—¡Todo cachitos! ¡Todo son cachitos!
Yo también me reía de verla. Luego, cuando se volvió a sentar en el banco a mi lado, me dio un beso y me dijo:
—Lo entiendes todo tan bien. Me da mucho gusto que a ti tampoco te entren todas las cosas a la vez en la cabeza. Porque es que no caben, ¿verdad?
—¡Qué van a caber! Ni mucho menos.
Luego, me estuvo explicando que ella cuando más notaba eso era cuando veía pintados los países en un mapa con tantísimos ríos y montañas y fronteras. Si se ponía a pensar que existían de verdad todos al mismo tiempo y con gente moviéndose y animales y campos de trigo, se mareaba. Igual que después de mirar mucho rato las estrellas por la noche. Eso era peor todavía, con lo pequeñas que se veían y lo grandes que debían ser, hasta esas que parecen sólo polvo finito. Y cientos de millones, y en todas a lo mejor pasando algo que no sabemos. Se sentía pequeña como un grano de arena o una hormiga, y le entraba miedo y cuando se dormía soñaba con universos.
Me dio un vuelco el corazón y nos miramos en silencio, tanteando la posible certeza de estar compartiendo una emoción rara y preciosa. Sus ojos me interrogaban brillantes, casi al borde de las lágrimas.
—No me pidas que te lo explique mejor —dijo—. Es muy difícil de explicar, pero se pasa mucho miedo.
—Calla, a ver si lo acierto. Sueñas que te precipitas desde muy arriba y nunca acabas de caer y vas chocando con los planetas y nunca se ve el suelo ni sabes dónde vas a caer, ¿es eso?
—Sí, eso. Pero el miedo peor es porque también estás viendo cómo caes, igual que cuando ves que se cae una estrella, yo me miro caer desde abajo, es horrible.
—Bueno, todas las pesadillas son un poco horribles y tratan de eso, de que te caes.
—A mí me encantaría volar, como Peter Pan, aunque sólo fuera en sueños, ¿tú de pequeña cómo te figurabas a Peter Pan?
Se nos pasó la hora de la merienda, sin darnos cuenta, hablando de Peter Pan, de Sherezade y de muchos otros amigos comunes. Y fue como si aquel día los narradores de los árboles hubieran madrugado y se fueran descolgando de las ramas para sentarse a nuestro alrededor a medida que los íbamos nombrando: Andersen, Lewis Carrol, Stevenson, Collodi, Elena Fortún, Daniel Defoe, Perrault, Julio Verne, Salgari. Y al final sacamos la conclusión de que también a veces en aquel jardín se podía pasar muy bien y hacer agradables tertulias.
—Bueno, sí —reconoció Encarna—, pero con tal de que no vinieran nunca los mayores.
Aquella tarde se inició nuestra intensa complicidad veraniega, solamente comparable a la que, celestineada también por la literatura, se había establecido entre Mariana y yo años atrás, a raíz de que don Pedro Larroque nos leyera en clase las coplas de Jorge Manrique. Y al revivir el precoz sobresalto ante el precipicio del tiempo que Manrique me hizo atisbar por vez primera, surgía ahora del mismo abismo un premio inesperado. Aquella deidad del tiempo, enigmática y mutable, imprimía un brusco parón a los giros vertiginosos de su ruleta. Y lo que me estaba brindando mediante aquella tregua no eran, como otras veces, los restos embalsamados de una infancia perdida, sino una nueva infancia: la que mi hija me invitaba a compartir.
Y en días sucesivos yo le hablé de Mariana. Y de Noc. Aquel verano revivió Noc. Decidimos que sin duda era él el jefe de aquella bandada de hombrecillos que se aposentaban de noche en el jardín y se lanzaban de árbol a árbol serpentinas de cuentos, que cambiaban de color a tenor de las mudanzas atmosféricas. Pero entendíamos también —cada una a su manera— que la alianza que Noc estaba estableciendo entre nosotras crecía amenazada por una serie de circunstancias que la condenaban no sólo a ser fugaz sino también clandestina.
Lorenzo aquel verano prescindió casi por completo de su hermana, y alentado por Higinio y Eduardo, que mostraban clara predilección por él y coincidían en que debía emanciparse de tutelas femeninas, encontró una pandilla de chicos simplones, deportistas y algo mayores que él, de cuya amistad se sentía orgulloso. Encarna, en cambio, no hizo buenas migas con nadie y se dedicó preferentemente a leer todo lo que caía en sus manos y a esperar la ocasión propicia para comentarlo conmigo con tiempo por delante y sin que nadie nos interrumpiera. Encontrar aquellas ocasiones no resultaba siempre fácil, sobre todo para mí, aunque el aliciente de buscarlas fuera un lenitivo para mis agobios y melancolías. De hecho me volví más complaciente con los demás, y a veces, cuando estábamos en grupo y alguna de las frases que se decían rozaba nuestro código de sobreentendidos, la mirada risueña y cómplice que intercambiábamos mi hija y yo me pagaba de otras fatigas. Me consideraba una privilegiada con respecto a quienes no disfrutaban de semejante talismán, y esa consideración me inclinaba a compadecerlos y tratarlos mejor. Pero aquel talismán era una moneda que, como todas, tenía dos caras, y a veces salía cruz.
Encarna y yo habíamos llegado, mediante un acuerdo tácito, a la conclusión de que nuestra intimidad no convenía exhibirla sino esconderla, y era eso precisamente lo que le confería el punto de emoción que caracteriza a los amores contrariados. Sin embargo, en nuestro caso había un inconveniente añadido, que restaba veracidad y alegría a mi rejuvenecimiento. La recuperación de mi infancia se convertía en un espejismo, al tenerla que compaginar con unas tribulaciones que pertenecían de lleno a mi irremediable compromiso con el mundo de los adultos, y de las que era imposible hacer partícipe a Encarna. Así por ejemplo, cuando ella, en nuestros ratos de charla a solas, se refería a los «mayores» excluyéndome a mí de ese grupo, mi sonrisa se veía enturbiada por una fatal conciencia de doblez. Y lo mismo cuando me preguntaba que en qué estaba pensando y se trataba de algo que yo no le podía decir, casi siempre cuestiones relacionadas con su padre. A veces me parecía descubrir en sus ojos la misma aversión hacia él que en mí iba tomando cada vez más cuerpo. Pero, caso de que fuera un sentimiento compartido, cosa que nunca me atreví a indagar, la sospecha de estar en lo cierto no me unía a ella sino que, por el contrario, proyectaba sobre nuestros juegos y bromas una sombra espesa que nos separaba.
Recuerdo una mañana en la playa, pocos días antes de nuestro regreso a Madrid. Eduardo y yo arrastrábamos la resaca de una riña nocturna con dosis considerable de acritud, pero nada escandalosa, porque a lo largo de nuestra estancia en Suances habíamos hecho notables progresos en controlar el diapasón de la voz, aunque su contenido llevara dinamita. Los motivos de la discusión se me han borrado casi por completo, aunque incluía quejas sobre lo maleducada y rebelde que se estaba volviendo Encarna, de cuya existencia y crecimiento yo parezco ser la única responsable. (Por cierto, ni entonces ni en tiempos más recientes se ha dignado discutir conmigo acerca de la educación de Lorenzo, como si considerara que tanto sus aciertos como sus fallos son de su exclusiva incumbencia. Creo que, en el fondo, es por el único de nuestros hijos que se siente defraudado.) Nada quedó zanjado aquella noche ni se llegó al más mínimo acuerdo, como es habitual en este tipo de contiendas, alimentadas más que por su propio argumento por un choque de humores entre las partes en litigio. Porque el humor, ya se sabe, está sometido a fluctuaciones imprevisibles, como elemento gaseoso que es y de índole caprichosa, igual que las nubes. Y de la misma manera que ni el pintor más experto logrará nunca captar los sucesivos dibujos de las nubes, tampoco podemos prever nosotros cuándo se nos va a hinchar tanto el alma como para invadir el espacio acotado de otra, y menos recordar al cabo del tiempo la causa fortuita de aquella colisión, los perfiles que adquirió o las burbujas en que se deshizo. Lo que sí pasa, cuando quieres mucho a alguien, es que barruntas sus nublados y a veces logras encoger los tuyos para que no entren en conflicto. Pero yo de las nubes de Eduardo siempre he sabido muy poco, no me ha interesado parar mientes en ellas. Aunque las tendrá, quién lo duda. Lo que sí recuerdo es que aquella noche se disiparon sin llegar a descargar tormenta. Le venció el cansancio antes que a mí, y yo aproveché tan oportuna coyuntura para hacerme la dormida, ficción que puede ser un arma de dos filos, como he aprendido con creces a lo largo de nuestra convivencia. Porque, ante el temor de que el otro también esté fingiendo dormir, no se atreve uno a moverse ni a encender la luz para no dar pie a que se avive el rescoldo de los agravios.
Total, que cuando empezó a rayar el día en el jardín, coincidiendo con los primeros gorjeos y manotazos contra la cuna que anunciaban el despertar de Amelia, yo no había pegado ojo y les había estado dando vueltas a obsesiones ingratas, de las que acentúan esa difusa conciencia de culpa que tantas veces me nubla la alegría, me incapacita para soñar y vuelve opaco lo que miro, como un dolor sordo y persistente, aunque ilocalizable. Me levanté con la moral por los suelos, en la disposición menos apropiada del mundo para comentar con Encarna, como le había prometido,
Veinte mil leguas de viaje submarino
. Lo único que me apetecía era dormir muchas horas seguidas, a poder ser escondida como polizón en aquel submarino de Julio Verne, y despertar entre desconocidos.
En cambio Desi, con quien coincidí en la cocina, estaba de un humor excelente aquella mañana, entregada con verdadero entusiasmo a preparar croquetas, emparedados y otra serie de apetitosas viandas propias de picnic. Me acordé de que habíamos quedado en pasar todo el día en la playa, con otro matrimonio que también tenía niños, uno de ellos de la pandilla de Lorenzo y bastante amigo suyo, creo recordar. En cuanto le di la papilla a Amelia y la cambié, me sentí obligada a echar una mano a Desi y a hacerle un poco de caso, esfuerzo supletorio que agotó ya definitivamente mis reservas, hasta el punto de que en un momento determinado noté que me mareaba y tuve que sentarme. Ella misma me dijo que tenía mala cara y me preguntó que si no volvería a estar embarazada.
Durante el desayuno ponderó la suerte que teníamos con que hubiera amanecido tan buen tiempo para poder despedirnos de las delicias de la playa, disfrute que la lluvia había venido entorpeciendo a lo largo de varios días. También dispuso la forma en que íbamos a repartirnos en los distintos coches, dio diversas órdenes a la criada y se manifestó ilusionadísima ante la idea de captarnos a todos en el objetivo de su nueva Leika, porque entre sus muchos hobbies estaba el de la fotografía.
—Por fin hoy —anunció— vamos a poder hacer fotos para tener un recuerdo como Dios manda del verano. Porque, entre unas cosas y otras, no ha habido manera de pillaros a todos juntos.
Encarna, que estaba sentada enfrente de mí, no hacía más que buscar mi mirada, mientras que yo en cambio trataba de rehuir la suya. No abrió la boca en todo el desayuno. La tarde anterior, al final de una charla que Desi interrumpió y que versaba sobre submarinos, su gesto de contrariedad fue tan exagerado como las promesas que siempre trataba de arrancarme, antes de que la abandonara para dedicarme a otros quehaceres. Y me di cuenta, con una pesadumbre que se prolongó toda la noche y contribuyó a envenenar mi insomnio, de que tenía que poner coto a las exigencias de aquel cariño. Simplemente porque, aunque era mi mayor fuente de luz y de energía, no podía corresponder a él con el mismo grado de exclusividad; porque, como ella misma había intuido cuando «soñaba con universos» habría que tener mil vidas y mil corazones y mil cabezas para atender cabalmente y por orden a todas las imágenes y sentimientos náufragos que nos piden asilo al mismo tiempo.
—¿Qué te pasa, mamá? —me preguntó luego, en un aparte, cuando salíamos hacia los coches.
Le dije que nada y que además procurara estar más simpática con la tía Desi, que a veces ponía una cara que parecía que la estaban matando. Le hablaba en un tono impaciente y algo cortante.
—Pues tú igual —dijo ella—, sólo que yo te digo lo que me pasa siempre que me lo preguntas y tú a mí no.
—¿Y qué te pasa, vamos a ver?
—Que no quiero que se ponga a hacernos fotos a todos en montón, y a decir que nos riamos, yo no tengo ganas de reírme a lo tonto porque ella me lo mande.
La sesión de fotos de aquella jornada fue realmente exhaustiva, sobre todo porque a Desi no le gustaba hacerlas todas seguidas, sino cuando la luz y la combinación del grupo le resultaban apropiados. Tenía recientes las enseñanzas de un cursillo de fotografía que había seguido por correo, y la sentía uno omnipresente, acechando todas nuestras idas y venidas, con la sonrisa súbita de quien pretende dar una sorpresa, pero al mismo tiempo pide colaboración para ello, sin molestarse en investigar si la sorpresa es o no del gusto de quien la recibe.
—¡No os mováis, por favor!, quedaros como estabais —se le oía decir en el momento más inesperado—. ¡Qué foto tenéis en este momento! Lorenzo, no sueltes la raqueta, así, sin hacerle sombra a tu hermana… No, Sofía, tú un poco más a la derecha, como estabas antes.
—Es que no sé cómo estaba antes.
Era tal mi desmadejamiento, que cualquier «antes» remitía a una pesquisa que me arrebataba peligrosamente en su espiral, alejándome más todavía de la participación en el presente. La compañía de aquellos señores —hoy totalmente difuminados y sin relieve— que vinieron con nosotros al picnic la recuerdo con gratitud, porque hablaban mucho y no sólo me eximían de intervenir, sino que ayudaron a descargar las tensiones que hubieran podido surgir entre Eduardo y yo. Hablaron mucho del problema de la vivienda, porque creo que él invertía en negocios de construcción, y Eduardo manifestó que había decidido comprar una casa más amplia, porque, en cuanto creciera Amelia, en el piso de Donoso Cortés ya no cabíamos. Aunque casi no me miraba al decirlo, las intervenciones de Higinio y Desi me hicieron entender que más de una vez había hablado de ese propósito con ellos, y que a mí me daban por enterada. Yo me limité a declarar que me horrorizaban las obras y las mudanzas.
—Creí que ibas a dar una opinión más original —dijo Eduardo—. Eso ya lo sabemos, mujer.
Yo no contesté nada.
Un poco antes de que llamaran a los chicos para comer, me escabullí y me fui a dar un paseo por el borde de la playa hasta las rocas. Me senté en una que tenía un hueco en forma de cueva y me quedé inerte y ensimismada viendo cómo subía la marea. Pensar en la vuelta a Madrid se me hacía aún más agobiante con el peso extra de aquellos proyectos de Eduardo, que nunca había formulado delante de mí de modo tan perentorio. Y al imaginar el crecimiento de los niños y la instalación en esta casa (entonces una nebulosa sin localizar y hoy ya tan precisa e ineludible como cargada de recuerdos), las lágrimas empezaron a nublarme los ojos. Encarna, que me había seguido, vino despacito a tapármelos por detrás en el momento en que una ola estallaba a nuestros pies y nos salpicaba la cara.