—Y ahora te contaré mi historia —dijo Donaldus, satisfecho—. Pero primero un poco de brandy… parece lo conveniente. ¿Y tú?
—Bueno, más café caliente entonces. ¿Y unas galletas? Sí.
Franz había empezado a sentirse mareado y le dolía la cabeza. Las galletas, apenas dulces, parecieron ayudarle. Se sirvió café, añadiendo un poco de leche y azúcar que su anfitrión le había traído esta vez. También le sentó bien. No relajó su guardia, pero empezó a sentirse más cómodo en ella, como si la consciencia del peligro se estuviera convirtiendo en un modo de vida.
—Tienes que recordar que De Castries murió cuando tú y yo éramos niños —dijo Donaldus, alzando un dedo con un anillo de filigrana de plata—. Casi toda mi información procede de un par de amigos no demasiado íntimos y no muy apreciados de los últimos años de De Castries: George Ricker, que era cerrajero y le seguía la corriente, y Herman Klaas, que era dueño de una librería de viejo en Turk Street, y fue una especie de anarquista romántico y tecnócrata ocasional. También sé algo gracias a Clark Ashton Smith. Ah, eso te interesa, ¿verdad? Es muy poquito: a Clark no le gustaba hablar sobre De Castries. Creo que fue a causa del viejo De Castries y sus teorías por lo que Clark se mantuvo apartado de las grandes ciudades, incluso de San Francisco, y se convirtió en el eremita de Auburn y Pacific Grove. Y tengo algunos datos de recortes y viejas cartas, aunque no muchos. A la gente no le gustaba escribir nada sobre De Castries, y tenían sus motivos, y al final él hizo del secretismo un modo de vida. Cosa extraña, considerando que empezó su carrera principal escribiendo y publicando un libro sensacional. Por cierto, recibí mi ejemplar de Klaas cuando murió, y puede que él lo encontrara entre las cosas de De Castries después de que éste muriera…. nunca lo supe con seguridad.
»Además —continuó Donaldus—, probablemente te contaré la historia (al menos en algunos fragmentos) con un estilo algo poético. No dejes que eso te descorazone. Simplemente me ayuda a organizar mis pensamientos y seleccionar los términos significativos. No me apartaré demasiado de la verdad estricta tal como la he descubierto; aunque supongo que puede que haya rastros de paramentales en mi historia, y desde luego de un fantasma. Creo que todas las ciudades modernas, especialmente las grandes ciudades industriales recién construidas, deberían tener fantasmas. Son una influencia educativa.
Donaldus tomó un generoso sorbo de brandy, lo paladeó apreciativamente y se arrellanó en su asiento.
—En mil novecientos, con el cambio de siglo —empezó dramáticamente—, Thibaut de Castries llegó a la soleada y lujosa San Francisco como un oscuro portento de los reinos del frío y el humo del carbón del este que latían con la electricidad de Edison y del que brotaban los rascacielos de Sullivan; Madame Curie acababa de mostrar al mundo la radiactividad, y la radio de Marconi superaba los mares; Madame Blavatsky había traído del Himalaya extrañas teosofías y pasaba la antorcha de lo oculto a Anitie Besant; Piazzi Smith, astrónomo real escocés, había descubierto la historia del mundo y su ominoso futuro en la Gran Galería de la Gran Pirámide de Egipto. Mientras, en los tribunales, Mary Baker Eddy y sus principales acólitas se acusaban mutuamente de brujería y magia negra; Spencer predicaba ciencia. Ingersoll tronaba contra la superstición. Freud y Jung se zambullían en la oscuridad sin límites del inconsciente; Maravillas inimaginables habían sido reveladas en la Exposición Universal de París, para la que fue construida la Torre Eiffel, y en la Exposición Mundial Colombina de Chicago; Nueva York estaba excavando su metro. En Sudáfrica los bóers disparaban a los británicos con sus fusiles Krupp de acero. En la lejana Catai los boxers se sublevaban, considerándose invulnerables a las balas gracias a la magia. Y el conde Von Zeppelin lanzaba su primer dirigible, mientras los hermanos Wright preparaban su primer vuelo.
»De Castries trajo consigo sólo una gran maleta Gladstone llena de copias de su libro mal impreso que no pudo vender mejor que Melville su
Moby Dick
, y un cerebro rebosante de ideas galvánicas y sombríamente iluminadas, y (según insisten algunos) una gran pantera negra en una traílla de eslabones de plata alemana. Y, según otros, le acompañaba también, o le perseguía, una mujer alta, esbelta y misteriosa que siempre llevaba un velo negro y vestidos oscuros que más parecían túnicas, y era capaz de aparecer y desaparecer de repente. En cualquier caso, De Castries era un hombre pequeño, delgado e incansable, parecido a un águila, con ojos penetrantes y boca sardónica que llevaba su glamour como una capa en la ópera.
»Hubo una docena de leyendas sobre su origen. Algunos decían que improvisaba uno nuevo cada noche, y otros que todos eran inventados por los demás sólo gracias a la inspiración de su oscura apariencia magnética. El origen que favorecían Klaas y Ricker era moderadamente espectacular: que siendo apenas un muchacho de trece años escapó del París asediado durante la guerra francoprusiana en un globo de hidrógeno junto con su padre mortalmente herido, que era explorador del África misteriosa, y con la hermosa e instruida amante polaca de su padre, y una pantera negra (otra distinta), que su padre había capturado en el Congo y que acababan de rescatar del parque zoológico cuando los hambrientos parisinos empezaron a matar a los animales salvajes para comérselos. (Por supuesto, otra leyenda decía que de muchacho fue ayuda de campo de Garibaldi en Sicilia y que su madre era la más temida de todos los Carbonari.)
»Tras viajar rápidamente hacia el sureste atravesando el Mediterráneo, el globo se encontró a medianoche con una tempestad eléctrica que aumentó su velocidad, pero también lo hacía acercarse más y más a los blancos colmillos de las olas. Imagina la escena revelada por los destellos casi continuos de los relámpagos en la frágil y casi vencida góndola. La pantera agazapada en un lado, rugiendo y escupiendo, agitando la cola, las garras clavadas profundamente en el suelo de la barquilla con una fuerza que amenazaba con hacerlo ceder. Los rostros del padre moribundo (un viejo halcón), el despierto muchacho (un águila joven ya entonces), y la orgullosa muchacha, intelectual, ferozmente leal y meditabunda…, los tres desesperados y pálidos como la muerte en medio del brillo azulino de la galerna. Y mientras tanto los truenos resonaban ensordecedoramente, como si la negra atmósfera estuviera siendo destruida, o grandes piezas de artillería retumbaran en sus oídos. De repente la lluvia les supo a sal en los labios mojados: el agua salpicada por las hambrientas olas.
»El padre moribundo agarró las manos derechas de los otros dos, uniéndolas, sujetándolas brevemente con la suya propia, musitó unas cuantas palabras (se perdieron en el estruendo de la tormenta) y con un estallido final de energía se lanzó por la borda.
»El globo saltó hacia arriba, escapando de la tormenta y dirigiéndose hacia el sureste. Los jóvenes helados y aterrorizados permanecieron abrazados. Al otro lado de la barquilla, la pantera negra los miraba con sus enigmáticos ojos verdes. Mientras, al sureste hacia el que se dirigían, la luna apareció sobre las nubes, como la corona embrujada de la Reina de la Noche, imponiendo su sello a la escena.
»El globo aterrizó en el desierto egipcio cerca de El Cairo, y el joven De Castries se lanzó de inmediato a estudiar la Gran Pirámide, ayudado por la joven amante polaca de su padre (que ahora era la suya), y por el hecho de que descendía por línea materna de Champollion, descifrador de la Piedra Rosetta. Hizo todos los descubrimientos de Piazzi Smith (y algunos más que mantuvo en secreto) diez años antes que él y preparó las bases para su nueva ciencia de las superciudades (y también su Gran Cifrador) antes de dejar Egipto para investigar las metaestructuras y los criptoglifos (así los llamó) y las paramentalidades por todo el mundo.
»¿Sabes? Esa relación con Egipto me fascina —Byers hizo un paréntesis mientras se servía más brandy—. Me hace pensar en el Nyarlathotep de Lovecraft, que salió de Egipto para pronunciar conferencias seudocientíficas anunciando el fin del mundo.
La mención de Lovecraft recordó algo a Franz.
—Dime una cosa, ¿no tenía Lovecraft un cliente con un nombre parecido a Thibaut de Castries?
Los ojos de Byers se ensancharon.
—Sí que lo tenía. Adolphe de Castro.
—¡Qué parecido! ¿No crees…?
—¿Que fueran la misma persona? —Byers sonrió—. Se me ha ocurrido esa posibilidad, mi querido Franz, y tengo que decirte algo al respecto: que Lovecraft se refirió en ocasiones a Adolphe de Castro como «un amable charlatán» y «un untuoso viejo hipócrita» (le pagaba a Lovecraft por reescribir al completo sus historias menos de la décima parte de lo que cobraba por ellas), pero no… —suspiró, y su sonrisa se desvaneció—, no, De Castro estaba todavía vivo molestando a Lovecraft y visitándole en Providence después de la muerte de De Castries.
»Para resumir la historia de De Castries, no sabemos si esa joven amante polaca le acompañó, y posiblemente se trataba de la misteriosa dama del velo que algunos decían apareció al mismo tiempo que él en San Francisco. Ricker así lo creía. Klaas lo dudaba. Ricker tendía a fantasear sobre la polaca. La imaginaba como una pianista brillante (dicen que la mayoría de los polacos lo son, ¿no? Chopin tiene mucho que ver con eso), que había relegado por completo su talento para poner su sorprendente dominio de los idiomas y sus profundas habilidades como secretaria (y todos los placeres de su cuerpo joven y fiero) al servicio del jovencísimo genio al que adoraba aún más devotamente que a su aventurero padre.
—¿Cómo se llamaba? —preguntó Franz.
—Nunca pude averiguarlo —replicó Byers—. O bien Klaas y Ricker lo olvidaron o, lo más probable, fue uno de los puntos en que De Castries les mantuvo en secreto. Además, hay algo tan satisfactorio en la frase «la joven amante polaca de su padre» (¿qué podría ser más exótico y llamativo?) que lo hace a uno pensar en clavicordios y océanos de encajes, champán y pistolas. Pues, bajo su máscara fría y erudita, ella ardía de temperamento, según la imaginaba Ricker, de forma que casi parecía volar cuando tenía un arrebato de furia, como una muñeca de trapo explosiva. Los orientales la temían, pues pensaban que era una bruja. Ricker dijo que fue durante aquellos años en Egipto cuando empezó a usar velo.
»Sin embargo, en otras ocasiones, podía ser increíblemente seductora, el epítome de la feminidad continental, e inició a De Castries en las más voluptuosas prácticas eróticas, ampliando y ensanchando su comprensión de la cultura y el arte.
»Con todo esto, De Castries había adquirido ya en algún lugar gran parte de su oscuro encanto satánico cuando llegó a la ciudad junto al Golden Gate. Supongo que era parecido al satanista Anton la Vey (quien durante un tiempo mantuvo consigo a un león domado, ¿lo sabías?), excepto que no tenía ningún deseo del tipo de publicidad habitual. Buscaba una élite de personas brillantes y libres que quisieran saborear lo más salvaje de la vida, y si tenían dinero, mucho mejor.
»¡Y naturalmente los encontró! El prometeico (y dionisíaco) Jack London. George Sterling, poeta fantástico e ídolo romántico, favorito de los adinerados miembros del Bohemian Club. Su amigo, el brillante abogado Earl Rogers, quien más tarde defendería a Clarence Darrow y salvaría su carrera. Ambrose Bierce, una vieja águila amargada con su
Diccionario del diablo
y sus incomparables relatos de terror. La poetisa Nora May French. Esa leona de las montañas, Charmian London. Y Gertrude Atherton, siempre cercana. Y ésos eran sólo los más vitales.
»Y por supuesto todos cayeron sobre De Castries con placer. Era el tipo de curiosidad humana que les encantaba, sobre todo a Jack London. Misterioso pasado metropolitano, anécdotas a lo Munchausen, teorías científicas extrañas y alarmantes, una fuerte tendencia antiindustrial y (como diríamos hoy) antiestablishment, el toque apocalíptico, la nota de condena, atisbos de poderes oscuros… ¡lo tenía todo! Durante bastante tiempo fue su centro, su gurú favorito en el sendero extraviado, casi su dios (e imagino que él mismo pensaba esto). Incluso compraron ejemplares de su nuevo libro y permanecían quietos (y bebían) mientras él lo leía en voz alta. Ególatras como Bierce lo aceptaban, y London lo dejó ser el centro del escenario durante un tiempo: podía permitírselo. Y todos estaban dispuestos a llevar adelante (en teoría) su sueño de una utopía donde los edificios megapolitanos estaban prohibidos (habían sido destruidos o domados de algún modo), y las paramentalidades usadas de forma benigna, siendo ellos mismos la élite aristocrática y él el espíritu maestro por encima de todos.
»Desde luego, la mayoría de las damas se relacionaron románticamente con él, y supongo que varias estaban ansiosas por llevárselo a la cama y no dudaron en tomar la iniciativa en la materia (recuerda que eran mujeres dramáticas y liberadas para su época), y sin embargo no hay ninguna prueba de que tuviera ningún asunto amoroso con ninguna. Más bien lo contrario. Al parecer, cuando las cosas llegaban a ese punto, decía algo así como:
"Querida, no hay nada que me pudiera gustar más, en verdad, pero debo decirle que tengo una amante muy salvaje y celosa que me cortaría la garganta en la cama o me apuñalaría en el baño (era muy parecido a Marat, ¿sabes, Franz?, y lo fue aún más en sus últimos años), además de verter ácido sobre sus hermosas mejillas y sus labios, querida, o clavarle un alfiler en esos ojos embrujadores. Es enormemente culta, pero sigue siendo una tigresa".
»Les presentaba esta criatura (¿imaginaria?), según me han dicho, hasta que no quedó claro si hablaba de una mujer real, o de una diosa, o de una entidad metafórico. "Es un animal nocturno implacable", decía, "aunque con una sabiduría que se remonta a Egipto y más allá, y que me resulta incalculable. Para mí es mi espía en los edificios, mi inteligencia en las estructuras metropolitanas. Ella conoce sus secretos y sus debilidades, sus poderosos ritmos y sus oscuras canciones. Y ella misma es tan secreta como sus sombras. Es mi Reina de la Noche, Nuestra Señora de las Tinieblas."
Mientras Byers dramatizaba las últimas palabras de De Castries, Franz advirtió que Nuestra Señora de las Tinieblas era una de las Señoras de la Pena de De Quincey, la hermana más joven, la tercera, que siempre llevaba un velo negro. ¿Lo sabía De Castries? ¿Era su Reina de la Noche la de Mozart? ¿Todopoderosa a excepción de la flauta mágica y las campanas de Papageno? Pero Byers continuó: