Durmió como un tronco y sin ningún sueño que luego recordase.
Se despertó completamente descansado, la mente despejada y muy tranquila, sus pensamientos medidos y seguros: la bendición de un buen sueño. El aturdimiento y la inseguridad de la noche anterior habían desaparecido. Recordó todos los hechos de ayer tal como habían sucedido, pero sin los tonos emocionales de excitación y miedo.
La constelación de Orión asomaba por su ventana, diciéndole que se acercaba el amanecer. Sus nueve brillantes estrellas componían un anguloso reloj de arena inclinado, desafiando al otro reloj más pequeño y estilizado creado por las diecinueve luces parpadeantes del repetidor de la torre de televisión.
Franz se preparó rápidamente una taza de café con la misma agua caliente del grifo, luego se puso las zapatillas y la bata y cogió sus binoculares dirigiéndose a la azotea. Se sentía pleno de facultades. Las ventanitas negras de los respiraderos y las puertas sin pomo de los trasteros sin usar eran tan fáciles de detectar como las puertas de las habitaciones ocupadas y los viejos pasamanos, repintados muchas veces, que tocaba al subir.
En la habitación de la azotea su pequeña linterna mostró los cables brillantes, el oscuro motor eléctrico, y los fríos y silenciosos brazos de hierro de los relés que se sacudirían violentamente, haciendo mucho ruido, chasqueando y agitándose, si alguien pulsaba un botón abajo. El enano verde y la araña.
Fuera, el viento de la noche arreciaba. Al pasar ante un pozo de ventilación, Franz se detuvo y por impulso dejó caer un poco de grava. El sonidito brusco con sus leves tonos huecos tardó unos ocho segundos en llegarle desde abajo, según calculó. Unos veinticinco metros, eso era. Sintió satisfacción al pensar en cómo estaba despierto y con la cabeza despejada mientras mucha gente dormía todavía.
Contempló las estrellas que tachonaban la negra cúpula de la noche como pequeños clavos de plata. A pesar de las brumas y nieblas de San Francisco y el smog que llegaba de Oakland y San José, la noche era buena. La luna se había puesto. Franz estudió amorosamente la superconstelación de brillantes estrellas que llamaba el Escudo, un hexágono que se extendía por el cielo con sus vértices marcados por Capella al norte, la brillante Pólux (con Cástor cerca y ahora también Satumo), Proción, una estrella de la constelación boreal llamada Can Menor, Sirio, la más brillante de todas, el azulino Rigel de Orión, y (al norte de nuevo) Aldebarán, dorada y rojiza. Tras poner sus binoculares en funcionamiento, escrutó el dorado enjambre de las Híades y luego, bastante cerca del Escudo, la diminuta mancha blancoazulada de las Pléyades.
Las estrellas, firmes y seguras, encajaban con el estado de ánimo de su mente esta mañana y lo reforzaban. Buscó de nuevo Orión, luego bajó la mirada hacia el destellante repetidor de televisión. Bajo él, Corona Heights era una joroba negra contra las luces de la ciudad.
Recordó (claro como una gota de cristal, cómo se le aparecían los recuerdos últimamente después de despertarse) como cuando vio por primera vez de noche la torre del repetidor pensó en una línea de una historia de Lovecraft,
The Haunter of the Dark
(El morador de las tinieblas), donde el observador de otra aciaga colina (Federal, en Providence) ve que «la roja señal de Industrial Trust ardía volviendo grotesca la noche». Cuando vio por primera vez la torre pensó que era más que grotesca, pero ahora (¡qué extraño!) se había vuelto casi tan tranquilizadora para él como la estrellada Orión.
«¡
El morador de las tinieblas
!», pensó con una risa silenciosa. Ayer había vivido una parte de un relato que bien podía llamarse «El acechante de la cima». ¡Qué extraño!
Antes de regresar a su habitación escrutó brevemente los oscuros rectángulos y la delgada pirámide de los rascacielos del centro (los cocos del viejo Thibaut), el más alto de los cuales tenía sus propias luces rojas de advertencia.
Se preparó más café, esta vez usando el hornillo y añadiendo azúcar y leche. Entonces se tumbó en la cama, decidido a usar la mente para clarificar asuntos que le habían parecido neblinosos la noche anterior. El libro de Thibaut y el ajado diario componían ya la cabeza de su pintoresca Amante del Erudito junto a él en la cama. Añadió los gruesos rectángulos negros de
The Outsider
(El extraño) de Lovecraft y
Collected Ghost Stories
(Historias de fantasmas) de Montague Rhodes James, y también varios ejemplares amarillentos de
Weird Tales
(algún puritano les había arrancado las portadas) que contenían relatos de Clark Ashton Smith, por lo que tuvo que tirar al suelo algunas brillantes revistas y las pintorescas servilletas.
—Te estás consumiendo, querida —dijo alegremente en sus pensamientos—, te ponen tonos oscuros. ¿Te vistes para un funeral?
Luego, durante un rato, leyó sistemáticamente
Megapolisomancia
. Santo Dios, el tipo podía emplear un estilo brillante y erudito bastante bien. Por ejemplo:
A lo largo de toda la historia siempre ha habido una o dos ciudades de tamaño monstruoso: Babel o Babilonia, Ur—Lhassa, Siracusa, Roma, Samarcanda, Tenochtitlán, Pekín…. pero nosotros vivimos en la Era Megapolitana (o Necropolitana), donde esas aciagas lacras son múltiples y amenazan con abarcar y envolver el mundo con ciudades funerarias y multipotentes. Necesitamos un Pitágoras Negro para que revele la capa maligna de nuestras monstruosas ciudades y sus hediondas y chirriantes canciones, igual que el Pitágoras Blanco reveló la capa de las esferas celestiales y sus sinfonías cristalinas hace dos mil quinientos años
.
O, añadiendo más de su cosecha de lo oculto:
Puesto que los hombres de las ciudades modernas habitamos ya en tumbas, acostumbrados a la mortalidad, surge la posibilidad de la prolongación indefinida de esta muerte en vida. Sin embargo, aunque es bastante practicable, sería una existencia morbosa y abatida, sin vitalidad o incluso pensamientos, sino sólo paramentación, y nuestros compañeros las entidades paramentales de origen azoico son más sañudas que las arañas o las comadrejas.
¿Qué sería aquello de la paramentación? ¿Trance? ¿Sueños opiáceos? ¿Oscuros fantasmas rebullentes nacidos de la privación sensorial? ¿O algo completamente diferente?
El material ciudadano electro—mefítico del que hablo tiene potencial para conseguir vastos efectos en tiempos y localidades distantes, incluso en el lejano futuro y en otros mundos, pero no pretendo discutir en estas páginas de las manipulaciones requeridas para su control y manipulación.
Sin poder contener una exclamación de sorpresa, Franz recogió uno de los ajados pulps y sintió la tentación de leer la maravillosa fantasía de Smith,
The City of the Singing Flame
(La ciudad de la llama cantarina), donde grandes metrópolis se mueven y libran guerras, pero apartó decididamente la revista y cogió el diario.
Smith (estaba seguro de que se trataba de él) se había impresionado mucho con De Castries (así debía ser), casi cincuenta años antes. Y estaba claro que había leído
Megapolisomancia
. A Franz se le ocurrió que este ejemplar perteneció probablemente a Smith.
Leyó un pasaje típico del diario.
Tres horas hoy en 607 Rhodes con el furioso Tybalt. Todo lo que pude aguantar. La mitad del tiempo despotricando de sus acólitos caídos, la otra mitad lanzándome desdeñosamente fragmentos de la verdad paranatural. ¡Pero qué fragmentos! ¡Esa parte sobre el significado de las calles en diagonal!
Cómo ve el viejo diablo en las ciudades y sus enfermedades invisibles. Es un nuevo Pasteur, pero de lo muerto—vivo.
Dice que su libro es material infantil, pero lo nuevo (el núcleo y el porqué y el cómo de su funcionamiento) lo mantiene en su mente y en el Gran Cifrador del que es tan sibilino. A veces llama al Cifrador su Libro—Cincuenta, es decir, si tengo razón y son lo mismo. ¿Por qué cincuenta?
Tendría que escribirle a Howard sobre esto, le sorprendería y le transfiguraría, sí: está de acuerdo e ilumina el horror decadente y pútrido que encuentra en Nueva York, Boston e incluso en Providence (¡no levantinos y mediterráneos, sino paramentales medio sentidos!). Pero no estoy seguro de que pudiera soportarlo. Por cierto que tampoco sé cuánto podré soportar yo. Cuando doy a entender al viejo Tiberio que comparta su conocimiento paranatural con otros espíritus afines, se vuelve tan horrible como el emperador de su apodo en sus últimos días en Capri y vuelve a maldecir a aquellos que considera caídos y le traicionaron en la Orden Hermética que creó.
Tengo que salir de aquí: tengo todo lo que puedo usar para escribir esas historias que lo están pidiendo a gritos. Pero ¿puedo renunciar al éxtasis definitivo de saber que cada día oiré de los labios del Pitágoras Negro una nueva verdad paramental? Es como una droga. ¿Quién puede renunciar a esa fantasía? Especialmente cuando la fantasía es la verdad.
Lo paranatural, sólo una palabra, ¡pero lo que significa!
Lo sobrenatural, un sueño de abuelas y sacerdotes y escritores de terror ¡Pero lo paranatural! Sin embargo, ¿cuánto podré soportar? ¿Podría aguantar el contacto directo con una entidad paramental y no destrozarme?
Volviendo a hoy, sentí que mis sentidos se estaban metamorfoseando. San Francisco era una meganecrópolis vibrando de paramentales al borde de la visión y la audición, cada manzana un cenotafio surreal que enterraría a Dalí, y yo uno de los muertos vivientes consciente de todo con frío deleite. ¡Pero ahora tengo miedo de las paredes de esta habitación!
Franz miró con una risita a la pared desconchada cerca de la cama y bajo el arácnido dibujo del repetidor de televisión con su rojo tono fluorescente.
—Estaba verdaderamente trastornado, ¿eh, querida? —le dijo a su Amante del Erudito.
Entonces volvió a concentrarse. El «Howard» mencionado tenía que ser Howard Phillips Lovecraft, ese Poe puritano del siglo xx, con su lamentable pero innegable repulsa hacia los enjambres de inmigrantes que sentía estaban amenazando las tradiciones y monumentos de su amada Nueva Inglaterra y toda la costa este (¿No había escrito Lovecraft como «negro» de un hombre llamado Castries? ¿O Catser? ¿Quizá Carswell?). Smith y él mantuvieron una estrecha amistad epistolar. Y la mención de un Pitágoras Negro bastaba para demostrar que el escritor del diario había leído el libro de De Castries. Y aquellas referencias a una Orden Hermética y a un Gran Cifrador (o Libro—Cincuenta) sacudían la imaginación. Pero Smith (¿quién si no?) se había sentido tan aterrado como fascinado por las divagaciones de su extraño mentor.
Se apreciaba aún con más claridad en un párrafo posterior.
Odié lo que el sonriente Tiberio dio a entender hoy sobre la desaparición de Bierce y las muertes de Sterling y Jack London. No sólo que fueron suicidios (cosa que niego categóricamente, sobre todo en el caso de Sterling), sino que hubo otros elementos en sus muertes, elementos para los que el viejo diablo parece requerir crédito.
Está claro que desvariaba cuando dijo: «Puedes estar seguro de una cosa, mi querido muchacho, que todos ellos lo pasaron mal paramentalmente antes de que se lanzaran, o fueran lanzados, a sus grises infiernos paranaturales. Es muy inquietante, pero es el destino común de los Judas, y de los pequeños entrometidos», añadió, mirándome por debajo de sus pobladas cejas blancas.
¿Podría estar hipnotizándome?
¿Por qué espero, ahora que las amenazas sobrepasan las revelaciones? Esas cosas inconexas sobre las técnicas para dar olor a las entidades paramentales… claramente fueron una amenaza.
Franz frunció el ceño. Sabía bastante sobre el brillante grupo literario centrado en San Francisco a principios de siglo y del número de ellos, extrañamente elevado, que tuvo un final trágico: el escritor macabro Ambrose Bierce, que desapareció en el México sacudido por la revolución de 1913; London, que moriría poco después de uremia y envenenamiento por morfina, y el poeta fantástico Sterling, que pereció envenenado en los años veinte. Pensó que tendría que preguntarle a Jaime Donaldus Byers sobre el tema a la primera oportunidad.
La última entrada del diario, interrumpida a mitad de una frase, tenía el mismo estilo:
Hoy sorprendí a Tiberio escribiendo con tinta negra en una especie de libro de cuentas. ¿Su Libro—Cincuenta? ¿El Gran Cifrador? Logré ver una página de lo que parecían signos astronómicos y astrológicos (¿podrían haber cincuenta?), antes de que lo cerrara de golpe y me acusara de espiarlo. Intenté calmarlo, pero él se negó a hablar de nada más.
¿Por qué me quedo? ¡Ese hombre es un genio (¿paragenio?), pero también es un paranoico!
Agitó el libro ante mí, gritando: «Tal vez vengas a hurtadillas una noche cualquiera y lo robes! Sí, ¿por qué no lo haces? ¡Sólo sería tu final, paramentalmente hablando! Eso no haría daño. ¿O sí? .
Sí, por Dios, es hora de que…
Franz echó un vistazo a las páginas siguientes, todas en blanco, y luego miró la ventana, que desde la cama mostraba sólo la pared igualmente blanca del más cercano de los dos rascacielos.
Pensó qué extraña fantasía sobre edificios era todo esto: las ominosas teorías de De Castries sobre ellos, Smith viendo a San Francisco como… sí, una meganecrópolis, el horror de Lovecraft hacia las enormes torres de Nueva York, los rascacielos del centro vistos desde la azotea, el mar de tejados que había visto desde Corona Heights, y este viejo edificio ajado, con sus pasillos oscuros y su vestíbulo vacío, sus extrañas ventilaciones y sus trasteros, sus ventanas negras y sus agujeros ocultos.
Franz se sirvió más café (ya hacía rato que era de día), y se llevó a la cama un puñado de libros de la estantería. Para hacerles espacio, tuvo que tirar al suelo más revistas. Bromeó con su Amante del Erudito.
—Te vuelves más sombría y más intelectual, querida, pero ni un día más vieja y te mantienes tan delgada como siempre. ¿Cómo lo consigues?
Los nuevos libros eran un claro ejemplo de lo que consideraba su biblioteca de referencias sobre cosas realmente extrañas. No trataban sobre el nuevo material de ocultismo, que tendían a ser obra de charlatanes y timadores, o ingenuos que se engañaban a sí mismos e ignoraban lo que era ser erudito, residuos de la marea de la brujería (sobre la que Franz era tan escéptico), pero que se acercaban al tema desde puntos de vista firmes. Los hojeó rápidamente, con intensidad, complacido, mientras sorbía su humeante café. Estaba el libro del profesor D. M. Nostig
The Subliminal Occult
(Lo oculto subliminal), un libro curioso e intensamente escéptico que desmonta con rigor todas las reclamaciones de los parapsicólogos y todavía encuentra un residuo para lo inexplicable; la inteligente y profunda monografía de Montague
White Tape
(Cinta Blanca), con su tesis de que la civilización está siendo asfixiada, momificada por sus propios archivos, los burocráticos y todos los demás, y por sus autoobservaciones infinitamente recesivas; ejemplares raídos de dos libros extremadamente raros y considerados espúreos por muchos críticos;
Ames et Fantómes
de Doleur
del Marqués de Sade y
Knochenmüdchen in Pelze (mit Peitsche)
de Sacher—Masoch;
De profundis
, de Oscar Wilde, y
Suspiria de profundis
(con sus Tres Señoras de la Pena) de Thomas De Quincey, ese viejo—comedor de opio y metafísico, ambos libros corrientes pero extrañamente ligados por algo más que sus títulos;
The Mauritzius Case
(El caso Mauritzius) de Jacob Wasserman;
Viaje al fin de la noche
, de Céline; varios ejemplares de la revista Gnostica de Bonewits;
The Spider Glyph in Time
(El glifo araña en el tiempo) de Mauricio Santos—Lobos; y la monumental
Sex, Death and Supernatural Dread
(Sexo, muerte y temores sobrenaturales) de la doctora Frances D. Lettland.