y diferente en la riqueza de aquellos tonos melodiosos; algo fuera de lugar, aunque difícil de definir, en su rostro inolvidable; algo que suscitó en él un sentimiento de desagrado al primer atisbo que tuvo de su belleza.

Sí, sus oídos y sus ojos le decían que era Judai, pero ese infalible instinto animal que con tanta frecuencia le había salvado con advertencias siempre sutiles, le decía con la certeza de siempre que no era…, que no podía serlo. ¿Cómo iba a cometer Judai, precisamente entre todas las mujeres, unos errores de intuición tan grandes? Sintiéndose un poco aturdido, se arrellanó en el asiento y esperó.

Ella se deslizó sobre el piso, hasta llegar a su lado. La ondulación sutilmente provocadora de su cuerpo mientras se movía era típicamente venusiana. Se sentó en el diván y dejó que su cuerpo rozase el suyo, con un contacto que le hizo estremecerse involuntariamente, aunque se apartara. No, Judai jamás habría hecho eso. Ella hubiera debido saberlo.

—Me conoces…, ¿verdad? —inquirió, con voz cargada de murmullos.

—Jamás no habíamos visto antes —contestó él, sin querer comprometerse.

—Pero conoces a Judai. Te acuerdas de ella. Lo he visto en tus ojos. Debes guardar mi secreto, Northwest Smith. ¿Puedo confiar en ti?

—Eso… depende —su voz era adusta.

—Aquella noche me fui de Nueva York porque algo que era más fuerte que yo me llamó. No, no era amor. Era más fuerte que el amor, Northwest Smith, y no pude resistirme a ello.

Había una sutil nota de diversión en la voz, como si estuviera contando alguna broma secreta que sólo ella comprendía. Smith se apartó ligeramente de su lado.

—Llevo buscando desde hace mucho —prosiguió con esa voz rica en bajas entonaciones— un hombre como tú…, un hombre en el que se pueda confiar para una misión peligrosa —e hizo un pausa.

—¿De qué se trata?

—En Righa hay un hombre que tiene algo que yo deseo enormemente. Vive en el Lakklan, al lado de un establecimiento llamado “ La Posada del Viajero Espacial”.

Hizo una nueva pausa. Smith conocía bien el lugar, un sombrío tugurio de techos bajos, donde se reunían los individuos más sospechosos y de menos escrúpulos que estaban de paso en Righa. “ La Posada del Viajero Espacial” era propiedad de un viejo marciano de las Tierras Áridas, de sonrisa de tiburón y piel correosa llamado Mhici, de quien se decía que tenía mucha mano izquierda con las autoridades de Righa. Y así era, pues uno podía echar un trago en “ La Posada del Viajero Espacial” con cierta seguridad, sin peligro ni interrupciones. Conocía bien a Mhici. Volvió un ojo levemente interrogador hacia Judai, esperando que prosiguiera.

Ella había bajado los ojos pero debió de sentir su mirada, porque, al momento, prosiguió su narración, sin levantar las pestañas.

—No conozco su nombre, pero es de Marte, de los Canales, y su rostro se halla surcado por una profunda cicatriz que cruza sus mejillas. Esconde lo que yo busco en una pequeña arqueta de marfil, esculpida según la tradición de las Tierras Áridas. Si me la traes, tú mismo podrás fijar la recompensa.

A su pesar, los pálidos ojos de Smith se volvieron un vez más hacia la mujer que se sentaba a su lado. Se preguntó rápidamente por qué le molestaba incluso mirarla, ya que cuanto más miraba aquel rostro exquisitamente sonrosado más adorable le parecía. Observó que aún seguía con la mirada baja, las espesas cejas rozando sus mejillas. Ella asintió sin mirarle cuando preguntó:

—¿Cualquier precio que fije?

—En dinero, joyas o… lo que quieras.

—Diez mil dólares de oro a mi nombre en el Gran Banco de Lakkjourna, confirmados por visiófono cuando te entregue la arqueta.

Si estaba esperando que un relámpago de desagrado cruzase su rostro por tanta desconfianza, debió de sentirse frustrado. Ella cimbreó su cuerpo con un simple movimiento deslizante y se quedó inmóvil. Con mucha dulzura, sin alzar la mirada, dijo:

—De acuerdo, entonces. Te esperaré mañana, aquí mismo y a la misma hora.

Su voz concluyó con una nota final de despedida. Smith echó un vistazo a su rostro, y lo que vio le hizo levantarse con un movimiento involuntario y mirar sin disimulo. La joven se iba quedando inmóvil, con los ojos entornados, y todo signo de vida y de seducción comenzaba a desaparecer de su rostro. Sin comprenderlo, observó cómo su humanidad fluía de ella, como si un resplandor interior que la animase se fuese apagando, dejando una cáscara de carne suave e inanimada donde la radiante Judai estuviera minutos antes.

Un desagradable escalofrío le bajó por la espalda mientras la miraba. Miró con incertidumbre hacia la puerta, sintiendo con más fuerza que nunca la inexplicable repulsión contra algo fuera de lugar que no podía comprender. Mientras dudaba, un “¡Vete, vete!”, dicho en tono de impaciencia, llegó a sus oídos, proveniente de unos labios que apenas se movían. Y, con una prisa casi ridícula, se fue hacia la salida. La última mirada que lanzó al otro lado de la puerta que se cerraba le mostró una Judai que seguía silenciosa en el lugar donde la había dejado, una figura inmóvil recortándose en blanco y escarlata contra el dibujo inmemorial de la pared del fondo. Y tuvo la curiosa impresión de que una tenue niebla gris velaba su cuerpo con un nimbo que se iba extendiendo rápidamente y que era inexplicablemente desagradable.

Cuando salió a la calle había comenzado a anochecer. Un criado envuelto en sombras le entregó su abrigo, y Smith se fue con tanta rapidez que aún se peleaba con sus mangas cuando cruzaba el arco bajo de la puerta y aspiraba con alivio consciente una bocanada del punzante aire helado. No podía explicarse la extraña repulsión que Judai y su casa habían suscitado en él, pero se sentía muy contento de haberlas dejado atrás y encontrarse de nuevo en la calle.

Se acomodó confortablemente en la cálida prenda de piel y cruzó a grandes pasos el Lakklan. Se dirigía a “ La Posada del Viajero Espacial”. El viejo Mhici, siempre que Smith se lo encontrase de buen talante y lo abordase por los usuales senderos indirectos, podía tener alguna información que darle sobre la bella cantante desparecida y su extraña casa…, así como del crédito que poseía en el Gran Banco de Lakkjourna. Smith tenía pocos motivos para dudar de su riqueza, pero no quería correr riesgos innecesarios.

“ La Posada del Viajero Espacial” estaba llena de gente. A través del laberinto de mesas, Smith se abrió paso hacia la larga barra al final de la sala, pasando entre la muchedumbre de individuos con aspecto de duros, cuya amplia diversidad de razas suponía una escasa diferencia para la curiosa similaridad de expresión que podía ver en cada no de sus rostros. Estaban inmóviles y ojo avizor, con el aire indefinido de quienes viven de su inteligencia y de sus pistolas. La parte del local que tenía el techo más bajo estaba llena del humo acre del nuari que fumaban casi todos sus parroquianos, lo que venía a poner en evidencia que el establecimiento de Mhici era considerado seguro, ya que el nuari es una especie de opiáceo.

El viejo Mhici en persona avanzó ante la muda llamada de la pálida mirada de Smith, cuando éste le localizó en medio de la muchedumbre que se agolpaba en el bar. El terrestre pidió un rojo whisky de segir, que no se tomó inmediatamente.

—No conozco a nadie —dijo en el idioma de las Tierras Áridas. Era una mentira flagrante, pero llena de significado. Porque las viejas costumbres de hospitalidad de los Tierras Salobres exigen que el propietario se tome una copa con cualquier extranjero que llegue a su bar. Era un recuerdo de los días en que los extranjeros eran escasos en las Tierras Salobres, y no solía ser invocado en ciudades populosas como Righa, pero Mhici lo conocía. No dijo nada, se limitó a coger por el cuello la negra botella de segir venusiano y condujo a Smith hacia una mesa que se había quedado vacía en un rincón.

Cuando se sentaron, después de que Mhici se hubo servido un vaso, Smith paladeó un buen trago del whisky rojo y comenzó a silbar los acordes iniciales de “Noche sin estrellas”, mientras observaba atentamente los llamativos rasgos del viejo y curtido marciano de las Tierras Áridas. Mhici enarcó una de sus cejas. En otro hombre aquello hubiera significado una expresión de sorpresa.

—Las noches sin estrellas —observó— están llenas de peligros, Smith.

—Y, en ocasiones, también de placeres, ¿eh?

—¡Uh! No en esta ocasión.

—¿No?

—No. Y cuando hay algo que no comprendo, me quedo al margen.

—También te intriga, ¿eh?

—Profundamente. ¿Qué sucedió?

Smith se lo contó rápidamente. Sabía que no confiar en un marciano de las Tierras Áridas era algo proverbial, pero estimaba que el viejo Mhici era la excepción. Y gracias a la voluntad que demostró el viejo individuo en llegar hasta donde él quería con un mínimo de repeticiones y circunloquios, comprendió que debía sentirse muy turbado por la presencia en Righa de Judai. Al viejo Mhici se le escapaban muy pocas cosas, y si se sentía intrigado por esa presencia, entonces las propias reacciones extrañas de Smith ante la belleza venusiana no habían sido injustificadas.

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