En la curva cóncava emplazada justo detrás del podio del director de la orquesta, uno de los violinistas todavía afinaba su instrumento. La forma larga y estrecha del clavicordio, con su asiento aún vacío, ocupaba el extremo izquierdo de la curva, un poco retirado, para favorecer la audición de sus notas.
Franz miró su programa. La Quinta de Brandeburgo era el final. Había dos intermedios. El concierto empezaba con:
Concierto en Mi Mayor
para clavicordio
y orquesta de cámara
de Giovanni Paisiello
1. Allegro
2. Larghetto
3. Allegro (Rondo)
Saul le dio un codazo. Franz alzó la cabeza. Cal había llegado al escenario. Llevaba un vestido de noche blanco que dejaba al descubierto sus hombros y brillaba un poco en los bordes. Le dijo algo a un músico, y al volverse, miró al público con disimulo. A Franz le pareció que le había visto, pero no podía estar seguro. Cal se sentó. Las luces se apagaron. Entre el estruendo de los aplausos entró el director de la orquesta, ocupó su sitio, miró a sus músicos por debajo de sus cejas, dio un golpecito al atril con la batuta y la alzó bruscamente.
—Ahora, en nombre de Bach y Sigmund Freud, haz que se enteren bien, Calpurnia —murmuró Saul.
—Y de Pitágoras —coreó Gun.
La música dulce y armoniosa de los violines y los suaves instrumentos de cuerda envolvió a Franz con su arrullo. Por primera vez desde Corona Heights se sintió completamente a salvo, entre sus amigos y en brazos de un sonido ordenado, como si la música fuera un íntimo refugio de cristal a su alrededor, una barrera perfecta para las fuerzas paranaturales.
Pero entonces el clavicordio entró desafiante, espantando el sueño, sus chispeantes lazos de agudos sonidos proponiendo preguntas y ordenando alegre y a la vez inflexiblemente que le respondieran. El clavicordio le dijo a Franz que el salón era un escape tan bueno como cualquier cosa que hubiera visto en Beaver Street.
Antes de saber lo que hacía, aunque sabía lo que sentía, Franz se puso en pie tambaleante y se dispuso a salir, intensamente consciente pero a la vez ignorante de las oleadas de sorpresa, protesta y condena que el público le dirigía en silencio.
Sólo se detuvo para susurrar al oído de Saul, con mucha rapidez pero también muy claramente:
—Dile a Cal, pero sólo después de que haya tocado el Brandenburgo, que su música me ha hecho ir a buscar la respuesta a la pregunta del 607 Rhodes.
Y entonces se marchó rápidamente, rozando las espaldas con la mano izquierda para mantenerse firme en su rumbo, colocando con la mano derecha un escudo ante el público que molestaba al pasar.
Cuando llegó al final de la fila, miró atrás y vio el ceño fruncido y la expresión de preocupación de Saul, enmarcada por su largo pelo castaño. Luego recorrió el pasillo entre las hostiles filas, sacudido, como por un látigo trenzado con miles de diamantes diminutos, por la música del clavicordio, que nunca se alteraba. Mantuvo la mirada firme al frente.
Se preguntó por qué había dicho «la cuestión del 607 Rhodes» en vez de «la cuestión de si los paramentales son reales», pero entonces advirtió que era porque se trataba de una pregunta que Cal se había planteado más de una vez y por eso podría entender su significado. Era importante que comprendiera que Franz estaba trabajando.
Se sintió tentado a echar una última mirada atrás, pero no lo hizo.
En la calle, ante el Edificio de Veteranos, Franz reemprendió su vigilancia a derecha e izquierda, ahora de forma un poco aleatoria, aunque era consciente no tanto del miedo como del cansancio, como si fuera un salvaje en una misión en una jungla de asfalto que viajara por el fondo de abismos peligrosamente amurallados y rectilíneos. Tras haber dado una deliberada zambullida en el peligro, se sentía casi envalentonado.
Caminó durante otras dos manzanas y luego subió por Larkin, avanzando de forma rápida y sin ruido. Los transeúntes eran escasos. La luna abarcaba el cielo. Turk Street arriba, una sirena ululaba a varias manzanas de distancia. Franz mantuvo su guardia en busca del paramental de sus binoculares y/o el fantasma de Thibaut: quizá un fantasma material formado por las cenizas flotantes del viejo, o una porción de ellas. Ese tipo de cosas podía no ser real, aunque aún podría haber una explicación natural (o él podía estar loco), pero hasta que estuviera seguro de una cosa o de otra, no convenía bajar la guardia.
Ellis abajo, la rendija que albergaba su árbol favorito estaba oscura, pero a la altura de la calle los extremos de sus ramas aparecían verdes a la luz blanca de la calle.
A una media docena de bloques al oeste de O'Farrell divisó la masa modernista de la catedral de St. Mary, gris pálida a la luz de la luna, y se preguntó intranquilo por otra Señora.
Bajó por Geary dejando atrás las tiendas a oscuras, dos bares iluminados, y la ancha boca bostezante del garaje De Soto, hogar de los taxis azules, y llegó a la sucia abertura blanca que marcaba el 811.
En el vestíbulo había un par de tipos de aspecto duro sentados al borde de las pequeñas lozas de mármol bajo las dos filas de buzones de latón. Probablemente borrachos. Le siguieron con los ojos embotados mientras tomaba el ascensor.
Franz salió del ascensor en la sexta planta y cerró con cuidado las puertas (la corredera y la sólida), y caminó rápidamente ante la ventanilla negra y la puerta del trastero con su abertura redonda en el lugar donde tendría que haber estado el pomo, se detuvo por fin ante su propia puerta.
Después de prestar atención durante un ratito y no oír nada, abrió tras dar dos vueltas a la llave y entró, sintiendo un estallido de excitación y miedo. Esta vez no encendió la brillante luz del techo, sino que permaneció a la escucha, concentrado, esperando a que sus ojos se acostumbraran a la penumbra.
La habitación estaba llena de oscuridad (un gris oscuro, más bien), con la luna y el brillo indirecto de las luces de la calle Todo estaba en silencio a excepción del leve y distante rumor del tráfico y el golpeteo de su propia sangre. De repente las tuberías emitieron un sólido y bajo gruñido: alguien había abierto un grifo un par de pisos más abajo. El sonido se detuvo de inmediato y el silencio interno regresó.
Franz cerró la puerta y caminó palpando la pared y el armario, evitando con cuidado la mesa de café, hasta llegar a la cabecera de su cama, donde encendió una luz. Pasó la mirada por su Amante del Erudito, tendida oscura e inescrutablemente silenciosa contra la pared, y luego se volvió hacia la ventana abierta.
Dos metros más acá, el gran cartón rojo fluorescente yacía en el suelo. Franz se acercó y lo recogió. Estaba doblado por la mitad y un poco roto por las esquinas. Sacudió la cabeza, lo colocó contra la pared y volvió a la ventana. Dos esquinas rotas del cartón estaban aún pegadas a los lados. Las cortinas colgaban ordenadamente. Había migajas y trocitos de papel marrón sobre la mesa y en el suelo, a sus pies.
Franz no pudo recordar si había limpiado ayer. Advirtió que el ordenado montón de viejos
pulps
sin revisar había desaparecido. ¿Los había guardado en alguna parte? Tampoco pudo recordarlo.
Era posible que una fuerte ráfaga de viento hubiera arrancado el cartel rojo, ¿pero no habría desordenado también las cortinas y volado los papeles de su mesa? Contempló las luces rojas de la torre del repetidor de televisión; trece pequeñas y firmes, seis más brillantes y parpadeantes. Bajo ellas, un kilómetro más acá, la masa oscura de Corona Heights quedaba recortada por las luces amarillentas de la ciudad y unas cuantas luces blancas y verdes en las curvas. Franz sacudió otra vez la cabeza.
Revisó rápidamente su habitación, esta vez sin sentirse como un idiota. Apartó las ropas del armario y miró tras ellas. Advirtió un impermeable gris que pertenecía a Cal y estaba allí desde hacía unas semanas. Miró tras la cortina de la ducha y debajo de la cama.
En la mesa entre las puertas del armario y el baño esperaba su correo, todavía sin abrir. La superior era una carta de una organización para la lucha contra el cáncer a la que había contribuido después de la muerte de Daisy. Frunció el ceño y arrugó por un momento los labios, la cara convulsionada por el dolor. Junto a la pila había una pequeña pizarra, algunos pedazos de tiza, y sus prismas, con los que jugaba ocasionalmente, dividiendo la luz en espectros sucesivos.
—Te vestiremos con ropas alegres de nuevo, como un arco iris, querida mía, cuanto todo esto acabe —dijo a su Amante del Erudito.
Cogió un mapa de la ciudad y una regla y se dirigió al sofá, y una vez allí sacó los binoculares rotos de su bolsillo y los colocó con cuidado a un lado de la mesa. Le dio una sensación de seguridad pensar que el paramental del hocico no podría llegar a él sin cruzar los cristales rotos, como el que solían colocar sobre las tapias, para mantener a raya a los intrusos, hasta que se advirtió lo absurdo que era aquello.
Sacó también el diario de Smith y lo colocó junto a su Amante del Erudito, y extendió el mapa. Entonces abrió el diario por la maldición de De Castries, maravillándose de nuevo de que le hubiera eludido durante tanto tiempo, y releyó el punto crucial:
El fulcro (0) y el Cifrador (A) estarán aquí, en su amado 607 Rhodes. Yo estaré descansando en mi punto previsto (1) bajo el Asiento del Obispo, las cenizas más pesadas que jamás sentirá. Luego, cuando el peso esté en el Monte Sutro (4) y Monkey Clay (5) [(4) + (1) = (5)], SEA SU vida aplastada.
Ahora a trabajar, se dijo. ¿Habrá que resolver este problema con geometría negra o con física negra? ¿Cómo había dicho Byers que lo llamaba De Castries? Ah, sí, metageometría neopitagórica.
Monkey Clay era el punto más incongruente de la maldición, desde luego. Empezaría por ahí. Donaldus había divagado sobre barro simio y humano, pero eso no condujo a nada. Tenía que ser un lugar, como el Monte Sutro… o Corona Heights (bajo el Asiento del Obispo). Clay era una calle de San Francisco. Pero ¿Monkey?
La mente de Franz saltó de Monkey Clay a Monkey Wards. ¿Por qué? Conocía a un hombre que trabajaba en el gran rival de Sears Roebuck y que decía que algunos de sus colegas y él llamaban así a la compañía.
Otro salto, de Monkey Wards al Monkey Block. ¡Por supuesto! Monkey Block era el orgulloso nombre de un viejo edificio de apartamentos de San Francisco, derribado hacía tiempo, donde bohemios y artistas habían vivido durante los «locos veinte» y en los años de la Depresión. Monkey era la abreviatura de la calle donde estaba: ¡Montgomery! ¡Otra calle de San Francisco, y además cruzaba Clay! (Había algo más, pero su mente ardía y no podía esperar.)
Colocó excitado la regla sobre el mapa entre Monte Sutro y la intersección de las calles Clay y Montgomery al norte del distrito financiero. Vio que la línea recta así indicada atravesaba por la mitad a Corona Heights (y advirtió con una mueca que también pasaba cerca de la intersección de Geary y Hyde).
Cogió un lápiz de la mesa y marcó un pequeño «cinco» en la intersección Montgomery—Clay, un «cuatro» junto al Monte Sutro, y un «uno» en el centro de Corona Heights. Advirtió que la línea recta se convertía en una balanza de dos brazos con el punto de equilibrio o fulcro situado en algún lugar entre Corona Heights y Montgomery—Clay. Incluso se equilibraba matemáticamente: cuatro más uno igual a cinco…, igual que decía la maldición antes del último mandato. Aquel miserable fulcro (0), estuviera donde estuviese, seguramente quedaría apretujado entre los dos grandes brazos de la palanca («Dadme un punto de apoyo y estrangularé al mundo», Arquímedes), igual que el poderoso «su» quedaba aplastado por el temible «SEA» y las grandes letras mayúsculas.
Sí, aquel desgraciado (0) seguramente estaría ahogado, comprimido a la nada, especialmente cuando «los pesos estuvieran». Pero ¿ahora qué?
De repente se le ocurrió que fuera cual fuese el caso en el pasado, los pesos estaban ahora, con la torre de televisión alzándose sobre sus tres patas en Monte Sutro y siendo Montgomery—Clay el emplazamiento de la Transamerica Pyramid, el edificio más alto de San Francisco. (El «algo más» era que Monkey Block había sido derribado para hacer primero sitio a un aparcamiento, y luego para la Transamerica Pyramid. ¡Cada vez más y más cerca!)
Por eso la maldición no había alcanzado a Smith. Había muerto antes de que aquellas estructuras fueran construidas. La trampa no había sido dispuesta hasta después.
La Transamerica Pyramid y la torre de trescientos metros eran los aplastadores, desde luego.
Pero era ridículo pensar que De Castries pudiera haber predicho la construcción de aquellas dos estructuras. Y en cualquier caso la coincidencia (golpes de suerte) eran una explicación adecuada. Si se escogía cualquier intersección en el centro de San Francisco había al menos un cincuenta por ciento de posibilidades de que allí hubiera un rascacielos, o cerca.
Pero ¿por qué contenía la respiración entonces, por qué había un leve rugido en sus oídos, por qué sentía los dedos fríos y temblorosos?
¿Por qué le había dicho De Castries a Klaas y Ricker que la presciencia era posible en ciertos puntos en las megaciudades? ¿Por qué había titulado a su libro (estaba ahora mismo junto a Franz, un gris oscuro)
Megapolisomancia
?
Fuera cual fuese la verdad tras todo aquello, los pesos estaban presentes ahora, no había duda.
Eso hacía aún más importante encontrar el emplazamiento real de aquel enigmático 607 Rhodes donde el viejo diablo había vivido y Smith había hecho sus preguntas… y donde, según la maldición, estaba oculto el libro que contenía el Gran Cifrador… y donde se completaría la maldición. Desde luego, era toda una historia de detectives. ¿Escrita por Dashiell Hammett? ¿«La X marca el lugar» donde la víctima era (¿será?) descubierta, muerta, aplastada? Habían colocado una placa en Bush y Stockton, cerca del lugar donde Brigid O'Shaunessy había matado a Miles Archer en
El Halcón Maltés
, pero no había ningún memorial para Thibaut de Castries, una persona real. ¿Dónde estaba la elusiva X, o el místico (0)? ¿Dónde estaba el 607 Rhodes? Tendría que habérselo preguntado a Byers cuando tuvo la oportunidad. ¿Lo llamaba ahora? No, había cortado su conexión allí. Beaver Street era una zona a la que no quería arriesgarse a volver, ni siquiera por teléfono. Al menos por ahora. Pero dejó de escrutar el mapa, pues le pareció un empeño fútil.