La risa se repitió, ascendiendo hasta un alarido, y de detrás de las rocas, por el sendero de abajo, llegaron corriendo dos niñas pequeñas vestidas con ropa azul oscuro. Una capturó a la otra y las dos giraron, chillando felices, en un remolino de brazos bronceados y pelo rubio.
Franz apenas tuvo tiempo de pensar cómo refutaba aquello las preocupaciones de Cal (y las suyas propias) sobre esta zona, ni para considerar que no parecía adecuado que los padres dejaran que unas niñas tan pequeñas y atractivas como éstas (no podían tener más de siete u ocho años) jugaran en un sitio tan solitario, cuando detrás de las rocas apareció un obeso San Bernardo, a quien las niñas incluyeron de inmediato en su juego. Poco después, se fueron corriendo por el sendero que Franz había subido, con su gran protector tras ellas. No habían visto a Franz o bien habían fingido no hacerlo, cosa típica en las niñas pequeñas.
Franz sonrió al comprobar como el incidente había demostrado su insospechado nerviosismo residual. El sándwich ya no le pareció seco.
Hizo una pelota con el papel del envoltorio y se la guardó en el bolsillo. El sol se dirigía ya al oeste y golpeaba las distantes paredes que tenía enfrente. El viaje y la escalada habían ocupado más tiempo del que esperaba, y había pasado un buen rato aquí sentado. ¿Cómo era el epitafio que Dorothy Sayers había visto en una vieja lápida y considerado el pináculo de toda la sabiduría?
Ah, sí: «Es más tarde de lo que crees». Habían escrito una canción popular con aquello poco antes de la segunda guerra mundial: «Disfruta, disfruta, es más tarde de lo que crees». Había una sutil ironía. Pero él tenía tiempo de sobra.
Se entretuvo otra vez con los binoculares, estudiando la cima medieval de un marrón verdoso del Hotel Mark Hopkins que remataba el bar—restaurante Cima del Mark. La catedral de Grace en lo alto de Nob Hill quedaba oculta por los altos edificios de allí, pero el cilindro modernista de la catedral de Santa María se alzaba claramente en la recién bautizada Cathedral Hill. Se le ocurrió una tarea agradable: divisar el edificio de su apartamento. Desde su ventana podía ver Corona Heights. Ergo, desde Corona Heights podría ver su ventana. Sería una estrecha rendija entre dos edificios, se recordó, pero el sol estaría dando en esa rendija ahora mismo, proporcionando buena iluminación.
Para decepción suya, la tarea resultó ser extremadamente difícil. Desde aquí, los tejados más bajos eran casi un mar sin forma, literalmente, y costaba trabajo seguir la línea de las calles: era un tablero de ajedrez visto de lado. La tarea le absorbió tanto que olvidó sus inmediaciones. Si las niñas hubieran regresado ahora y se le hubieran quedado mirando, probablemente Franz ni siquiera se habría dado cuenta. Sin embargo, el tonto problema en el que se había enzarzado era tan difícil que más de una vez estuvo a punto de renunciar.
De hecho, los tejados de una ciudad eran un mundo alienígena y oscuro propio de cuya existencia las miríadas de habitantes de debajo ni siquiera sospechaban. Un mundo que sin duda tenía sus propios habitantes, sus propios fantasmas y «entidades paramentales».
Pero se enfrentó al desafío y con la ayuda de un par de depósitos de agua familiares que sabía cerca y un cartel HOTEL BEDFORD pintado en grandes letras negras en la pared lateral de un edificio cercano, identificó por fin el edificio de su apartamento.
Estaba completamente enfrascado en su tarea.
¡Sí, allí estaba la rendija, por Dios! Y su ventana, la segunda desde arriba, muy diminuta pero muy clara a la luz del sol. Era una suerte que la hubiera localizado ahora: la sombra que recorría la pared pronto la oscurecería.
Y entonces sus manos empezaron a temblar tanto que tuvo que soltar los binoculares. Sólo la correa impidió que se estrellaran contra las rocas.
Una forma marrón oscura se había asomado a su ventana y le saludaba.
Lo que pasó por su mente fueron un par de versos de una cancioncilla popular que empieza así:
Taffy era galés, Taffy era ladrón.
Taffy vino a mi casa y me robó un trozo de jamón
Pero era el final lo que se repetía en su cabeza:
Fui a casa de Taffy, pero Taffy no estaba allí.
Taffy fue a mi casa y la médula me robó a mí.
«Por el amor de Dios, no te excites —se dijo, agarrando los binoculares y alzándolos de nuevo—. Y deja de respirar tan entrecortadamente, no has estado corriendo».
Pasó algún tiempo localizando otra vez su edificio y la rendija (¡maldito fuera aquel mar de tejados!), pero cuando lo hizo localizó otra vez la forma en su ventana. Marrón claro, como huesos viejos. «¡No me seas morboso! Podrían ser las cortinas —se dijo—, revoloteadas por el viento.» Habría dejado la ventana abierta.
Entre los edificios altos soplaban vientos extraños. Sus cortinas eran verdes, desde luego, pero tenían un forro con un tono parecido. Y la figura no le saludaba (el bailoteo se debía a los binoculares), sino que le observaba pensativa, como diciendo: «Ha decidido. visitar mi casa, señor Westen, así que yo decidí aprovechar la oportunidad para echar un vistazo a la suya». ¡Basta!, se dijo. Lo último que necesitamos ahora es la imaginación del escritor.
Bajó los binoculares para dar a su corazón una oportunidad de apaciguarse y para mover sus dedos atenazados. De repente, la furia lo inundó. ¡Con sus fantasías había perdido de vista el claro hecho de que alguien estaba hurgando en su habitación!
Pero ¿quién? Dorotea Luque tenía una llave maestra, cierto, pero no era nada fisgona, ni su grave hermano Fernando, que se encargaba de las chapuzas y apenas hablaba inglés aunque era bastante bueno jugando al ajedrez. Franz le había dado una copia de su llave a Gun la semana anterior (cuestión de un paquete que tenían que entregar cuando estaba fuera), y no la había recuperado. Eso significaba que o bien Gun o Saul (o incluso Cal) podrían tenerla ahora. Cal tenía una vieja bata de baño que usaba a veces…
Pero no, era ridículo sospechar de ninguno de ellos. ¿Qué era lo que había oído decir a Saul en la escalera? El «mangante» que preocupaba a Dorotea Luque. Eso tenía más sentido. «Acéptalo», se dijo. Mientras estaba perdiendo el tiempo aquí, satisfaciendo oscuras necesidades estéticas, algún ladronzuelo, probablemente enganchado a las drogas duras, se había colado en su apartamento y lo estaba dejando limpio.
Volvió a coger los binoculares lleno de furia y encontró su apartamento de inmediato, pero esta vez era ya demasiado tarde.
Mientras templaba sus nervios y especulaba descabelladamente, el sol se había movido, la rendija se había llenado de sombras y ya no pudo distinguir su ventana, mucho menos una figura en ella.
Su ira se apagó. Se dio cuenta de que se trataba de la reacción por el shock ante lo que había visto… o había creído ver. No, había visto algo, pero ¿quién podía estar seguro exactamente de qué?
Se puso en pie, lentamente, pues tenía las piernas un poco entumecidas y la espalda dolorida, y se puso a caminar con cuidado. Se sentía deprimido, y no era extraño, pues hilos de niebla soplaban desde el oeste, alrededor de la torre de televisión, medio cubriéndola. Había sombras por todas partes. Corona Heights había perdido su magia. Franz sólo quería marcharse de aquí lo más pronto posible (y volver a comprobar su habitación), así que después de echar una rápida ojeada a su mapa, tomó el camino que habían emprendido los excursionistas. No veía la forma de llegar a casa lo bastante pronto.
El otro lado de Corona Heights, encarado al parque de Buena Vista y de espaldas al centro de la ciudad, era más empinado de lo que parecía. Varias veces Franz tuvo que contener sus deseos de apresurarse y se obligó a moverse con cuidado. Luego, a mitad de camino, un par de grandes perros acudieron corriendo para mirarle. No se trataba de San Bernardos, sino de esos doberman negros que siempre hacen pensar en las SS. El dueño se tomó su tiempo en llamarlos. Franz casi cruzó corriendo el campo verde de la base de la colina y atravesó la puertecita en la alta verja metálica.
Pensó en llamar a la señora Luque o incluso a Cal, para pedirles que comprobaran su habitación, pero no quería exponerlas a un posible peligro, ni molestar a Cal mientras practicaba, y en cuanto a Gun y Saul, estarían fuera.
Además, ya no estaba seguro de qué sospechaba, y en cualquier caso le gustaba encargarse de las cosas a solas.
Pronto (pero no demasiado para él, en modo alguno), se halló corriendo por la carretera de Buena Vista este. El parque que sorteaba (otra elevación, pero boscosa), se alzaba tras él verde oscuro y lleno de sombras. En su estado de ánimo actual, parecía cualquier cosa menos una «buena vista», sino más bien un sitio ideal para tráfico de heroína y asesinatos sórdidos.
El sol casi se había puesto ya, y brazos deshilachados de niebla le perseguían. Cuando llegó a Duboce, Franz quiso reducir el ritmo, pero las aceras eran demasiado empinadas, tan empinadas como cualquier otra de las más de siete colinas de San Francisco, y otra vez tuvo que apretar los dientes y pisar con cuidado y tomarse su tiempo. El barrio parecía tan seguro como Beaver Street, pero había pocas personas debido al súbito cambio de clima, y de nuevo tuvo que meterse los binoculares en el bolsillo.
Cogió el tranvía N—Judah a la salida del túnel bajo el Buena Vista Park (pensó que las colinas de Frisco estaban repletas de ellos) y llegó hasta el centro cívico de Market. Entre la multitud que subía a un 19—Polk, una forma fornida que apareció tras él le hizo dar un respingo, pero sólo era un trabajador adormilado cubierto del polvo blanco de algún trabajo de demolición.
Se apeó del 19 en Geary. En el vestíbulo del 811 de Geary sólo estaba Fernando limpiando con la aspiradora, un sonido tan gris y vacío como el día en el exterior. A Franz le hubiera gustado charlar, pero el hombrecito, rechoncho y sombrío como un ídolo peruano, hablaba aún menos inglés que su hermana y era además bastante sordo. Se saludaron gravemente, intercambiaron un «señor Luque» y un «señor Juestón», la versión de «Westen» de Femando.
Subió en el ruidoso ascensor hasta el sexto piso. Tuvo el impulso de detenerse primero en casa de Cal o en la de los muchachos, pero era una cuestión de…. bueno, de valor, no hacerlo. El pasillo estaba oscuro (una de las bombillas del techo se había fundido), y la ventanilla del respiradero y la puerta sin pomo del trastero situado junto a su habitación parecían más oscuras. Mientras se acercaba a su puerta, advirtió que su corazón latía con fuerza. Sintiéndose a la vez como un idiota y asustado, introdujo la llave en la cerradura, y agarrando los binoculares como arma improvisada, abrió la puerta rápidamente y encendió la luz.
El brillo de doscientos vatios mostró su habitación vacía e intacta. Desde el interior de la cama sin hacer, su pintoresca «amante del erudito» pareció hacerle un guiño pícaro. Sin embargo, Franz no se sintió seguro hasta que, avergonzado, echó un vistazo al cuarto de baño y luego abrió el armario y la alacena y miró en el interior.
Apagó la luz entonces y se dirigió a la ventana abierta. Las cortinas verdes tenían un tono ajado por el sol, cierto, pero si el viento las había hecho asomar por la ventana, otra ráfaga las había hecho volver a su sitio. La joroba irregular de Corona Heights asomaba tenuemente entre la niebla cada vez más espesa. La torre de televisión estaba cubierta por completo. Franz miró hacia abajo y vio que el alféizar y la estrecha mesa y la alfombra a sus pies estaban cubiertos de trocitos de papel marrón que le recordaron la máquina destructora de documentos de Gun. Recordó que había estado manejando algunas viejas revistas
pulp
ayer, arrancando páginas que quería guardar. ¿Había tirado las revistas después? No podía recordarlo, pero probablemente no estaban por allí cerca, y en cualquier caso, sólo le faltaba por repasar un montoncito ordenado. Bueno, un ladrón que robara sólo viejas revistas ajadas no era una amenaza seria, sino más bien un basurero, un carroñero útil.
La tensión que le había embargado despareció por fin. Advirtió que tenía mucha sed. Sacó una lata de ginger ale del pequeño frigorífico y la bebió ansiosamente. Mientras hacía café, arregló un poco el desorden de la mitad de la cama y encendió la lamparita de pie. Cogió el café y los dos libros que le había enseñado a Cal por la mañana y se acomodó; se puso a leerlos y especuló.
Cuando se dio cuenta de que afuera oscurecía, se sirvió más café y lo llevó a casa de Cal. La puerta estaba entornada. Dentro, los hombros de Cal se alzaban rítmicamente mientras tocaba con furiosa precisión, los oídos cubiertos por los grandes auriculares.
Franz no hubiera sabido decir si escuchaba el fantasma de un Concierto o sólo los leves golpes de las teclas.
Saul y Gun charlaban tranquilamente en el sofá, Gun con una botella verde a su lado. Al recordar las amargas palabras que había oído esta mañana, Franz buscó signos de la pelea, pero todo parecía armonía. Tal vez había leído demasiado en aquellas palabras.
Saul Rosenzweig, un hombre delgado con largos cabellos oscuros y profundas ojeras, sonrió al verlo.
—Hola —dijo—. Calvina nos invitó a hacerle compañía mientras practica, aunque creo que un par de maniquíes podrían hacerlo igual de bien. Pero Calvina es una puritana romántica de corazón. En el fondo, quiere frustrarnos.
Cal, que se había quitado los auriculares, se levantó. Sin hablar o mirar a nada ni a nadie, cogió algunas ropas y desapareció como una sonámbulo en el cuarto de baño, de donde poco después surgió el sonido de la ducha.
Gun sonrió a Franz.
—Hola. Siéntate y únete a los devotos del silencio. ¿Cómo va la vida de escritor?
Hablaron tranquilamente de asuntos sin importancia. Saul lió con cuidado un cigarrillo largo y fino. Su olor a pino era agradable, pero Franz y Gun sonrieron y declinaron compartirlo. Gun agitó su botella verde y dio un largo trago.
Cal reapareció poco después, con aspecto fresco y descansado, enfundada en un vestido marrón oscuro. Se sirvió un vaso alto de zumo de naranja y se sentó.
—Saul —dijo tranquilamente—, sabes que mi nombre no es Calvina, sino Calpurina…. la adivina romana que aconsejaba a César. Puede que sea una puritana, pero no me bautizaron en honor a Calvino. Mis padres eran presbiterianos, es cierto, pero mi padre pasó pronto al unitarianismo y murió siendo un devoto cultista ético. Solía rezar a Emerson y juraba por Robert Ingersoll. Mientras que mi madre, muy frívola, se dedicó a Bahai. Y no tengo un par de maniquíes, o los utilizaría. No, nada de marihuana, gracias. Tengo que mantenerme intacta hasta mañana por la noche.