Franz Westen, un escritor que intenta superar su alcoholismo y la muerte de su esposa, se dedica a novelizar la serie televisiva Profundidades extrañas. Pese a que es un hombre culto y plenamente consciente del ínfimo valor que se conceden a sus libros, se toma en serio su trabajo, compartiendo su vida con algunos vecinos de un edificio situado en San Francisco.
Su amor a los libros antiguos le llevará a conocer Megapolisomancia, Una nueva ciencia de las ciudades, una ciencia que versa sobre el lado más oscuro de las ciudades modernas, y un enigmático personaje: el ocultista Thibaut De Castries. Poco a poco se irán conociendo las implicaciones del ocultista con el círculo de San Francisco, a principios del siglo XX, con autores de la talla de Jack London o Ambrose Bierce, y la influencia ejercida sobre un joven prodigio, Clark Ashton Smith, quien después de aquel primer flirteo se enclaustraría en su granja.
La muerte del enigmático personaje dejó muchas preguntas en el aire, y el novelista se va obsesionando cada vez más por desentrañar la madeja, sin ser consciente de que todavía quedaba una baza por jugar, Nuestra Señora de las Tinieblas. Lentamente, la alocada teoría del ocultista empieza a cobrar sentido para él. ¿Existió realmente? ¿Cuál fue su papel? ¿Dónde se encuentra?.
Fritz Leiber
Nuestra Señora de las Tinieblas
ePUB v1.0
OZN12.08.12
Título original:
Our Lady of Darkness
Frit Leiber, 1977.
Traducción: Rafael Marín Trechera
Ilustraciones: Manuel Morales
Diseño/retoque portada: OZN
Editor original: OZN (v1.0)
ePub base v2.0
Una de las novelas más importantes de un verdadero maestro del género fantástico: Fritz Leiber, creador del ciclo de Fafhrd y el Ratonero Gris y el escritor que más premios literarios recibió a lo largo de toda su vida.
"Nuestra Señora de las Tinieblas" es una de las piedras angulares de la narrativa fantástica moderna.
A partir de las revelaciones de un libro raro que encuentra en una librería de viejo, "Megapolisomancia: una nueva ciencia de las ciudades", Franz Westen llega a obsesionarse con las antiguas actividades del autor del texto, Thibaut de Castries, un ocultista que defendía la existencia de entidades paramentales en las ciudades y fundador de una sociedad secreta a la que pertenecieron, entre otros, Jack London y Ambrose Bierce. Hasta que Westen descubre que el apartamento donde vive podría estar directamente relacionado con las actividades desarrolladas por De Castries…
Las páginas de "Nuestra Señora de las Tinieblas" cobran vida a partir de un relato de Thomas de Quincey. En ellas el arte de Fritz Leiber transforma meras sensaciones en la abrumadora presencia de lo sobrenatural. Un clásico del género por derecho propio.
"Nuestra Señora de las Tinieblas" es una historia de terror sobrenatural de primera categoría escrita con la relajada facilidad de un consumado maestro"— David Pringle "Fantasía moderna: las 100 mejores novelas"
Pero la tercera Hermana, que es también la más joven… ¡Cuidado! ¡Susurrad cuando habléis de ella! Su reino no es grande, o de lo contrario no habría nada con vida, pero dentro de ese reino todo el poder es suyo. Su cabeza, enorme como la de Cibeles, se alza más allá del alcance de la vista. Nunca baja la mirada, y sus ojos, al elevarse tanto, puede que queden ocultos por la distancia.
Pero, siendo lo que son, no pueden ocultarse. Puede leerse desde el suelo, a través del tenue velo negro que lleva, la fiera luz de una ardiente miseria, que no descansa mañana ni tarde, ni a mediodía o a medianoche, ni en la pleamar o la bajamar. Ella es la que desafía a Dios. Es también la madre de las locuras, y la que induce a los suicidas. Las raíces de su poder son profundas, pero la nación que gobierna es pequeña. Pues sólo puede acercarse a aquellos en los que una naturaleza profunda ha sido soliviantada por convulsiones centrales, aquellos en quienes el corazón tiembla y el cerebro se mece bajo conspiraciones de tempestades interiores y tempestades exteriores. La Madonna se mueve con pasos inseguros, rápidos o lentos, pero siempre con trágica gracia. Nuestra Señora de los Suspiros se arrastra tímida y furtivamente. Pero esta Hermana más joven se mueve con gestos incalculables, rebotando, y con saltos de tigre. No lleva ninguna llave, pues aunque aparece rara vez entre los hombres, derriba todas las puertas en las que se le permite entrar. Y su nombre es Mater Tenebrarum, Nuestra Señora de las Tinieblas.
Thomas De Quincy
«Levana and Our Three Ladies of Sorrow»
Suspiria de Profundis
La colina empinada y solitaria llamada Corona Heights era negra como la noche y muy silenciosa, como el corazón de lo desconocido. Se alzaba contra las nerviosas y brillantes luces del centro de San Francisco como si fuera una gran bestia nocturna que escrutara su territorio en paciente búsqueda de su presa.
La pálida luna se había puesto, y las estrellas en el negro cielo brillaban todavía afiladas como un diamante. Al oeste se extendía un banco de niebla. Pero al este, más allá del centro comercial de la ciudad y la bahía cubierta de niebla, asomaba la estrecha y fantasmal franja de las primeras luces del amanecer, recortada contra las cimas de las colinas bajas situadas tras Berkeley, Oakland y Alameda y el lejano Monte del Diablo.
A cada lado de Corona Heights las luces de las calles y las casas de San Francisco, más débiles al final de la noche, la bañaban con aprensión, como si fuera realmente un animal peligroso. Pero en la colina en sí no había ni una sola luz. Desde abajo, a un observador le habría resultado imposible distinguir su contorno irregular y las extrañas grietas que coronaban su cima (que incluso las gaviotas evitaban) y salpicaban acá y allá sus faldas peladas y yermas, visitadas de vez en cuando por la niebla, pero carentes de las caricias de la lluvia desde hacía meses.
Algún día la colina tal vez sea arrasada con excavadoras, cuando la avaricia sea aún mayor que hoy y el respeto a la naturaleza primordial sea aún menor, pero ahora todavía podía producir terror y pánico.
Demasiado salvaje y seria para ser un parque, había sido inadecuadamente diseñada como patio de recreo. Cierto, había algunos campos de tenis y limitadas zonas de hierba y edificios bajos y pequeños grupos de pinos en su base, pero aparte de eso, la colina se alzaba escarpada, desnuda y desdeñosamente solitaria.
Y ahora algo parecía agitarse en la oscuridad (era difícil decir qué). Tal vez uno o varios de los perros salvajes de la ciudad, sin hogar durante generaciones, capaces de hacerse pasar por mansos (en una gran ciudad, cuando se ve a un perro que va a lo suyo, sin amenazar a nadie, sin adular a nadie, comportándose de hecho como un buen ciudadano con trabajo que hacer y sin tiempo para tonterías, y si ese perro carece de chapa o collar, entonces pueden estar seguros de que no tiene un dueño descuidado, sino que es salvaje, y está bien adaptado). Tal vez algún animal más salvaje y más secreto que no se había plegado al dominio del hombre, sino que vivía de forma casi invisible contra él. Tal vez, seguramente, un hombre (o mujer) tan hundido en el salvajismo o la psicosis que no necesitaba luz. O tal vez sólo el viento.
Y ahora el lazo de luz al este se volvía rojo oscuro, y todo el cielo se iluminaba de un extremo a otro, las estrellas desaparecían y Corona Heights empezaba a mostrar su superficie seca, hirsuta, marrón claro.
Sin embargo, perduraba la impresión de que la colina estaba inquieta, pues por fin había decidido cuál sería su víctima.
Dos horas más tarde, Franz Westen contemplaba a través de su ventana la torre de televisión de trescientos metros de altura que se alzaba roja y blanca a la luz de la mañana, destacando sobre la bruma nevada que todavía enmascaraba a Sutro Crest y Twin Peaks, situadas a cinco kilómetros de distancia, y contra la que se recortaba Corona Heights, encogida y marrón. La torre de televisión (podríamos llamarla la Eiffel de San Francisco) era ancha de hombros, estrecha de cintura, y con piernas largas como una mujer hermosa y estilizado… o una semidiosa. Mediaba entre Franz y el universo, igual que se supone que el hombre media entre los átomos y las estrellas. Contemplarla, admirarla, casi reverenciarla, era su saludo de cada mañana al universo, su afirmación de que estaban en contacto, antes de hacer el café y volver a meterse en la cama con una carpeta y una pluma para cumplir el trabajo diario de escribir historias de horror sobrenatural y especialmente (su pan y su sal), novelizar el programa de televisión
Profundidades Extrañas
, para que los televidentes pudieran también leer, si así lo querían, la mezcolanza de brujería, Watergate y amores no correspondidos que veían en casa. Un año antes Franz habría estado reflexionando sobre sus desgracias a esta hora de la mañana, preguntándose cuál sería la primera copa del día, si ya la había tomado o si había acabado con todo el alcohol disponible la noche anterior, pero eso quedaba ya en el pasado, y era otra cuestión.
Leves sirenas de niebla se avisaban unas a otras en la distancia. La mente de Franz corrió brevemente cuatro kilómetros más allá, donde la niebla debía de estar cubriendo la bahía de San Francisco, a excepción de las cuatro cimas que abarcaban el primer tramo del puente hasta Oakland. Bajo aquella superficie de aspecto helado habría filas de coches impacientes, la charla de los barcos, y procedente de debajo del agua y el fondo fangoso, pero oído por los pescadores en sus barquitos, el extraño rugido del TRAB (Tren Rápido del Área de la Bahía), que atravesaba las vías subterráneas mientras llevaba a sus trabajos al principal contingente de obreros.
Danzando en el aire llegaban las notas dulces y alegres de un minueto de Telemann que Cal tocaba a la flauta dos pisos más abajo. Franz se dijo que Cal tocaba para él, aunque tenía veinte años más que ella. Miró el retrato al óleo de Daisy, su esposa muerta, junto a un dibujo de la torre de televisión realizado con líneas negras como telarañas en cartulina roja fluorescente, y no sintió ninguna culpa. Tres años de pena de borracho (todo un récord) lo habían borrado todo, hasta que lo superó hacía un año.
Bajó la mirada hasta la cama del estudio, todavía a medio deshacer. En la mitad intacta, junto a la pared, había un pintoresco montón de revistas, ediciones en rústica de novelas de ciencia ficción, unas cuantas novelas de detectives en edición de tapa dura, todavía con su envoltorio de celofán, y media docena de brillantes libritos como
Golden Guides
(Guías Doradas) y
Knowledge Through Color
(El conocimiento a través del color), su lectura recreativa, opuesta a su material de trabajo y de referencia, que le esperaba sobre la mesita de café junto a la cama. Habían sido su compañía principal, y casi la única, durante los tres años que había permanecido borracho contemplando estúpidamente la tele.
Pero siempre las había ojeado y hasta estudiaba sus brillantes páginas de vez en cuando. Apenas un mes antes se le ocurrió que su alegre disposición casual componía una mujer esbelta y descuidada tendida junto a él sobre la colcha: por eso nunca ponía las revistas en el suelo, por eso se contentaba con la mitad de la cama, por eso las disponía inconscientemente en forma de mujer con piernas largas, larguísimas. Decidió que eran la «amante del erudito», sobre la analogía de «amante holandesa» ese almohadón largo y flexible al que se agarran los durmientes en los países tropicales para que capture el sudor, una compañera secreta, una
call girl
atrevida pero estudiosa, una hermana delgada e incestuosa, eterna camarada de su trabajo de escritor.