Su mirada cayó sobre el Directorio de San Francisco de 1927 que había robado por la mañana y que ahora formaba la cintura de su Amante del Erudito. Bien podría terminar con esa parte de la investigación ahora, encontrar el nombre de este edificio, si es que tenía uno y si, de hecho, venía catalogado como hotel.
Colocó el grueso volumen sobre su regazo y abrió las amarillentas páginas por la sección de hoteles. En otro momento le habrían divertido los viejos anuncios de medicinas patentadas y barberías.
Pensó en toda la investigación que había hecho esta mañana en el Centro Cívico. Todo parecía ahora muy lejano y bastante ingenuo.
Vamos a ver, lo mejor sería buscar por las direcciones, no por la calle Geary (habría un montón de hoteles en Geary), sino por el 811. Probablemente sólo habría uno, si acaso. Empezó a pasar el dedo por la primera columna, despacio, pero con firmeza.
Estaba en la penúltima columna antes de encontrar un 811. Sí, era en Geary, muy bien. Se llamaba… Hotel Rhodes.
Franz se encontró de pie en el pasillo, ante su propia puerta. Temblaba levemente de arriba abajo.
Entonces advirtió por qué había venido aquí: a comprobar el número de la puerta, la pequeña placa oblonga donde aparecía grabada en gris claro «607». Quería ver su habitación desde fuera (y de paso disociarse de la maldición, apartarse del blanco).
Tenía la sensación de que si llamaba a la puerta ahora mismo (como debió de llamar Clark Smith tantas veces), Thibaut de Castries la abriría, con su rostro chupado convertido en una telaraña de finas arrugas grises, como si se lo hubiera empolvado con cenizas.
Si entraba sin llamar, no pasaría nada. Pero si llamaba, entonces la vieja araña se despertaría…
Sintió vértigo, como si el edificio empezara a doblarse sobre él, a rotar lentamente, al menos al principio. La sensación era similar al pánico ante un terremoto.
Se dijo que tenía que orientarse de inmediato, impedir desplomarse con el 811. Recorrió el oscuro pasillo (la luz situada sobre la puerta del ascensor estaba todavía fundida), dejando atrás el negro trastero, las ventanas pintadas de negro del conducto de ventilación, y subió los dos tramos de escalera, agarrándose al pasamanos para mantener el equilibrio, y pasó bajo la claraboya de la escalera, atravesando la siniestra habitación negra que albergaba bajo una claraboya aún mayor el motor y los relés del ascensor, el Enano Verde y la Araña, y salió a la azotea de alquitrán y grava.
Las estrellas estaban en el cielo donde deberían estar, aunque un poco apagadas por el resplandor de la luna, que estaba en lo alto del cielo, un poco al sur. Orión y Aldebarán subían por el este. Polaris estaba en su lugar perenne. Alrededor se extendía el irregular horizonte, interrumpido por altos edificios y rascacielos marcados de vez en cuando con luces rojas de advertencias y luces amarillas en las ventanas, como consciente de algún modo de la necesidad de conservar energía. Un viento moderado soplaba del oeste.
Desaparecido por fin su aturdimiento, Franz se dirigió a la parte trasera de la azotea, tras las bocas de los conductos de aire que parecían pequeños pozos cuadrados, y cuidando de no tropezar con los tubos de ventilación cubiertos de cables, llegó al borde occidental de la azotea, sobre su habitación y la de Cal. Apoyó una mano sobre el muro bajo. Tras él se hallaba el hueco que pasaba ante la ventana negra que había dejado atrás en el pasillo y las otras ventanas correspondientes a las demás plantas. Recordó que al mismo hueco asomaban las ventanas del cuarto de baño de otro conjunto de apartamentos y también una fila vertical de ventanitas que sólo podían pertenecer a los trasteros en desuso, y que originalmente les darían un poco de luz, según supuso. Miró al oeste, a las luces destellantes de la Torre y la oscuridad irregularmente redondeada de las colinas. El viento refrescó un poco.
«Éste es el Hotel Rhodes —pensó por fin—. Vivo en el 607 de Rhodes, el lugar que he buscado por todas partes. No hay ningún misterio en eso. A mi espalda está la Transamerica Pyramid (5) —miró por encima del hombro y vio que su única luz roja parpadeaba brillante y que sus ventanas iluminadas eran tan estrechas como los agujeros perforados de una tarjeta—. Delante de mí —se volvió— se encuentran la torre del repetidor (4) y la eminencia jorobada y coronada (1) donde están enterradas las cenizas del viejo rey araña, según dicen. Y yo soy el fulcro (0) de la maldición.»
Mientras se decía aquello, las estrellas perecieron oscurecerse un poco, con un brillo enfermizo, y él sintió mareo y cansancio, como si el fresco viento hubiera traído algo maligno del oeste hasta esta oscura azotea, como si alguna enfermedad universal o una contaminación cósmica llegara girando desde Corona Heights para abarcar toda la ciudad y las estrellas, infectando incluso a Orión y el Escudo…, como si con la ayuda de las estrellas él estuviera manteniendo las cosas en su sitio y ahora algo se negara a permanecer en su lugar asignado, rehusando permanecer enterrado y olvidado, como el cáncer de Daisy, interfiriendo con la regla del número y el orden en el universo.
Oyó un súbito roce tras él y se volvió. No había nada que pudiera ver, y sin embargo…
Se acercó al respiradero más cercano y se asomó. La luz de la luna penetraba hasta su planta, donde la ventanita del trastero estaba abierta. Por debajo quedaba tenuemente iluminada por dos de las ventanas de los cuartos de baño, luz indirecta que manaba de los salones de esos apartamentos. Oyó un sonido parecido a un animal resoplando, ¿o era su propia respiración reflejada por la plancha de hierro? Y le pareció ver moverse (pero estaba muy oscuro) algo con demasiados brazos, subiendo y bajando rápidamente.
Volvió la cabeza y luego miró hacia arriba, como buscando la ayuda de las estrellas, pero éstas parecieron tan solitarias y despreocupadas como las mismas lejanas ventanas que ve un hombre a punto de ser asesinado en un páramo o de hundirse en el Gran Pantano de Grimpen de madrugada. El pánico se apoderó de él y corrió por donde había venido. Al atravesar la negra habitación del ascensor, los grandes interruptores de cobre chasquearon ruidosamente y los relés rechinaron, apresurando su huida como si hubiera una araña monstruosa corriendo tras él siguiendo las órdenes del Enano Verde.
Consiguió controlarse un poco al bajar la escalera, pero al llegar a su planta y pasar ante la ventana pintada de negro (cerca de la oscura lámpara del techo), tuvo la sensación de que había algo firmemente ágil agazapado al otro lado, colgando del conducto de aire, a medio camino entre una pantera negra y un mono arácnido, pero quizás con tantos brazos como una araña y con la cara arrugada y cenicienta de Thibaut de Castries, a punto de irrumpir a través del cristal. Al pasar ante la puerta negra del trastero, recordó la ventanita abierta que daba al hueco, y que no sería demasiado pequeña para una criatura así. Y el trastero mismo estaba justo contra la pared en la que se apoyaba su sofá. ¿Cuántos de los habitantes de una gran ciudad, se preguntó, saben algo de lo que hay al otro lado de las paredes exteriores de nuestros apartamentos, a menudo la misma pared contra la que dormimos, tan ocultos e inalcanzables como nuestros órganos internos? Ni siquiera podemos confiar en las paredes que nos guardan.
En el pasillo, la puerta del trastero pareció hincharse de repente. Durante un frenético instante pensó que se había dejado las llaves en la habitación, pero entonces las encontró en su bolsillo y localizó la adecuada. Abrió la puerta y entró, echando el doble cerrojo contra lo que pudiera haberle seguido desde la azotea.
Pero ¿podía confiar en su habitación con la ventana abierta? No importaba lo inalcanzable que fuera en teoría. Revisó de nuevo todo el lugar, esta vez sintiéndose obligado a mirar en cada espacio. Ni siquiera vaciar los cajones y mirar tras los libros le hizo sentirse cohibido. Buscó por fin en su armario tan concienzudamente que descubrió en el suelo, junto a la pared, junto a unas botas, una botella sin abrir de kirschwasser que debió de guardar allí hacía más de un año, cuando todavía bebía.
Miró hacia la ventana con sus trozos de papel arrugado e imaginó a De Castries cuando vivía allí. Sin duda la vieja araña se había sentado ante la ventana durante largas horas, contemplando su futura tumba en Corona Heights con el boscoso Monte Sutro detrás. ¿Había previsto la torre que se alzaría allí? Los viejos espiritistas y ocultistas creían que los restos astrales, el polvo ódico de una persona permanecía en las habitaciones donde había vivido.
¿Qué más había soñado aquí la vieja araña mientras se mecía un poco en la silla? ¿En sus días de gloria en el Frisco anterior al terremoto? ¿En los hombres y mujeres que había impulsado a suicidarse, o colocado bajo varios fulcros para que fueran aplastados? ¿En su padre (aventurero en África o impresor arruinado), en su pantera negra (si es que alguna vez había tenido una, no ya varias), en su joven amante polaca (o esbelta Anima—mujer), su Señora del Velo? ¡Si tan sólo tuviera alguien con quien hablar y sentirse libre de estos morbosos pensamientos! Si Cal y los demás volvieran del concierto. Pero su reloj de pulsera indicó que sólo eran poco más de las nueve. Era difícil creer que las búsquedas en su habitación y su visita a la azotea habían requerido tan poco tiempo, pero la manecilla de su reloj giraba firmemente con pequeñas sacudidas casi imperceptibles.
La idea de las horas solitarias que le esperaban le hizo desesperarse, y la botella que tenía en la mano con su blanca promesa de olvido le tentó, pero el temor de lo que podría suceder cuando se hubiera emborrachado fue aún mayor.
Depositó el brandy de cerezas junto al correo de ayer, que tampoco había abierto, y sus prismas y su pizarra. Creía que ésta estaba limpia, pero ahora advirtió que tenía algunas marcas. La cogió, junto con la tiza y los prismas y la acercó a la lámpara encendida junto al sofá. Pensó en encender la luz de doscientos vatios del techo, pero no le gustaba la idea de que su ventana destacara de forma tan brillante para alguien que pudiera observarle, tal vez desde Corona Heights.
Había marcas de tiza arácnidos en la pizarra: media docena de débiles triángulos que se estrechaban hacia la esquina inferior, como si alguien o alguna fuerza hubiera estado esbozando levemente (moviendo tal vez la tiza como el indicador de un tablero de Ouija) el rostro de su paramental. Y ahora la tiza y uno de los prismas saltaban como indicadores, pues sus manos temblaban.
Su mente quedó como paralizada, casi en blanco, por el súbito miedo, pero un rinconcito libre pensó en cómo una estrella blanca de cinco puntas con una punta dirigida hacia
arriba
(o hacia afuera), se supone que es un hechizo para proteger una habitación de la entrada de espíritus malignos, como si la entidad inquisidora quedara empalada por la punta de la estrella, y por eso Franz apenas se sorprendió cuando colocó la pizarra sobre el extremo de su mesa de café y se puso a dibujar estrellas en el alféizar de las ventanas, la abierta y la cerrada del cuarto de baño, y encima de su puerta. Se sentía un poco ridículo, pero ni siquiera consideró no terminar las estrellas. De hecho, su imaginación consideró la posibilidad de que hubiera aún más pasadizos secretos y lugares donde esconderse en el edificio, aparte de los respiraderos y los trasteros (en el Hotel Rhodes tenía que haber un hueco para la ropa y un montaplatos y quién sabía qué puertas auxiliares) y se molestó por no poder inspeccionar las paredes negras del armario con más atención, y al final cerró las puertas y trazó una estrella con tiza sobre ella, y una pequeña sobre el tragaluz.
Estaba pensando en dibujar otra estrella sobre la pared contigua al trastero del pasillo cuando llamaron bruscamente a la puerta. Franz colocó la cadena antes de abrirla los cinco centímetros que ésta permitía.
La mitad de una boca dentuda y un gran ojo marrón le sonreían desde el otro lado de la cadena.
—¿Ajedrez? —dijo una voz.
Franz quitó rápidamente la cadena y abrió la puerta, ansioso. Se sintió enormemente aliviado por tener con él a una persona familiar, decepcionado de que fuera alguien con quien apenas podía comunicarse (desde luego no sobre el tema que abarrotaba su mente), pero se consoló con la idea de que al menos compartían el lenguaje del ajedrez. Eso le ayudaría a pasar el tiempo.
Fernando entró sonriendo, aunque frunció el ceño ante la cadena, y luego miró intrigado a Franz cuando éste volvió a cerrar la puerta y echó el cerrojo.
Por respuesta, Franz le ofreció una copa. Las negras cejas de Fernando se alzaron al ver la botella cuadrada, y sonrió aún más y asintió, pero cuando Franz abrió la botella y le sirvió un vasito vaciló, preguntando con sus rasgos móviles y sus expresivas manos por qué Franz no bebía.
Como solución más simple, Franz se sirvió un poco en otro vaso, ocultando la cantidad con los dedos, y se llevó el vaso a la boca hasta que el aromático líquido humedeció sus labios cerrados. Le ofreció a Fernando una segunda copa, pero el peruano señaló las piezas de ajedrez y luego a su cabeza, que sacudió sonriente.
Franz colocó el tablero de forma algo precaria sobre los clasificadores doblados de la mesita de café, y se sentó en la cama. Fernando miró vacilante la disposición, luego se encogió de hombros y sonrió, acercó una silla y se sentó frente a él. Escogió el peón blanco y cuando terminaron de colocar las piezas abrió confiado la partida.
Franz hizo también sus movimientos rápidamente. Se encontró asumiendo de forma casi automática la rutina de «en guardia» que había empleado en Beaver Street mientras escuchaba a Byers. Su mirada vigilante se movía desde el extremo de la pared que tenía detrás hasta el armario con sus ropas y la puerta, y luego pasaba ante la estantería pequeña hasta la puerta del trastero, sobre la mesa repleta de cartas sin abrir, ante la puerta del cuarto de baño y la estantería grande y la mesa, se detenía en la ventana, luego recorría sus archivadores hasta el radiador y llegaba al otro extremo de la pared que tenía detrás, para empezar de nuevo. Sintió el fantasma de un regusto amargo cuando se humedeció los labios: el
kirschwasser
.
Fernando ganó en veinte movimientos. Miró pensativo a Franz durante unos instantes, como si estuviera a punto de hacer alguna observación sobre su indiferente juego, pero en cambio sonrió y empezó a colocar las piezas con los colores cambiados.