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Authors: Carmen Martín Gaite

Tags: #Narrativa

Nubosidad Variable (39 page)

—¡Soy Simbad el marino! —dijo.

—¡Qué susto me has dado, hija! Tenemos que volver, está subiendo la marea. Anda, vamos.

Se me quedó mirando.

—¿Estás llorando o son las gotas del mar? —me preguntó.

—Son las gotas del mar.

Se abrazó a mi cuello.

—¿Sabes para lo que tengo ganas de ser mayor? —me dijo al oído.

—No sé. Siempre dices que no quieres ser mayor.

—Para tener una casa y llevarte a vivir conmigo. Una casa pequeña, con balcones, y delante el mar. Y tú no tendrías que hacer nada, sólo contar cuentos. A Noc lo dejaríamos venir por las noches.

—¿Y de qué íbamos a vivir?

—De contar cuentos, en muchos sitios pagan por contar cuentos, me lo has dicho tú.

Me eché a reír y le di un beso. Por unos momentos había logrado que la casa de Donoso Cortés y ésta desde donde ahora rememoro aquel sueño olvidado, se convirtieran en otra pequeñita cuyos balcones se asomaban al mar.

—¿Verdad que me quieres mucho? —preguntó.

—Mucho, claro, ya lo sabes.

—Y vamos a estar siempre juntas, ¿verdad?, pase lo que pase, siempre; los demás no nos importan.

—Oye, que está subiendo mucho la marea.

—No tengas miedo, yo voy delante y te doy la mano. No te resbales. Soy tu capitán.

Apareció Desi de improviso y nos disparó la última foto del carrete cuando estábamos iniciando el descenso, cogidas de la mano y de espaldas al mar, que acababa de salpicarnos con otra de sus olas, ahora mucho más brava. No nos habíamos fijado en ella hasta que dijo:

—Os venía a buscar para comer. ¡Ésta sí que tiene que haber quedado bonita!

Y no se equivocaba. Precisamente es la foto que andaba buscando anoche.

Todas las sensaciones dormidas de aquel verano, tan borroso como si nunca hubiera existido, fueron despertando de su anestesia mientras buscaba, cada vez más afanosamente, los dos sobres amarillos donde vi metidas por última vez esas fotografías, entre las que destaca, con la luz inconfundible de los tesoros, aquella sonrisa protectora de Encarna niña, cuando acababa de inventar, a modo de guarida para nuestro futuro, una casa de cuento que se llevó la marea, como se lleva implacable los nombres atravesados por una flecha que dibujan en la arena los enamorados.

Me prometí a mí misma que, si la encontraba, la mandaría ampliar y la pondría en un marco de plata. Pero tal promesa se quebró, al estrellarse intempestivamente contra otra sonrisa mucho más sarcástica de la Encarna de ahora cuando ridiculiza ciertas casas de la alta burguesía, donde es imposible apoyar en mesita alguna «libro, copa, cenicero, ni aun triste codo» por culpa de la multitud de fotos familiares enmarcadas en plata y carey que las atiborran y reducen a mero adorno.

Y el recuerdo de esa frase de Encarna arrastró consigo el de la fiesta en casa de Gregorio Termes y el regreso silencioso en el coche con Eduardo, que desde aquella noche no sólo no ha vuelto a salir conmigo, sino que las frases que hemos cruzado no alcanzarían a llenar tres páginas de este cuaderno. Y esa constatación se me presentó de forma tan descarnada que me hizo aterrizar bruscamente en la realidad. Son como dos aviones enemigos el de la quimera y el de lo cotidiano y siempre hay uno que derriba al otro. Los efectos de la caída se materializan antes que nada en ese ajuste de cuentas con el tiempo a que me vengo refiriendo sin tregua desde que me he puesto a escribir. Mi primer cuaderno, el que se inicia con el collage de la liebre entre trocitos de espejo, lo estrené en el Ateneo el uno de mayo, o sea al día siguiente de la fiesta de Gregorio. «Diecinueve días —reflexionaba yo antes—, ¡qué raro es el tiempo de la escritura!.» Pero en lo que no suelo pensar es en que por raíles paralelos al de esa dedicación que me ha metido en un tiempo ficticio, discurre otro tiempo real, cuyos episodios no he reseñado más que tangencialmente, y eso cuando no los he silenciado de manera absoluta. Las famosas «vivencias de irrealidad» de que me habló hace años el psiquiatra. Está claro que me resulta menos gravoso hurgar en los acontecimientos del pasado que preguntarme por las causas de lo que está ocurriendo a mi alrededor, mientras me sumerjo en la tarea de llenar páginas y releerlas.

Por ejemplo, he consignado en algún sitio de estos cuadernos que Eduardo y yo ya no dormimos en el mismo cuarto y que tengo pendiente la iniciativa —ya que él no la toma— de abordar alguna conversación capaz de abrir brecha en el muro que nos aísla. Pero lo que no he dicho es que tanto él como yo conocemos la causa concreta del silencio que se inició al volver de la fiesta de Gregorio Termes y que desde ese día no ha hecho más que espesarse. Cuando salí al recinto de la piscina aquella noche para recibir sola el mes de mayo y me quedé mirando la luna, oí el ruido de alguien que se escabullía entre los arbustos, no con tanta presteza como para que yo no reconociera los movimientos de Eduardo y sus anchas espaldas que a duras penas trataban de ocultar el fulgor rojizo del pelo de su compañera. He apartado deliberadamente esta escena de mi memoria, he tratado de abolirla, y cuando reaparece, tengo que reconocer que las lágrimas que me la volvieron borrosa e incierta no eran de celos, sino de añoranza por la juventud perdida. De hecho, al día siguiente, me desperté cantando el «Submarino amarillo» y decidí emprender en serio el rescate literario de una parte de mi juventud. En resumidas cuentas, sigo siendo víctima de esa obstinación por pedirle asilo al pasado que tantas veces me reprocha Encarna, la que mejor me conoce de mis tres hijos, aunque ya no sueñe con edificar una casita con balcones al mar donde poder vivir juntas.

«Tengo que hablar con Encarna —pensé, mientras seguía buscando la foto de la playa—, con la Encarna de ahora.»

Y al pensar esto, miraba alrededor, porque ya hacía rato que la búsqueda de la foto me había desplazado fatalmente a su antigua habitación, hoy convertida en trastero, y hasta en el olor del recinto me llegaban efluvios de su presencia fugitiva e indescifrable. Palpaba recodos, estantes y escondrijos, como quien juega a la gallina ciega, pero casi segura de que no era aquella infancia añorada lo que me iba a salir al encuentro.

«Tengo que hablar con ella, pedirle que me sacuda, que me eche en cara mi cobardía, que vuelva a servirme de capitán. Necesito hacerme a la mar de las mudanzas, embarcarme "desnuda de equipaje" hacia puertos desconocidos.»

Y ya divorciada casi por completo del motivo que me había llevado al trastero, seguí echando cuentas de lo que ha pasado fuera de mí mientras llenaba cuadernos a lo largo de estos diecinueve días. Tampoco he vuelto a ver a Lorenzo ni a Encarna, sólo alguna vez han llamado por teléfono, o Consuelo me ha dicho que los ha visto y que están bien. Pero necesito verlos en persona, en su propia salsa, apearme de mis quimeras, presentarme en el refu.

¿Y Mariana, de la que tanto hablo en mis cuadernos? ¿Dónde estará la Mariana de carne y hueso, qué le habrá pasado? Aquella noche fronteriza entre abril y mayo, mientras yo escuchaba las confidencias deshilvanadas de una paciente suya, ella —aunque he tardado en saberlo— me estaba escribiendo una carta muy larga donde me anima a seguir haciendo deberes, antes de salir de viaje con rumbo desconocido. Pero ¿dónde está de verdad ahora, qué aire respira fuera del que yo le insuflo al evocarla? La volví a llamar hace tres días y se puso directamente la doctora que la suple, esa tal Josefina Carreras. Me dijo que está muy preocupada porque Mariana no ha vuelto a dar señales de vida ni nadie sabe dónde para. La encontré tan alterada que no me parecía la misma que me habló la primera vez; se ve que los psiquiatras tampoco son de corcho. Me pidió por favor que si yo era amiga suya y recibía alguna noticia se lo comunicara inmediatamente. Insistía en indagar el tipo de amistad que nos une, y eso ya me hizo menos gracia. Le dije que sí, que éramos muy amigas, pero no quise decirle desde cuándo ni cómo me llamo, aunque me lo preguntó con una avidez perentoria y bastante desagradable. «Eso no hace al caso» dije. Y colgué. De pronto, no sé por qué, me siento más cerca de Mariana que nadie y celadora de algún secreto suyo. Llevo varios días mirando el buzón con una ilusión especial. Pero sin angustia. Estoy segura de dos cosas: de que a Mariana no le pasa nada, y de que acabará por escribirme o llamarme desde donde sea, antes que a nadie. La doctora Carreras no sabe por qué se ha ido de Madrid, pero yo sí. Huyendo de los problemas de ese amigo que intentó suicidarse. Me lo dice al final de la única carta suya que he recibido: «Algún día te llamaré para vernos, pero por ahora no. Necesito encontrarme mejor. No sé cómo me tengo en pie. Es posible que me vaya una semana fuera de Madrid.» Claro que ya ha pasado más de una semana.

Bueno, ¡y qué más da el tiempo que haya pasado! Yo he escrito dos cuadernos y medio, ¿no? Pues ya está. A ver si vuelve a tomar vuelo ese avión de papel que me alza por encima de la realidad y me deja contemplarla mejor. En cuanto me pongo a sacar la cuenta de las fechas reales y a intentar casarlas con las imaginarias, nada coincide y pierdo la aguja de marear. También ella parecía tenerla perdida cuando se fue. No es un oficio muy grato el suyo, pobrecita. Pues vaya una esclavitud, atender a tanto demente. Yo no puedo dejar de escribir, es lo único que me cura, y además le tengo que llevar los cuadernos. El día que sea. Los escribo para ella, por gusto y porque le pueden ayudar a entender cosas que a las dos nos atañen. Y, si no me vuelvo loca, podré atender a sus problemas con más clarividencia, y a los de los chicos, y a los de Eduardo. También a los de Eduardo, ¿por qué no? Le pediré que me hable de la pelirroja si eso le desahoga; pero, hombre, todos nos cansamos unos de otros, viene en las novelas y además pasa en las mejores familias, lo peor es mentirse, le haré entender que no son los celos lo que me impide sacar esta conversación, que sólo es la pereza, el miedo a las mudanzas, porque separarnos llevaría aparejado tener que pensar en nuevos traslados, en obras, en facturas, en una nueva remesa de papeles que guardar. Esa es la verdad sin aderezos. No me voy a hacer la magnífica ni la romántica a estas alturas. Aunque quizá le ofenda oírme hablar así. Tal vez preferiría creer que me hace daño.

Estaba tan absorta en estas divagaciones que me sobrecogí al verlo allí parado a contraluz en la puerta del trastero de Encarna.

—¿Qué hora es? —le pregunté.

—No sé, las doce, creo.

—¿Tan tarde?

—Sí. Vengo roto. ¿Tú que estás haciendo?

—Estaba buscando unos papeles que necesita Encarna —mentí.

Y aquella mentira tan inútil me hizo entender fugazmente que es mucho más difícil de lo que parece ir con la verdad por delante, y que mal arreglo tienen ciertas cosas.

—¿Qué es de ellos? —preguntó distraído, como por cumplir—. Parece que se los ha tragado la tierra.

—Están bien. Lorenzo sigue trabajando en el estudio de ese arquitecto. Y Encarna escribe, ya sabes.

Había vuelto a mentir, porque Lorenzo ya hace bastante que no trabaja en el estudio de ese arquitecto, y además no ha terminado la carrera, cosa que no se atreve a confesarle a su padre.

—En fin, no te creas, que yo tampoco los veo mucho —añadí—. Si quieres cenar algo, hay cosas en la nevera.

—No, vengo de una cena de negocios. Y tengo un sueño que me caigo.

—Pues nada, buenas noches. Ah, te ha llamado Desi.

—¿Qué quería?

—No sé, no me lo ha dicho.

—Ya la llamaré mañana. Buenas noches.

Ya iba a marcharse, pero se volvió. Hablaba ahora con una voz irritada.

—Oye, y da una luz mejor. Con esa bombilla desnuda colgando del techo y ahí agachada, pareces un fantasma. Me horroriza este cuarto, te lo he dicho mil veces.

La agresividad de su voz, delatora de tantas cosas como nos separan, al dirigirse al trastero de Encarna me pareció que se estrellaba ciegamente contra Encarna misma, contra toda su ternura, su idealismo y su afán siempre insaciado de sinceridad.

—Pues nada —dije secamente—. Cuando quieras, llamamos a Gregorio Termes, y que lo convierta en una sauna.

Arrugó el ceño y desapareció sin decir nada. La conversación pendiente quedaba diferida una vez más, pero ya no la sentía como un peso, ni conseguía despertarme remordimiento alguno.

No encontré las fotos del verano en Suances, como era de esperar, pero en cambio apareció un cuaderno rayado con tapas de hule que me llamó la atención. «Cuentos sombríos» leí en la primera página. Tenía escritas muy pocas, del puño y letra de Encarna; ella siempre empieza los cuadernos y nunca los termina. Por la fecha que había debajo del título, en mayúsculas y subrayado, calculé que lo había empezado en su primer curso de Letras, es decir más o menos a la edad que tenía yo cuando conocí a Guillermo. Así como ella misma me ha dado ocasión sobrada de contrastar nuestras respectivas infancias e incluso de repescarlas con la misma red, pocos elementos de juicio tengo, en cambio, para comparar su adolescencia con la mía, basándome en datos distintos de los que me proporciona mi propia interpretación de la realidad, poco fiable y rigurosa.

No soy amiga de fisgar en papeles ajenos, pero la reciente evocación del verano en Suances me había dejado tal sed por asomarme a las transformaciones operadas desde entonces en el alma de Encarna, que absolví a mi curiosidad de toda culpa, argumentando que al fin y al cabo se trataba de una composición literaria, no de un diario. Cogí, pues, el cuaderno de tapas de hule, apagué la luz del trastero, crucé el pasillo con pasos furtivos y me fui a tumbar vestida encima de la cama turca de Amelia, no sin haber cerrado antes la puerta cuidadosamente, y dispuesta a devorarme aquel cuento sombrío. Porque resultó ser sólo uno. Y, aunque no tenía más de quince páginas, con ser uno sobraba.

No lo digo por su calidad literaria, realmente asombrosa, sino por el estremecimiento que me produjo comparar mis poemas de esa edad, traspasados por la añoranza de un amor ideal, con el tono descarnado y siniestro de «Exilio sin retorno» el único cuento sombrío y posiblemente incompleto que aparece escrito con letra rápida y pocas tachaduras en el cuaderno de tapas de hule. Eloy, un muchacho de catorce años, viaja con sus padres, a través de un paisaje yermo y deshabitado, en un coche lujoso que conduce su padre, pero que va adornado con coronas de crisantemos, como si se tratara de una carroza fúnebre. Desde el asiento trasero, donde va tumbado y haciéndose el dormido, el adolescente, a quien se describe como Ícaro con las alas rotas, imagina un accidente mortal del cual él saliera ileso. La descripción detallada del ficticio accidente, acompañada del testimonio que, al levantamiento de los cadáveres, el juez requiere del único superviviente, se alterna con el diálogo real que el padre y la madre mantienen en el asiento delantero. A la quinta página, era tal la opresión que sentía en el pecho que me quité las gafas y tuve que descansar un rato. Al hilo de esa conversación matrimonial, tan inútil, embotada y cruel como todas las que yo mantengo con Eduardo, Encarna —desdoblada en Ícaro sin alas— reflexiona sobre las tendencias antagónicas que se albergan en su cerebro: por una parte, el deseo de examinarlo y entenderlo todo, y por otra la adhesión a creencias caducas cuyo abandono supondría el abandono del paraíso. Confiesa su temprana indignación ante la cobardía y duplicidad de sus padres, su incapacidad para seguir idealizándolos y su protesta por haber nacido en un mundo cuyas leyes se han dictado sin su aquiescencia. Si reincide en la tentación de un idilio con la madre, Eloy no volverá a tener nada propio que contar, salvo la exploración de su alma a través de los datos retorcidos y falseados que ella misma le muestra. Aun a sabiendas de que liberarse de los lazos familiares significará emprender un exilio sin retorno, decide renunciar a la mentira. De pronto, un resplandor muy fuerte le obliga a abrir los ojos. Cuando se incorpora, el coche fúnebre está rodeado por las llamas de un incendio devastador. Apenas tiene tiempo para escapar reptando.

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