Gun, gracias por complacerme. Me ayuda tener a gente en la habitación, aunque esté incomunicada. Me ayuda especialmente cuando empieza a caer la noche. Ese ginger ale huele maravillosamente, pero, ay…. me pasa lo mismo que con la marihuana. Franz, pareces bastante intranquilo. ¿Qué sucedió en Corona Heights?
Complacido porque ella había estado pensando en él y le había observado tan adecuadamente, Franz contó la historia de su aventura. Le sorprendió comprobar que al contarlo parecía algo trivial y menos aterrador, aunque paradójicamente era más entretenido, la maldición y la bendición del escritor.
—Así que te vas a investigar esa aparición o lo que sea —resumió alegremente Gun—, y encuentras que ha hecho lo mismo y está mirándote desde tu propia ventana a cuatro kilómetros de distancia.
Taffy fue a mi casa
…, es magnífico.
—Esa historia tuya de Taffy me recuerda a mi señor Edwards —dijo Saul—. Tiene metida en la cabeza la idea de que dos enemigos en un coche aparcado al otro lado de la calle, frente al hospital le apuntan con un rayo que produce dolor. Lo llevamos hasta allí para que pueda ver por sí mismo que no hay nadie en ninguno de los coches. Él se siente muy aliviado y no para de darnos las gracias, pero cuando lo devolvemos a su habitación, deja escapar de repente un grito de agonía. Parece que sus enemigos se han aprovechado de su ausencia para plantar un proyector de rayos de dolor en las paredes.
—Oh, Saul —dijo Cal con un leve tono de reproche—, no somos tus pacientes… al menos todavía. Franz, me pregunto si esas niñas de aspecto inocente no estarían relacionadas. Dijiste que corrían y bailaban, como tu cosa marrón. Estoy segura de que si existe una energía psíquica, las niñas pequeñas la tienen a raudales.
—Me parece que tienes muy buena imaginación artística —le dijo Franz, plenamente consciente de que empezaba a quitar importancia a todo el incidente, aunque no podía evitarlo—. Saul, puede que haya estado proyectando, al menos en parte… pero ¿qué pasa si es así? Recuerda que además la figura no era clara, y no hacía nada que fuera objetivamente siniestro.
—Mira, no estaba sugiriendo ningún paralelismo —dijo Saul—. Ésa es idea tuya, y de Cal. Simplemente me acordé de otro incidente raro.
—Saul no cree que todos estemos completamente locos —se burló Gun—. Sólo considera que estamos al borde de la psicosis.
Llamaron a la puerta y entró Dorotea Luque. La mujer arrugó la nariz y miró a Saul. Era una versión más delgada de su hermano, con un hermoso perfil inca y pelo negro. Traía un pequeño paquete de libros para Franz.
—Me preguntaba si estaría aquí —explicó—, y entonces le oí hablar. ¿Encontró las cosas espantosas para escribir con sus… cómo se dice? —hizo binoculares con sus manos y se las llevó a los ojos, y 1uego miró alrededor, sorprendida cuando todos se rieron.
Mientras Cal le traía un vaso de vino, Franz se apresuró a explicarle lo sucedido. Para su sorpresa, ella se tomó bastante en serio su figura en la ventana.
—Pero ¿está seguro de que no le robaron? —demandó ansiosamente—. Creo que tenemos un ladrón en el segundo piso.
—Mi televisor portátil y mi radiocassette estaban allí. Un ladrón se llevaría esas cosas primero.
—¿Cerró usted con llave el tragaluz y la puerta? —insistió Dorotea, ilustrando la expresión con un vigoroso giro de muñeca—. ¿Con dos vueltas?
—Siempre cierro con dos vueltas —la tranquilizó Franz—. Antes creía que solamente en las historias de detectives podían abrir las puertas con una tarjeta de plástico. Pero descubrí que podía abrir la mía con una fotografía. Aunque no cierro el tragaluz. Me gusta tenerlo abierto como ventilación.
—También debería cerrar el tragaluz cuando salga —insistió ella—. ¿Me oyen todos ustedes? La gente delgada puede entrar por los tragaluces, será mejor que me crean. Bueno, me alegro de que no le robaran.
Gracias
—añadió, haciendo a Cal un gesto con la cabeza, y sorbió su vino.
Cal sonrió.
—¿Por qué no iban a tener las ciudades modernas sus fantasmas especiales, como los castillos y los cementerios y las grandes mansiones antiguas? —dijo.
—Mi señora Willis piensa que los rascacielos van a por ella —informó Saul—. Dice que de noche se hacen aún más delgados y la persiguen arrastrándose por las calles.
—Una vez oí a los rayos silbar en Chicago —dijo Gun—. Había una tormenta en el Loop, y yo estaba en la zona sur, en la universidad, justo cerca del emplazamiento de la primera pila atómica. Hubo un destello en el horizonte norte y luego, siete segundos después, no un trueno, sino un gemido agudo. Me pareció que todas las vías elevadas resonaban como un componente de radio del rayo.
—¿Por qué no podría toda la masa de ese acero…? —dijo Cal ansiosamente—. Franz, háblales de ese libro.
Franz repitió lo que le había contado a Cal esa mañana sobre
Megapolisomancia
y un poco más.
—¿Y dice que las ciudades modernas son nuestras pirámides egipcias? —interrumpió Gun—. Eso es magnífico. Imaginad que, cuando todos hayamos muerto por la contaminación (nuclear, química, ahogados en plástico no biodegradable, oleadas rojas de vida microscópica, el desagrable clímax de nuestra cultura de clímax), una exploración arqueológica llega en una nave espacial de otro sistema solar y empieza a explorarnos como si fuera un puñado de malditos egiptólogos. Utilizarían sondas robot para espiar nuestras ciudades completamente vacías, que serían demasiado peligrosas por la radiactividad para que pudiera vivir nada más, y estarían tan muertas y serían tan letales como nuestros mares envenenados. ¿Qué dirían del World Trade Center de Nueva York o el Empire State? ¿O de la Sears de Chicago? ¿O incluso de la Transamerica Pyramid de aquí? ¿O del edificio para construir rampas de lanzamiento en Cabo Cañaveral que es tan grande que los aviones pueden volar por dentro? Probablemente decidirían que fueron construidos para fines religiosos y ocultos, como Stonehenge. Nunca imaginarían que la gente vivió y trabajó allí. Sin duda, nuestras ciudades serían las ruinas más extrañas de todas. Franz, ese De Castries tuvo una idea sensata… la enorme cantidad de material que hay en las ciudades. Es duro, muy duro.
—La señora Willis dice que los rascacielos se ponen muy duros de noche cuando… disculpadme, se la tiran —intervino Saul.
Los ojos de Dorotea Luque se ensancharon, pero luego soltó una carcajada.
—Oh, qué desagradable —le reprendió alegremente, agitando un dedo.
Los ojos de Saul adquirieron una expresión distante, como los de un poeta loco.
—¿No puede imaginar sus altas formas grises y delgadas arrastrándose de lado por las calles, una fortaleza volante erigida para un falo de piedra? —insistió, y la señora Luque soltó una carcajada.
Gun le sirvió más vino y cogió otra botella de cerveza.
—Franz, he estado pensando todo el día —dijo Cal—, con el rinconcito de mi mente que no tocaba el Brandeburgo, sobre ese «607 Rhodes» que te hizo mudarte a este sitio. ¿Era un sitio definido? Y si es así, ¿dónde está?
—Seiscientos siete Rhodes…. ¿de qué habláis? —preguntó Saul.
Franz explicó lo del diario en papel de arroz y la persona que escribía con tinta violeta, que podría ser Clark Ashton Smith, y sus posibles entrevistas con De Castries.
—El seiscientos siete no puede ser la dirección de una calle, como el ochocientos once Geary de aquí —dijo—. No existe una calle Rhodes en Frisco. Lo he comprobado. Lo más parecido es una Rhode Island Street, pero eso se encuentra en el Potrero, y está claro por las entradas del diario que el seiscientos siete está aquí, en el centro, cerca de Union Square. Y el autor del diario dice una vez que ve por la ventana Corona Heights y el Monte Sutro. Naturalmente, entonces no había ningún repetidor de televisión…
—Demonios, en 1928 ni siquiera existían los puentes de la bahía ni el Golden Gate —intervino Gun.
—… y también describe Twin Peaks —continuó Franz—. Y luego dice que Thibault siempre se refería a Twin Peaks como los Pechos de Cleopatra.
—Me pregunto si los rascacielos tienen pechos —dijo Saul—. Tengo que preguntárselo a la señora Willis.
Dorotea puso de nuevo los ojos en blanco, señaló su pecho, dijo « ¡Oh, no!» y volvió a soltar otra carcajada.
—Tal vez Rhodes sea el nombre de un edificio o un hotel —dijo Cal—. Ya sabes, el Rhodes Building.
—No, a menos que hayan cambiado el nombre desde 1928 —le dijo Franz—. No hay nada parecido. ¿El nombre Rhodes os suena a alguno de algo?
No les sonaba.
—Me pregunto si este edificio tuvo alguna vez nombre —especuló Gun.
—También a mí me gustaría saberlo —dijo Cal.
Dorotea sacudió la cabeza.
—Es sólo el ochocientos once de Geary. Tal vez antiguamente fue un hotel, ya saben, empleados nocturnos y doncellas. Pero no lo sé.
—Edificios Anónimos —recalcó Saul sin levantar la cabeza del porro que estaba liando.
—Cerremos el tragaluz —dijo Dorotea, poniendo manos a la obra—. Vale que fume marihuana. Pero no… ¿cómo se dice? No lo publique a los cuatro vientos.
Todos asintieron sabiamente.
Poco después, decidieron que tenían hambre y fueron a comer juntos al restaurante del alemán que estaba en la esquina, porque era la noche que servían sauerbraten. Convencieron a Dorotea para que se uniera a ellos. Por el camino, recogieron a Bonita y al taciturno Fernando, que ahora sonreía.
—Taffy es algo más serio de lo que das a entrever, ¿verdad? —le preguntó Cal a Franz mientras caminaban juntos tras los demás.
El tuvo que reconocerlo, aunque cada vez se sentía más inseguro de algunas de las cosas que habían sucedido hoy: la habitual niebla nocturna, no del todo desagradable, se posaba en su mente como un fantasma de la antigua bruma alcohólica. En el cielo, el círculo irregular de la luna desafiaba las luces de la calle.
—Cuando me pareció ver esa cosa en mi ventana, busqué todo tipo de explicaciones para evitar tener que aceptar…, bueno, una explicación sobrenatural. Incluso pensé que podría tratarse de tu vieja bata de baño.
—Bueno, pude haber sido yo, pero no lo fui —dijo ella tranquilamente—. Ya sabes que sigo teniendo tu llave. Gun me la dio el día que esperabas tu paquete y Dorotea había salido. Te la devolveré después de cenar.
—No hay prisa.
—Ojalá pudiéramos localizar ese seiscientos siete Rhodes, y el nombre de nuestro propio edificio, si es que alguna vez tuvo uno.
—Intentaré pensar un medio. Cal, ¿de verdad que tu padre juraba por Robert Ingersoll?
—Oh, sí: «En el nombre de … » y cosas así, y también por William James, y Felix Adler, el fundador de la Cultura Ética. Sus correligionarios, bastante ateos, lo consideraban un tipo raro, pero a él le gustaba el soniquete del lenguaje sacerdotal. Consideraba la ciencia un sacramento.
En el acogedor restaurante, Gun y Saul unían dos mesas con la sonriente aprobación de Rose, la camarera, rubia y sonrosado. Saul acabó sentado entre Dorotea y Bonita, con Gun al otro lado de la muchacha. Bonita tenía el pelo negro de su madre, pero era ya media cabeza más alta y por lo demás parecía bastante anglosajona: el cuerpo estrecho y la cara típica de los europeos del norte. Tampoco había ningún rastro de español en su voz de chica norteamericana. Franz recordó haber oído decir que su padre, del que nadie había vuelto a hablar desde el divorcio, era irlandés. Aunque agradablemente esbelta con su jersey y sus pantalones anchos, parecía algo lela, muy lejana de la sombra escurridiza que le había excitado brevemente esta mañana, despertando un recuerdo desagradable.
Franz se sentó al lado de Gun, y Cal lo hizo entre él y Fernando, que estaba situado junto a su hermana. Rose tomó sus pedidos.
Gun se pasó a la cerveza negra. Saul pidió una botella de vino tinto para compartirla con los Luque. El sauerbraten estaba delicioso, y las tortas de patata con salsa de manzana no eran de este mundo. Bela, el sonriente cocinero alemán (en realidad era húngaro) se había superado a sí mismo.
—Lo que te sucedió esta mañana en Corona Heights es algo realmente extraño —le dijo Gun a Franz en un alto en la conversación—. Casi podrías decir que has estado cerca de lo que llamas sobrenatural.
Saul lo oyó.
—Eh, ¿qué hace un científico materialista como tú hablando de lo sobrenatural?
—Vamos, Saul —respondió Gun con una risita—. Trato con la materia, sí. Pero ¿qué es eso? Partículas invisibles, ondas y campos de fuerza. Nada sólido. No enseñes a la abuela a sorber huevos.
—Tienes razón —sonrió Saul, sorbiendo el suyo—. No hay más realidad que las sensaciones inmediatas del individuo, su consciencia. Todo lo demás es deducción. Incluso los individuos son deducción.
—Creo que la única realidad es el número —dijo Cal—. Y la música, que viene a ser más o menos lo mismo. Ambas cosas son reales y ambas tienen poder.
—Mis ordenadores están completamente de acuerdo contigo —le dijo Gun—. Sólo entienden de números. ¿Música? Bueno, podrían aprender.
—Me alegra oíros hablar así —dijo Franz—. Veréis, el horror sobrenatural es mi forma de ganarme el pan, tanto con esa basura de
Profundidades extrañas
…
—¡No! —protestó Bonita.
—… como con el material más serio, pero a veces la gente me dice que el terror sobrenatural ya no existe, que la ciencia ha resuelto, o puede resolver, todos los misterios, que la religión no es más que otro nombre para el servicio social, y que la gente moderna es demasiado sofisticado e inteligente para asustarse de los fantasmas ni siquiera de broma.
—No me hagas reír —dijo Gun—. La ciencia no ha hecho más que incrementar el área de lo desconocido. Y si existe un dios, su nombre es Misterio.
—Recuerda a esos valientes eruditos escépticos mi señor Edwards o la señora Millis, o simplemente sus propios miedos enterrados e inevitables. 0 mándamelos a mí, y yo les contaré la historia de la Enfermera Invisible que aterrorizó el pabellón psiquiátrico en St. Luke. Y además tenemos… —vaciló y miró a Cal—. No, esa historia es demasiado larga para contarla ahora.
Bonita pareció decepcionada.
—Pero hay cosas extrañas —dijo su madre ansiosamente—. En Lima. En esta ciudad también. ¿Cómo las llaman ustedes?
¡Brujas!
Su hermano sonrió, mostrando que comprendía, y alzó una mano como preámbulo a una de sus raras observaciones.
—
Hay hechicería
—dijo vehemente, en español, con aire de hacerse entender—.
Hechicería oculta en murallas
—se encogió un poco y alzó la cabeza—.
Murallas muy altas
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