Entonces ella torció la cabeza, de forma que la luz de la luna le iluminó el rostro. Era estrecho y estirado, con la forma de un zorro o una comadreja, hecho igual que el resto de su cuerpo de papel apretujado y prensado, pero superpuesto en esta parte con motas blancas (¿el papel de arroz?) o salpicado con irregulares manchas negras (¿la tinta de Thibaut?). No tenía ojos, aunque parecía mirar a su cerebro y su corazón. No tenía nariz (¿Era esto la Desnarigada?). No tenía boca… pero entonces la larga barbilla empezó a retorcerse y alzarse como el hocico de una bestia y Franz vio que estaba abierta al fondo.
Advirtió que esto era lo que había bajo las túnicas sueltas y los velos negros de la Mujer Misteriosa de De Castries, la que le había seguido hasta la tumba, llena de intelectualidad, toda de papel (¡una verdadera Amante del Erudito!), la Reina de la Noche, la que acechaba en la cima, la cosa que incluso Thibaut de Castries temía, Nuestra Señora de las Tinieblas.
Las trenzas de los brazos y piernas se retorcieron y se tensaron a su alrededor, y la cara, al volver de nuevo a las sombras, se movió en silencio hacia la suya, y todo lo que Franz pudo hacer fue apartarla y retroceder.
Pensó en un destello en la desaparición de las revistas pulp y advirtió que ellas, rotas y reducidas a trocitos, debían de haber sido la materia prima para la figura marrón claro que había visto en la ventana desde Corona Heights.
En el negro techo, sobre el goteante hocico de negros cabellos, vio un pequeño parche de suaves y espectrales colores fantasmagóricos: el espectro de la luz de la luna proyectado por uno de sus prismas, que yacía en el suelo.
La cara dura, seca y áspera presionó contra la suya, bloqueando su boca, aplastando su nariz; el hocico se clavó en su cuello. Franz sintió un peso enorme e incalculable sobre él (¡La torre de televisión y la Transamérica! ¿Y las estrellas?). Y llenando su boca y su nariz, el polvo reseco y amargo de Thibaut de Castries.
En ese instante la habitación se llenó de una luz blanca y brillante y, como si le inyectaran un estimulante instantáneo, Franz pudo apartar la cara del horror rugoso y torcer los hombros.
La puerta estaba completamente abierta, la llave todavía en la cerradura, y Cal se hallaba de pie en el umbral, la espalda contra el marco, un dedo de su mano derecha en el interruptor de la luz.
Jadeaba, como si hubiera corrido con fuerza. Todavía llevaba el vestido blanco de su concierto y sobre éste una chaqueta de terciopelo negro abierta. Contemplaba la escena con una expresión de horror incrédulo. Entonces su dedo se retiró del interruptor y todo su cuerpo se deslizó lentamente hacia abajo, doblándose sólo por las rodillas. Su espalda permaneció muy recta contra el marco de la puerta, sus ojos llenos de horror no parpadearon ni una sola vez. Entonces, cuando terminó de agacharse, sus ojos se abrieron aún más llenos de justa furia, como una doctora bruja, echó la barbilla hacia adelante y adoptó su expresión profesional más desagradable, y con una voz ronca que Franz no le había oído nunca, dijo:
—¡En nombre de Bach, Mozart y Beethoven, de Pitágoras, Newton y Einstein, por Bertrand Russell, William James, y Eustace Hayden, márchate! ¡Fuerzas y formas desordenadas e inarmónicas, marchaos de inmediato!
Mientras hablaba, los papeles alrededor de Franz (ahora pudo ver que estaban arrugados) se alzaron crujiendo, y la tenaza sobre sus brazos y piernas se aflojó, de manera que pudo arrastrarse hacia Cal mientras retorcía violentamente sus miembros medio liberados. A la mitad de su excéntrico exorcismo, los pálidos fragmentos empezaron a girar violentamente y de repente se multiplicaron en número. Todo lo que contenía a Franz desapareció de pronto, y al final se encontró arrastrándose hacia Cal en medio de una densa nevada de papel.
Los innumerables trozos se desplomaron en el suelo. Franz apoyó la cabeza en el regazo de Cal, que ahora estaba sentada erecta en la puerta, medio dentro medio fuera, y se quedó allí jadeando, una mano agarrada a su cintura, la otra extendida hacia el pasillo, como para marcar en la alfombra el punto más lejano de su avance. Sintió en la mejilla el reconfortante contacto de los dedos de Cal, mientras que su otra mano apartaba ausente fragmentos de papel de su chaqueta.
—Cal, ¿estás bien? ¡Franz!
Era la voz de Gun, con urgencia. Luego Franz escuchó a Saul.
—¿Qué demonios le ha pasado a esta habitación?
—¡Dios mío, parece como si hubieran metido toda la biblioteca en una trituradora!
Todo lo que Franz pudo ver fueron los zapatos y las piernas. Qué extraño. Había un tercer par, pantalones de pana marrones y zapatos gastados, bastante pequeños; por supuesto, Femando.
Por todo el pasillo se fueron abriendo puertas y asomando cabezas. Las puertas del ascensor se abrieron y Dorotea y Bonita llegaron corriendo, con los rostros ansiosos. Pero Franz se encontró mirando, porque realmente le aturdía, un puñado de cartones polvorientos y arrugados apilados a lo largo de la pared situada frente al trastero, acompañados de tres viejos trajes y un cofre pequeño.
Saul se había arrodillado junto a él y examinaba profesionalmente su muñeca y su pecho; le echó hacia atrás los párpados para comprobar las pupilas, pero no dijo nada. Luego miró tranquilizador a Cal.
Franz consiguió ofrecer una mirada inquisitivo. Saul le sonrió para reconfortarle.
—¿Sabes, Franz? Cal salió de ese concierto como un murciélago escapado del infierno. Saludó con los otros solistas y esperó a que el director de la orquesta aceptara sus aplausos, pero entonces agarró el abrigo, que se había llevado al escenario durante el segundo intermedio y esperaba en su asiento (yo le había dado tu mensaje) y se marchó pasando directamente entre el público. Y tú creías que habías ofendido a la gente al marcharte de ese modo. ¡Créeme, no fue nada comparado con la forma en que los trató ella! Para cuando volvimos a verla, estaba parando un taxi en la calle. Si hubiéramos sido un poco más lentos, nos habría dejado tirados. Sólo nos dio tiempo de montarnos con ella.
»Y luego volvió a adelantarse, mientras nosotros pensábamos que el otro iba a pagarle al taxista, pero el hombre nos gritó y tuvimos que volvernos —Gun se quitó del hombro algunos fragmentos de papel, como temeroso de molestarles—. Cuando entramos, ella ya había subido la escalera. Para cuando llegó el ascensor, ya estaba aquí. Dime, Franz —señaló—. ¿Quién ha pintado esa estrella con tiza en la pared?
Tras la pregunta, Franz vio los zapatitos marrones avanzar con decisión, apartando la tormenta de papel. Una vez más Fernando golpeó la pared sobre la cama, como para llamar la atención, y se volvió y dijo con autoridad:
—
¡Hay hechicería oculta en las murallas!
Franz tradujo, como un niño que intenta demostrar que no está enfermo. Cal le acarició los labios, reprochándoselo: tenía que descansar.
Fernando alzó un dedo, como para anunciar que iba a demostrar lo que había dicho, y se dio la vuelta, pasando con cuidado junto a Cal y Franz en la puerta. Se dirigió rápidamente pasillo abajo hasta detenerse delante de la puerta del trastero y entonces se volvió. Gun, que le había seguido, se detuvo también.
El oscuro peruano señaló dos veces desde la puerta cerrada a las cajas apiladas y luego dio un par de pasos de puntillas, encogido, indicando que él las había movido, en silencio, y sacó un gran destornillador de su bolsillo y lo metió en el agujero donde estaba el pomo retorciéndolo hasta abrir la puerta. Luego, con un movimiento perentorio del destornillador, entró.
Gun le siguió y se asomó. Informó a Franz y a Cal.
—Ha vaciado toda la habitación. Dios mío, cuánto polvo. Vaya, incluso tiene una ventanita. Ahora Fernando está arrodillado junto a la pared que forma el otro lado de la que ha golpeado antes. Hay una pequeña alacena en ella. Tiene una puerta. ¿Fusibles? ¿Material de limpieza? ¿Desagües? No lo sé. Ahora está utilizando el destornillador para abrirla. ¡Vaya, que me aspen!
Retrocedió para dejar salir a Fernando, que sonreía triunfal y llevaba ante su pecho un libro gris bastante grande y delgado. Se arrodilló junto a Franz y se lo tendió, abriéndolo dramáticamente. Hubo una vaharada de polvo.
Las dos páginas abiertas al azar estaban cubiertas de arriba abajo, con líneas ininterrumpidas de negros signos astronómicos y astrológicos y otros símbolos crípticos.
Franz extendió la mano, tembloroso, y luego la retiró bruscamente, como si temiera quemarse.
Reconoció la letra que había escrito la maldición.
Tenía que ser el Libro—Cincuenta, el Gran Cifrador mencionado en
Megapolisomancia
y en el diario de Smith (B), el libro que Smith había visto una vez y que era un ingrediente esencial (A) de la maldición y que Thibaut de Castries había ocultado hacía casi cuarenta años para que hiciera su trabajo en el fulcro (0) de (Franz se estremeció al mirar el número de su puerta) 607 Rhodes.
Al día siguiente, ante la insistencia de Franz, Gun quemó el Gran Cifrador, pero sólo después de que Saul y él decidieran microfilmarlo. Desde entonces lo ha analizado varias veces con sus ordenadores y ha dejado que varios semánticos y lingüistas lo estudien, sin lograr el más mínimo progreso para desentrañar el código, si es que hay uno. Recientemente, dijo a los demás:
—Parece como si Thibaut de Castries hubiera creado ese fuego fatuo matemático, un conjunto de números completamente aleatorio.
Resultó que había exactamente cincuenta símbolos. Cal señaló que cincuenta era el número total de caras de los cinco sólidos pitagóricos o platónicos. Pero cuando le preguntaron adónde llevaba aquello, sólo pudo encogerse de hombros.
Al principio, Gun y Saul no pudieron dejar de preguntarse si Franz no había destrozado todos sus libros y papeles en una especie de arrebato psicótico. Pero concluyeron que eso habría sido una tarea imposible, al menos en tan poco tiempo.
—Todo estaba hecho trizas, como si fuera estopa.
Gun guardó algunas muestras del extraño confeti, «fragmentos irregulares, de unos tres milímetros de anchura por término medio», nada que pudiera hacer una máquina destructora de documentos, por avanzada que fuese (y eso pareció zanjar la sospechas de que la máquina de Gun, o alguna otra supermáquina italiana, pudieran haber formado parte de algún modo en el asunto).
Gun también desmontó los binoculares de Franz (tras llamar a su amigo óptico, que entre otras cosas había investigado y desmitificado a conciencia el famoso Cráneo de Cristal), pero no descubrieron ningún posible truco. La única circunstancia notable fue la manera en que los prismas y lentes habían sido aplastados.
«¿Más estopa?»
Gun encontró un fallo en la detallada narración que dio Franz cuando se recuperó lo suficiente:
—No se pueden ver colores espectrales con la luz de la luna. Las formas cónicas de la retina no son tan sensibles.
—La mayoría de la gente ni siquiera puede ver el destello verde del sol poniente —replicó Franz con algo de brusquedad—. Sin embargo a veces está presente.
—Hay que creer que hay algo de sentido en todo lo que dicen los locos —fue el comentario de Saul.
—¿Locos?
—Todos nosotros.
Gun y él todavía viven en el 811 de Geary. No han encontrado nuevos fenómenos paramentales…, al menos no todavía.
Los Luque están aún allí. Dorotea mantiene en secreto la existencia de los trasteros, especialmente al propietario:
—Si lo supiera, querría alquilarlos.
La historia de Femando, según fue interpretada por fin entre Dorotea y Cal, fue sencillamente que había advertido la pequeña alacena en el trastero mientras ordenaba las cajas para hacer espacio y que eso le llamó la atención (
¡Misterioso!
), así que cuando el «señor Juestón» se vio aterrorizado, lo recordó y siguió una corazonada. La alacena, por las manchas del fondo, había contenido antaño abrillantador para muebles, metales y zapatos, pero durante casi cuarenta años sólo había ocultado el Libro—Cincuenta.
Los tres Luque y los demás (nueve en total con las acompañantes de Gun y Saul, el número adecuado para una fiesta romana clásica, según observó Franz) fueron finalmente de excursión a Corona Heights. Ingrid, la acompañante de Gunnar, era alta y rubia, igual que él, y trabajaba en la Agencia de Protección del Medio Ambiente, y fingió sentirse muy impresionada por el Museo juvenil. Mientras que Joey, la amiga de Saul, era una pelirroja dietista con conexiones en la comunidad teatral. Las colinas parecían muy distintas ahora que las lluvias de invierno las habían vuelto verdes. Sin embargo, encontraron algunos sombríos recordatorios de un período más oscuro: se toparon con las niñitas del San Bernardo. Franz se puso pálido, pero se recuperó rápidamente. Bonita jugó con ellas un rato, fingiendo que era divertido. Al final lo pasaron bien, pero nadie se sentó en el Asiento del Obispo o buscó debajo los signos de un antiguo internamiento.
—A veces creo que la advertencia de no mover los viejos huesos está en la raíz de todo lo para… sobrenatural —observó después Franz.
Intentó volver a ponerse en contacto con Jaime Byers, pero ni las llamadas telefónicas ni las cartas recibieron contestación.
Más tarde se enteró de que el adinerado poeta y ensayista, acompañado por Fa Lo Suee (y al parecer también por Shirl Somaes), había emprendido una larga vuelta al mundo.
—Alguien lo hace siempre al final de las historias de terror sobrenatural —comentó amargamente, con humor algo forzado—.
El perro de los Baskerville
y todo eso. Me gustaría saber quiénes fueron sus fuentes aparte de Klaas y Ricker. Pero tal vez lo mejor sea que no lo averigüe.
Cal y él comparten ahora un apartamento cerca de Nob Hill. Aunque no se han casado, Franz jura que nunca volverá a vivir solo. Nunca volvió a dormir otra noche en la habitación 607.
En cuanto a lo que Cal vio y oyó (e hizo) aquella noche, declara:
—Cuando llegué a la tercera planta oí que Franz empezaba a gritar. Saqué su llave. Todos aquellos trozos de papel lo rodeaban como si fueran un remolino. Pero en el centro lo agarraban y componían una especie de duro pilar con una cima desagradable. Así que dije, imitando a mi padre, las primeras cosas que se me vinieron a la cabeza. El pilar cayó como una piñata mexicana y se convirtió en parte de la tormenta de papel, que se posó muy rápidamente, como copos de nieve en la luna. Tenía varias pulgadas de grosor.