—Desde luego.
Gun abrió la puerta y condujo a Franz a una habitación limpia y apenas amueblada, donde los primeros rasgos que llamaban la atención eran unas grandes fotos astronómicas en color y material de esquí.
—Es una Shredbasket de la marca Destroysit —dijo Gun alegremente mientras desenrollaba el cable eléctrico y lo enchufaba—. Vaya nombrecitos, ¿eh? Sólo cuesta unos quinientos dólares. Los modelos más grandes llegan a los dos mil. Un juego de cuchillas circulares corta el papel en tiritas; luego otro juego corta las tiritas de lado. Lo creas o no, estas máquinas se crearon a partir de las que fabrican confeti. Eso me gusta… sugiere que la humanidad piensa primero en cosas frívolas y sólo después les da un uso serio, si puedes llamar serio a esto. Juegos antes de sentirse culpable.
Las palabras brotaban de Gun con tanto exceso de excitación o alivio que Franz olvidó su asombro ante el hecho de que se trajera a casa una máquina semejante o qué querría destruir con ella.
—Los ingeniosos italianos —continuó Gun—. ¿Qué es lo que dijo Shakespeare? ¿Los supersutiles venecianos? Son los primeros en inventar máquinas para comer y divertirse. Máquinas de helados, de pasta, de café exprés, fuegos artificiales, organillos… y confeti. Bueno, allá va.
Franz sacó una libretita y un bolígrafo. Mientras el dedo de Gun se acercaba al botón rojo, se inclinó hacia adelante, con cautela, esperando un ruido extraño.
En cambio, se produjo un zumbido leve, casi susurrante, como si el Tiempo se estuviera aclarando la garganta.
Complacido, Franz anotó justo eso.
Gun introdujo una hoja. Nieve celeste cayó sobre el blanco sucio. El sonido apenas aumentó un poco.
Franz dio las gracias a Gun y lo dejó enrollando el cable. Pasó de largo su piso y el séptimo hasta el tejado, complacido. Conseguir aquel fragmento de hechos constatados era el trocito de suerte que necesitaba para empezar el día a la perfección.
La habitación cúbica que alojaba la maquinaria del ascensor era como el cubil de un brujo en lo alto de una torre: la claraboya cubierta de una gruesa película de polvo, el motor eléctrico como un enano de anchos hombros ataviado con una armadura verde grasienta, relés anticuados con la forma de ocho negros brazos de acero forjado que rebullían al ser usados como los de una gigantesca araña encadenada, y grandes interruptores de cobre que chasqueaban con fuerza al abrirse y al cerrarse cada vez que pulsaban un botón abajo, igual que las mandíbulas de una araña.
Franz salió al tejado. La grava recubierto de alquitrán rechinó levemente bajo sus zapatos. Agradeció la fría brisa.
Al este y al norte sobresalían los grandes edificios del centro y los espacios secretos que contenían, bloqueando la bahía. ¡Cómo habría fruncido el ceño el viejo Thibault ante la Transamerica Pyramid y el monstruo de color marrón purpúreo del Banco de América! Incluso ante las nuevas torres Hilton y St. Francia. Las palabras acudieron a su mente: «Los antiguos egipcios sólo enterraban a la gente en sus pirámides. Nosotros vivimos en las nuestras». ¿Dónde había leído eso? Vaya, en
Megapolisomancia
, por supuesto. ¡Qué adecuado! ¿Contenían también las pirámides modemas marcas secretas que predecían el futuro y criptas donde practicar brujería?
Dejó atrás las bajas aberturas rectangulares de los conductos de aire alineados de grises placas de hierro, hasta llegar a la parte trasera del tejado, y miró entre los rascacielos cercanos (modestos comparados con los del centro) para contemplar la torre de televisión y Corona Heights. La niebla había desaparecido, pero la pálida joroba irregular de Corona Heights todavía destacaba bruscamente a la luz de la mañana. Franz miró a través de sus binoculres, sin demasiada esperanza, pero… sí, por Dios. Allí estaba aquel loco adorador vestido de harapos, o lo que fuera, todavía enzarzado en su ritual. ¡Si pudiera enfocar bien! Ahora el tipo había corrido hasta un macizo de rocas ligeramente superior y parecía asomar furtivamente entre ellas. Franz siguió la dirección aparente de su mirada hacia la cima y casi de inmediato llegó a su objetivo probable: dos excursionistas que escalaban. A causa de sus pintorescas camisas y pantalones, era fácil distinguirlos. Sin embargo, a pesar de su chillona apariencia, Franz los consideró más respetables que quien acechaba en la cima. Se preguntó qué sucedería cuando se encontraran en lo alto. ¿Trataría de convertirlos el hierofante? ¿O los detendría como el Viejo Marinero y les contaría una extraña historia con moraleja? Franz volvió a mirar, pero el tipo (¿o podría tratarse de una mujer?) había desaparecido. Era tímido, evidentemente. Escrutó las rocas, intentando localizar su escondite, e incluso siguió a los excursionistas hasta que llegaron a la cima y desaparecieron al otro lado, esperando un encuentro por sorpresa, pero no sucedió nada.
No obstante, cuando volvió a guardarse los binoculares en el bolsillo, tomó una decisión. Visitaría Corona Heights. El día era demasiado bueno para quedarse en casa.
—Si no vienes a mí, entonces yo iré a ti —dijo en voz alta, citando una historia de fantasmas de Montague Rhodes James y aplicándola humorísticamente tanto a Corona Heights como a su acechante.
La montaña fue a Mahoma, pensó, pero él contaba con todos aquellos genios.
Una hora después Franz subía Beaver Street, respirando profundamente para evitar jadear más tarde. Había añadido la observación sobre el Tiempo aclarándose la garganta a
Profundidades extrañas 7
, había metido el manuscrito en un sobre, lo había sellado y lo había enviado por correo. Cuando se puso en marcha, tenía los binoculares colgando de su cuello como si fuera un aventurero de película, y Dorotea Luque, que esperaba al cartero en el vestíbulo junto a un par de inquilinos mayores, observó alegremente:
—Va a buscar cosas de miedo para escribir historias, ¿no?
—
Sí, señora Luque
.
Espectros y fantasmas
—replicó Franz en lo que esperaba fuera un español igualmente entendible.
Pero una manzana más allá, poco después de dejar el Muni en Market, volvió a guardárselos en el bolsillo, junto con la guía callejera que traía. El barrio parecía bastante bonito y seguro, pero de todas formas era mejor no hacer ostentación de sus propiedades, y Franz suponía que unos binoculares serían aún peores que una cámara fotográfica. Lástima que las grandes ciudades se hubieran convertido (o se consideraran) en unos lugares tan peligrosos. Casi había reprendido a Cal por advertirle sobre ladrones y locos, y mírale ahora. Con todo, se alegraba de haber venido solo. Explorar lugares que había estudiado primero desde su ventana era una nueva etapa natural en su viaje a la realidad, pero seguía siendo muy personal.
De hecho, había pocas personas en la calle a esta hora de la mañana. En este momento, no podía ver a nadie. Su mente jugueteó por un instante con la idea de una gran ciudad moderna súbitamente desierta por completo, como el barco
María Celeste
o el hotel de lujo de aquella inquietante película
El año pasado en Marienbad
.
Pasó ante la casa de Jaime Donaldus Byers, una muestra de carpintería gótica ahora pintada de oliva con bordes dorados, muy al estilo del Viejo San Francisco. Tal vez se atrevería a llamar al timbre en el camino de vuelta.
Desde aquí no podía verse Corona Heights. Los edificios cercanos la cubrían (y a la torre de televisión también). Conspicua en la distancia (había visto muy bien su pico irregular en Market y Duboce), se había ocultado como un tigre marrón pálido al acercarse a ella, de forma que tuvo que sacar su guía callejera y desplegar el mapa para asegurarse de que no había perdido la pista.
Tras Castro el camino se hacía muy empinado, así que se detuvo dos veces para recuperar el aliento.
Por fin se encontró en un callejón sin salida tras algunos apartamentos nuevos. En el otro extremo había un sedán aparcado con dos personas sentadas en los asientos delanteros. Luego advirtió que se había confundido con los reposacabezas. ¡Parecían pequeñas lápidas oscuras!
Al otro lado de la calle transversal no había más edificios, sino terrazas verdes y marrones que subían hasta una cima irregular contra el cielo azul. Vio que por fin había llegado a Corona Heights.
Después de fumar un cigarrillo, dejó atrás rápidamente algunas pistas de tenis y subió por una pendiente vallada y serpenteante hasta salir a otra calle sin salida, más bien una carretera.
Se sentía muy bien al aire libre. Al mirar hacia el camino por el que había venido, vio que la torre de televisión parecía enorme (y más hermosa que nunca), a menos de un kilómetro de distancia, aunque más o menos tenía el tamaño adecuado. Después de un momento se dio cuenta de que se debía a que ahora tenía el mismo tamaño al que sus binoculares la aumentaban desde su apartamento.
Tras llegar al final del tramo de carretera, dejó atrás un largo edificio de ladrillo de un solo piso con un generoso aparcamiento que modestamente se identificaba como el Museo Josephine Randall Junior. Había un camión con la marca familiar «
Sidewalk Astronomer
» (Astrónomo de acera). Recordó haber oído decir a Bonita, la hija de Dorotea Luque, que era el lugar donde los niños podían traer sus ardillas y serpientes y ratas japonesas (¿y murciélagos?) cuando no podían cuidarlos por algún motivo. También advirtió que había visto sus techos bajos desde su ventana.
Un corto sendero le llevó al pie de la cima, y al otro lado se hallaba toda la mitad oriental de San Francisco y la bahía y los dos puentes.
Resistiendo la urgencia de observarlo todo al detalle, se dispuso a coronar el risco por el sendero de grava. Fue un trabajo agotador. Tuvo que detenerse más de una vez y agarrarse para no resbalar.
Cuando casi estaba a punto de llegar al lugar donde había visto a los excursionistas, de pronto se dio cuenta de que se había vuelto asustadizo. Casi deseó haber traído a Gun y Saul, o haberse encontrado con los otros excursionistas respetables, no importaba lo mal vestidos que estuvieran, ni que fueran ruidosos. En ese momento ni siquiera le habría parecido mal el parloteo de un transistor. Ahora se detenía tanto por recuperar el aliento como para escrutar con cuidado cada macizo rocoso antes de rodearlo, pues si asomaba la cabeza con demasiada confianza alrededor de uno, ¿qué rostro o no—rostro podría ver?
Era una chiquillada por su parte, se dijo. ¿No quería conocer al personaje de la cima y descubrir qué tipo de chiflado era? Un alma amable, sin duda, debido a su simple atuendo y a su timidez y su amor por la soledad. Aunque por supuesto era más que probable que ya se hubiera marchado.
Sin embargo, Franz continuó usando los ojos sistemáticamente mientras subía la última pendiente, más suave ahora, hasta la cima.
El último macizo de rocas (¿la Corona?) era más grande y más alto que los demás. Después de refrenarse un poco (para localizar la mejor ruta, se dijo), remontó tres cornisas, que le obligaron a dar buenas zancadas, hasta que llegó a la cima, donde por fin pudo alzarse (con cuidado, separando mucho los pies, pues soplaba mucho viento del Pacífico) con toda Corona Heights detrás.
Se volvió despacio, siguiendo el horizonte pero escrutando a conciencia todos los montones de rocas y las pendientes marrones y verdes que tenía debajo, familiarizándose con sus nuevas inmediaciones y comprobando de paso que no había nadie más en Corona Heights.
Luego bajó un par de comisas y se acomodó en un asiento de roca de cara al este, al socaire. Se sentía mucho más tranquilo y seguro en este enclave, sobre todo por la sensación de tener la poderosa torre de televisión alzándose tras él como una diosa protectora. Mientras fumaba otro cigarrillo, contempló la gran extensión de la ciudad y la bahía con sus grandes barcos ahora del tamaño de juguetes, desde la verdosa capa de smog sobre San José al sur, hasta la pirámide levemente iluminada de Monte Diablo tras Berkeley y las torres rojas del puente Golden Gate al norte con el Monte Tamalpais más allá. Era interesante comprobar cómo cambiaban las cosas desde este nuevo punto de observación. Comparándolos con su vista desde el tejado, algunos de los edificios del centro de la ciudad habían aumentado, mientras que otros parecían intentar esconderse tras sus vecinos.
Cuando acabó de fumar otro cigarrillo sacó los binoculares, se los colgó al cuello y empezó a estudiar esto y aquello. Todo estaba muy tranquilo ahora, no como esta mañana. Consiguió deletrear unos cuantos carteles al sur de Market en el Embarcadero de la Misión, casi todos anuncios de tabaco, cerveza y vodka (¡el tema de Black Velvet!), y un par de anuncios de espectáculos de topless para los turistas.
Después de escrutar las brillantes aguas interiores y seguir el puente de la bahía hasta Oakland, se dedicó a los edificios del centro de la ciudad y pronto descubrió para su vergüenza que resultaban bastante difíciles de identificar desde aquí. La distancia y la perspectiva habían alterado sutilmente sus tonos y su disposición. Y los rascacielos contemporáneos eran tan anónimos: ningún signo ni nombre, ninguna estatua en la cima, ni veletas ni cruces, ninguna fachada distintiva ni comisas, ningún adorno arquitectónico: sólo grandes placas lisas de piedra sin rasgos, de hormigón o de cristal demasiado brillantes por el sol u oscurecidas por la sombra. De hecho, bien podían ser «las tumbas gargantuescas o monstruosos ataúdes verticales de la humanidad viviente, un caldo de cultivo para las peores entidades paramentales», de las que el viejo De Castries hablaba en su libro.
Después de otra sesión de estudio telescópico en la que consiguió identificar un par de rascacielos, por fin, dejó colgar sus binoculares y sacó del bolsillo el sándwich de carne que se había preparado. Mientras lo desliaba y lo comía lentamente, pensó lo afortunado que era. Un año antes estaba hecho un lío, pero ahora…
Oyó rechinar la grava una vez, luego otra. Miró alrededor pero no vio nada. No podía decidir de qué dirección procedían los leves sonidos. El sándwich le supo seco en la boca.
Tragó con esfuerzo y continuó comiendo, y recapturó la cadena de sus pensamientos. Sí, ahora tenía amigos como Gun y Saul… y Cal… y su salud era muchísimo mejor, y sobre todo su trabajo iba bien, sus preciosas historias (bueno, preciosas para él), e incluso ese horrible material de
Profundidades extrañas
…
Otro sonido, más fuerte, una extraña risita aguda. Franz se tensó y miró alrededor rápidamente, olvidados el sándwich y sus pensamientos.