El símbolo, como decían los rumores, era un talismán de la antigua religión, utilizado en el culto del dios sin nombre en las eras anteriores al descrédito que condenó a dicho culto a la clandestinidad… Un objeto de terrible poder para cualquier ser viviente que supiera cómo usarlo. Se decía que estaba guardado en un escondrijo inviolable, en una de las ciudades de los Canales. Entonces comprendió el terror que debió soportar el hombre de los Canales de la cara marcada, y supo por qué no se atrevió a enfrentarse con las consecuencias de su propio robo. Los sacerdotes del Nombre inspiraban un enorme terror por lo oscuro de su ministerio.
Jamás conocería la historia que se encontraba detrás del robo. Ya era demasiado terrible que la Cosa se hubiera hecho con tan inapreciable talismán. Gracias a sus propios esfuerzos, aquel símbolo inmemorial había caído en las únicas manos que sabrían cómo utilizarlo: paradójicamente, las manos que una vez habían sido suyas. Sin poder hacer nada, siguió mirando.
Sus propios dedos cogieron la figura con familiaridad. No tendría más de doce pulgadas de largo, un objeto de curvas y arcos sutiles. De repente supo lo que significaba. De la nebulosa y extraña mente que ocupaba el lugar de la suya obtuvo la certeza de que el talismán había sido tallado con la forma que adoptaba la escritura del Nombre: aquella palabra impronunciable cristalizada en un metal innombrable. La Cosa lo manejaba con una especie de respeto inhumano.
Se vio a sí mismo girando lentamente, como si intentase orientar su propio cuerpo con algún punto desconocido que se hallaba a inconmensurable distancia. Alzó la mano con que cogía el símbolo. La habitación se llenó de una solemnidad impresionante, de un silencio opresivo, como si el momento largamente esperado, cargado de sobrecogimiento y portento, se hubiera finalmente alcanzado. Lentamente, con pasos cortos, el cuerpo que había perdido se dirigió hacia la pared de la derecha, llevando por delante el símbolo fuertemente cogido.
Se detuvo ante la pared cubierta con los adornos entrelazados, y, con un gesto lleno de lentitud ritual, alzó el talismán y apoyó su extremo redondeado en el símbolo idéntico que había sobre la pared, la imagen grabada del Nombre. Desde aquel punto movió el talismán a uno y otro lado, como si con él dibujase en la pared una curva invisible. Mientras observaba cómo se deslizaba el extremo, Smith comenzó a comprender lo que ocurría. De manera invisible, al ir siguiendo las líneas de los símbolos de la pared, el talismán de metal forjado estaba escribiendo aquel nombre. Su ritual estaba cargado con una sensación de profundo terror y de portento indecible que le hicieron estremecerse de pánico. ¿Qué significaba todo aquello?
Helado por un estremecimiento premonitorio, aunque incorpóreo, siguió el rito hasta el final. El talismán recorrió sobre la pared los últimos trazos de aquel dibujo, que contenía un espacio lleno de adornos de unos seis pies cuadrados. Entonces, su alta silueta blandió el símbolo de metal como alguien que se prepara a dar la bienvenida a quien va a aparecer por una puerta abierta, y se arrodilló ante el símbolo que había dibujado.
Durante un minuto —o dos— no sucedió nada. Luego a Smith, que no había dejado de mirar a la pared, le pareció distinguir los contornos del símbolo que había trazado. De algún modo, resaltaba entre los demás dibujos. En cierta forma comenzaba a difundirse una grisura en el interior del contorno que había trazado con sus propias manos, una neblina que iba espesándose y haciéndose cada vez más evidente, hasta que ya no pudo ver los motivos contenidos dentro de sus límites, y un símbolo grande y brumoso se recortó en la pared.
No lo comprendió de repente. Observó cómo la grisura iba haciéndose más densa a cada momento que pasaba, pero no supo a qué era debida hasta que una larga voluta de niebla penetró indolentemente en la habitación, y la grisura comenzó a brotar de sus contornos y a retorcerse y agitarse como si la pared hubiera comenzado a arder. Y llegando de muy lejos, a través de vacíos inconmensurables, sintió la primera manifestación, aún débil, de un poder tan grande que le permitió comprender en un instante todo el horror de lo que veía.
El Nombre trazado sobre aquella pared con su propio símbolo de metal había abierto una puerta a la Cosa que llevaba en su mismo nombre. Regresaba al mundo que había dejado hacía millones de años. Reptaba a través de la puerta abierta, y nada hubiera podido detenerla.
Era una conciencia incorpórea moviéndose a la deriva a través de vacíos que no tenían luces ni sombras…, pero Smith era una nada, y no podía hacer otra cosa que contemplar cómo su propio cuerpo llevaba la destrucción a los mundos donde había vivido, sin fuerza para oponerse, siquiera, al peso de una pluma.
En medio de la desesperación observó cómo un penacho de humo de la monstruosidad naciente rozaba su cabeza, levemente inclinada. A su contacto, el cuerpo se levantó rápidamente, como en respuesta a una orden, y retrocedió lentamente por la habitación hasta donde el cuerpo de Judai yacía tirado en el piso. Se inclinó como un autómata y la levantó en brazos. Regresó, caminando mecánicamente, y la dejó bajo el humeante símbolo que era la vía de acceso a profundidades mayores que las del infierno. El humo se retorció hacia abajo con avidez y ocultó de su vista aquella forma blanca y escarlata.
Durante un instante todo pareció hervor y agitación alrededor del lugar donde había sido engullida, y el impacto de una energía aún mayor agitó poderosamente las percepciones de Smith. Pues, a través de los inconmensurables golfos, se iba acercando el poder del Nombre. Cualquier tipo de energía que hubiera absorbido del cadáver de Judai le había servido para acercarse aún más, de suerte que su poder resonaba alrededor de la habitación de paredes llenas de símbolos como un batir de tambores. Había triunfo en aquel batir. Inciertamente, en medio de las ondas recurrentes de aquella potencia atronadora, Smith comprendió finalmente el propósito de aquellos símbolos.
Todo había sido planeado desde hacía eones, cuando el Innombrable había abandonado Marte. Quizá las eras no habían significado más que un instante para su poder sin tiempo. Pero se había ido con la seguridad de que volvería, y por eso se había preocupado de que el tiempo no pudiera borrar la profunda necesidad de aquellos símbolos grabados en las paredes que había inculcado en las entes de sus adoradores. Sólo la necesidad; no la razón, habrían de servirle para acceder plenamente a aquel mundo en cuanto le fuera nuevamente posible. El remoto contacto que mantenía con sus sacerdotes a través de los altares que éstos dedicaban al Innombrable era como mirar a través de unas ventanas; pero en las casas, ocultas bajo los adornos, se abrían poderosas puertas a través de las cuales todo su poder inconmensurable podría fluir irresistiblemente cuando llegase la hora. Y la hora había llegado.
Oscuramente, tuvo una visión triunfal de la mente de la Cosa que se mantenía erguida y rígida, dentro de su cuerpo, ante la pared humeante, una visión de otros mundos donde los símbolos grabados se abrían como puertas por las cuales penetraban como una marea las grandes olas grises, una visión de mundos sumergidos que burbujeaban bajo una capa continua de gris, que se retorcían, hervían y succionaban con avidez los cuerpos y almas de los hombres.
La consciencia de Smith se estremeció en el vacío donde flotaba a la deriva, airada contra su propia impotencia, observando en la fascinación del horror las oleadas grises que se iban derramando lentamente por la habitación. El cadáver de Judai había desaparecido completamente, y los largos dedos de niebla comenzaban a buscar a ciegas más alimento. Presa del terror, vio tambalearse los largos contornos de su cuerpo y hundirse hasta las rodillas entre las volutas de voraz grisura.
Sin saber cómo, la vívida desesperación de aquel momento fue lo suficientemente fuerte para conseguir lo que ninguno de los anteriores había podido hacer. La perspectiva de la destrucción del mundo le había infundido una desesperación espantosa; pero el pensamiento de su propio cuerpo ofrecido en sacrificio a la marea gris, dejándole a él a la deriva en el vacío, para toda la eternidad, restalló sobre su conciencia como un latigazo de furiosa rebelión que le arrojó fuera de la escena que estaba contemplando. Un violento sentimiento de rebelión brotó en él contra el poder de la Cosa y contra la espantosa fuerza de lo que llevaba el Nombre.
Jamás supo cómo ocurrió, sino que, de repente, dejó de flotar de manera incorpórea a través de la nada. De repente, rompió los lazos que le apartaban de la realidad. De repente, se encontró violentamente en el mundo del que había sido expulsado, luchando desesperadamente para tener acceso una vez más a su cuerpo, esforzándose, en un terror pánico, por abrirse paso a través de la espesa grisura que lo ocupaba en aquellos momentos. Fue una lucha nauseabunda y repugnante, tan cerca de la presencia viscosa de la Cosa, pero apenas le prestó atención por su deseo frenético de salvar el cuerpo que era suyo.
De momento, no intentó apoderarse completamente de él, sino que empujó, se empeñó y luchó para hacerse con el control de sus músculos y sustraer su cuerpo de las volutas que rodaban hambrientas hacia él. Fue una lucha más desesperada que un combate cuerpo a cuerpo, la lucha de dos entidades por un solo cuerpo.
La Cosa que se oponía a él era fuerte y sólidamente anclada en los centros motores y nerviosos que habían sido suyos, pero él luchó con más ardor por lo familiar del campo que quería conquistar. Y lentamente consiguió entrar. Quizá fuera debido a que en un principio no intentó hacerse con el control total. En sus esfuerzos para seguir sutiles insinuaciones sobre los centros motores y, a tirones, Smith consiguió que su cuerpo se pusiera en pie y retrocediese, paso a paso —duramente conquistados—, del humeante símbolo que rezumaba en la pared. Asqueado hasta el alma por la proximidad de la Cosa, siguió luchando.
Luchaba para obligarla a salir completamente y, si no lo conseguía, para afianzar, al menos, su posición. Ella no podría desalojarle del asidero que se había procurado. Vio las estrellas cuando pudo mirar la habitación que le rodeaba con sus propios ojos, y sintió la fortaleza de su cuerpo como un cálido vestido que cubriera la desnudez del yo que luchaba por su posesión, aunque en aquel cuerpo aún rampase y se arrastrase el horror de aquella niebla fluente y repugnante que era cieno sobre los más íntimo de su alma.
Pero la Cosa era fuerte. Sus tentáculos habían arraigado fuertemente en el cuerpo por el que luchaba y no iba a dejarlo. A través de la habitación, el poder del Nombre que llegaba retumbaba de manera atronadora e insistente, impaciente, exigiendo el alimento que le permitiera pasar completamente a través de la puerta. Sus largos dedos de niebla se extendían por toda la habitación como garras. Y en Smith fue creciendo la tímida esperanza de que aquello no podría llegar más lejos a menos que consiguiera su cuerpo. Si podía impedir que lo tuviera, quizá no todo estuviese perdido. Si podía impedirlo… Pero la Cosa contra la que luchaba era fuerte…
El tiempo había dejado de tener sentido para él. Se debatía en su sueño de horror entre la viscosidad nauseabunda y espesa de su enemigo, luchando por algo más preciado que la propia vida. Luchaba por la muerte. Pues si no podía recuperar su cuerpo sabía que no iba a tardar mucho en morir por su propia mano, limpiamente; de lo contrario, flotaría a través de la eternidad en el vacío donde no hay luz ni tiniebla. Jamás supo cuánto duró aquello. Pero en uno de los momentos en que consiguió volver a ocupar nuevamente su cuerpo y usar sus sentidos, oyó el sonido de una puerta que se abría.
Con esfuerzo infinito volvió la cabeza a su alrededor. El viejo Mhici estaba inmóvil en la entrada, pistola térmica en mano, parpadeando asombrado ante la penumbra de niebla de la habitación. Hubo un terror naciente en sus ojos cuando miró, un terror profundamente arraigado desde hacía mucho, una herencia de aquellos antepasados inmemoriales en cuyas mentes se había grabado tan profundamente el signo para que no lo borrase el tiempo. Comprendió a medias que se hallaba en presencia del dios de sus padres, y Smith pudo ver un espanto paralizante recorrer lentamente su rostro. No podía haber reconocido con un simple vistazo lo que se ocultaba en aquella pared velada por la niebla reptante, pero una conciencia interior parecía decirle que la Cosa que llevaba el Nombre estaba presente en la habitación. Y ella sí debió ser consciente de la presencia de Mhici, porque alrededor de las paredes unas tremendas pulsaciones parecieron oscilar imperiosas, rugiendo con los atronadores ecos de aquella potencia lejanísima que estaba ansiosa por alimentarse de nuevo con un hombre. Los ojos del viejo Mhici se vidriaron en una expresión de obediencia y echó a andar con paso mecánico.
Algo restalló en la conciencia de Smith. Si Mhici llegaba hasta la pared, toda su lucha habría sido en vano. Gracias a su cuerpo, el Nombre podría entrar. Bueno, quizá él pudiera salvarse de algún modo…, quizá. Pero el hombre debía morir antes de que aquello sucediera. Y haciendo acopio de las fuerzas que le quedaban, atacó a la Cosa, que perdió momentáneamente su control, y cayó sobre Mhici, apretando su garganta con manos como garras.
Jamás pudo saber Smith si su viejo amigo de las Tierras Áridas lo comprendió, si pudo ver en los ojos pálidos que habían sido de su amigo el lento reptar de la Cosa. Sólo vio el horror y la incredulidad en los rasgos coriáceos del marciano mientras intentaba respirar y, después, con una sensación de bienaventuranza, sintió los dedos de él sobre su propio cuello. Y comprendió que Mhici no intentaba hacerle daño y se esforzó a la desesperada para obligar al viejo marciano a que utilizase su furia en legítima defensa. Golpeó, arañó e intentó sacarle los ojos, y sintió, con una tremenda felicidad, la fuerte presa del hombre mayor atenazar al fin su cuello.
Entonces se abandonó al olvido que le prometían aquellos dedos liberadores.
Una voz ronca que llegaba de muy lejos y le llamaba por su nombre, hizo que Smith fuese cayendo poco a poco de los diferentes estratos de la neblinosa nada. Abrió unos ojos doloridos y miró fijamente. Poco a poco, el ansioso rostro del viejo Mhici quedó enfocado ante él. El segir ardía en su boca. Lo tragó automáticamente, y el dolor de su garganta dolorida al paso por ella del ardiente líquido le devolvió toda su consciencia. Intentó sentarse, se llevó una mano a la cabeza, que le dolía, y miró a su alrededor, aturdido.