Nueva York (112 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Cuando Estados Unidos entró en la guerra, Giuseppe Caruso decidió enrolarse antes de que se planteara siquiera ningún tipo de reclutamiento obligatorio. Su padre no estaba seguro de que fuera una idea acertada.

—Nosotros somos italianos, papá —había aducido Giuseppe—. Aquí todavía nos consideran extranjeros. Tenemos que demostrar que los italianos somos tan buenos americanos como cualquiera. Y como yo soy el hijo mayor, tengo que ser yo.

Salvatore siempre recordaría el día en que su fornido hermano regresó indemne de la guerra y recorrió Mulberry Street con su uniforme, acaparando sonrisas y felicitaciones de sus vecinos e incluso un mudo saludo de un policía irlandés que pasaba por allí. Quizá fue aquél el momento en que Salvatore pasó a ser realmente americano, al contemplar con orgullo a su hermano que, con su servicio como soldado, había abierto el camino.

Poco después de su regreso, Giuseppe resolvió integrarse en un grupo de camaradas del ejército que iban a trabajar en el Ferrocarril de Long Island. Al cabo de unos meses, uno de sus compañeros le presentó a una bonita joven italiana. Su familia vivía en Long Island, cerca de Valley Stream, aunque lo que de veras impresionó a los Caruso fue otro detalle.

—Su familia tiene tierras.

Su parcela no era muy grande, desde luego, pero tampoco se necesitaban grandes extensiones para cultivar verduras. Muchos italianos comenzaban a instalarse como modestos agricultores en Long Island. Una emprendedora familia apellidada Broccoli, que cultivaba la verdura que pasó a llevar su nombre, tenía contratos para suministrar a los más lujosos restaurantes de Nueva York.

La familia de la chica se ganaba modestamente la vida. Además, dado que ella no tenía hermanos, era de prever que Giuseppe y ella heredarían la granja cuando fallecieran sus padres. De este modo, la familia Caruso recuperaría su verdadera condición de campesinos.

La boda se celebró a la usanza tradicional, igual que en cualquier pueblo de Italia. Al cabo de un año, Giovanni y Concetta Caruso se habían trasladado ya a vivir a Long Island. Aunque no se podían permitir la jubilación, Giuseppe les había encontrado trabajos más llevaderos a ambos. Por primera vez en los más de veinte años que llevaba en Estados Unidos, Concetta Caruso parecía contenta. Maria se fue con ellos a Long Island y no tardó en encontrar un empleo en una tienda.

En la ciudad se quedaron sólo Salvatore, Angelo y el tío Luigi.

Y Paolo, por supuesto, aunque nunca lo veían. Unos meses después de la muerte de Anna había dejado de limpiar botas. Explicó a la familia que trabajaba con un hombre que tenía varias propiedades en Greenwich Village. Salvatore fue una vez allí y encontró una oficina donde varios empleados italianos llevaban libros de cuentas. Cuando dijo que buscaba a su hermano Paolo, le contestaron que éste se encontraba fuera y no lo invitaron a esperarlo. Eso fue lo único que llegó a averiguar Salvatore. Todas las semanas, Paolo dejaba una cantidad de dinero en la mesa de la cocina para su madre, que lo recogía de mala gana; si le hacía regalos, ella los rechazaba siempre. Al cabo de un tiempo, ella y Paolo habían dejado prácticamente de hablarse y, al final, él anunció que había encontrado una casa donde trasladarse a vivir.

Paolo aparecía de improviso cada varios meses, sin embargo, normalmente cuando Salvatore se encontraba solo en algún sitio. Siempre iba muy bien vestido. Abrazaba, sonriente, a su hermano, y charlaban un rato y comían juntos a veces. Paolo tenía ahora una especie de dureza; a Salvatore no le costaba imaginarlo actuando con frialdad, con aire amenazador. Su antigua camaradería se había esfumado. Antes de irse, Paolo siempre dejaba dinero para sus padres.

Salvatore y Angelo se habían planteado ir a vivir a Long Island, pero pronto llegaron a la conclusión de que no les interesaba. Adaptaron la vivienda para que el tío Luigi pudiera instalarse con ellos, y a base de trabajar duro y compartir los gastos del alquiler entre los tres, lograban ahorrar algo de dinero cada semana. El tío Luigi, que se guardaba las propinas y no consumía casi nada aparte de las sobras que comía en el restaurante, debía de haber acumulado una buena suma de dinero, según sospechaba Salvatore, pese a que la situación financiera del tío siempre constituía un misterio. En una ocasión le preguntó qué hacía con el dinero.

—Lo invierto —respondió el tío Luigi. Entonces Salvatore le preguntó cómo decidía en qué debía invertir—. Rezo a san Antonio —le contestó.

Salvatore nunca supo si hablaba en serio o no.

Tampoco olvidó nunca las recomendaciones de Anna. Siempre cuidó de Angelo, y lo hizo con gusto, porque quería a su hermano. Después de la muerte de Anna comenzó a enseñarle el mundo. Cuando los Caruso llegaron a Nueva York, con la red del metropolitano se podía llegar hasta Harlem, pero en el curso de las dos décadas posteriores la alargaron hasta el Bronx, Brooklyn y aún más lejos, hasta Queens. El billete costaba sólo cinco centavos, fuera cual fuese el trayecto. A veces iban con Angelo a las nuevas zonas residenciales de la periferia sólo para poder decir que habían estado allí.

Salvatore llevaba asimismo a Angelo a ver espectáculos deportivos. Con Babe Ruth jugando en los Yanquis, en el béisbol neoyorquino nunca faltaba emoción. Gracias a Paolo, que les había conseguido unas entradas, también fueron al estadio de Polo Grounds a ver pelear a Jack Dempsey contra Luis Firpo, el Toro Salvaje de la Pampa. Había sido algo digno de recordar, ya que Dempsey cayó del ring, pero volvió y ganó al final el combate.

Angelo prefería, con todo, ir al cine, que no era caro. Veía a los Keystone Kops y a Charlie Chaplin, que se había asentado en Estados Unidos y había abandonado el teatro por la pantalla. No se cansaban de ver las grandes historias de D.W. Griffith. Desde el momento en que el pianista comenzaba a tocar, Angelo se quedaba embelesado. Aparte, tenía una memoria sorprendente y era capaz de recitar todas las películas en las que aparecían sus actores favoritos y las circunstancias de sus rodajes y vidas de la misma manera que los otros chicos recordaban los resultados de los partidos de béisbol. Seguía las carreras de Mary Pickford y Lillian Gish con especial devoción.

Daba la impresión, no obstante, de que aquellas actrices fueran las únicas mujeres que cabían en la vida de Angelo. A Salvatore le gustaba salir con chicas y tenía intención de casarse un día, cuando hubiera ahorrado suficiente dinero. Mientras tanto, iba una vez por semana al barrio de las prostitutas, situado en los alrededores de Broadway, entre la Treinta y la Cuarenta. Aunque también había muchas meretrices en Little Italy, él prefería mantener en secreto aquella parte de su vida. El tío Luigi, que estaba enterado, siempre le advertía que tuviera cuidado.

—¿Sabías —le decía— que en el ejército les pusieron tantas pegas a nuestros soldados para conseguir condones que casi tres cuartas partes de ellos pillaron algo?

Incluso le indicó dónde podía comprar los de látex, que no se encontraban en todas partes. Salvatore tomaba precauciones.

—Las putas cuestan dinero —reconocía—, pero es mejor que volverse loco.

Salvatore no estaba seguro de por qué Angelo tenía tan poco contacto con las mujeres. Quizá fuera demasiado tímido. Salvatore se preguntaba si debía intervenir en ese sentido, pero el tío Luigi le aconsejó que lo dejara tranquilo.

Lo que preocupaba al tío Luigi no era el ocio de Angelo, sino su trabajo. Cuando Salvatore se convirtió en albañil, Angelo adoptó la misma actividad. Ya fuera gracias a las pesas que todavía practicaba o por otra razón se había convertido en un joven musculoso, capaz de soportar sin dificultad las labores físicas.

—Pero él no tendría que estar poniendo ladrillos —protestaba el tío Luigi—. Angelo tiene talento.

Por más que hubiera abandonado su alocado sueño de que Angelo llegara a ser arquitecto, el tío Luigi consideraba que tenía posibilidades de ejercer otros oficios, como pintor de paredes, decorador o algo donde pudiera aplicar los dones que Dios le había dado. Parecía, con todo, que Angelo prefería trabajar con su hermano. El caso era que nunca había dejado de dibujar. Mientras Salvatore salía a veces al bar después de cenar, Angelo se quedaba junto a la mesa de la cocina. A veces leía un libro, pero normalmente dibujaba. En tales ocasiones, en su joven rostro se instalaba una apasionada expresión de concentración. Algunas veces, si llegaba pronto, Salvatore se quedaba observándolo varios minutos mientras dibujaba sin que él se diera cuenta. El tío Luigi había enmarcado algunos dibujos y los había vendido a clientes del restaurante, pero no había logrado convencer a Angelo para que aceptara encargos.

—A mí me pagan por trabajar de albañil —explicaba, con una sonrisa, a su tío—, y después puedo dibujar lo que me apetece.

Por lo menos el trabajo no escaseaba. Quizá fuera una consecuencia de la guerra, que había despertado entre los americanos un recelo ante los extranjeros; Salvatore no estaba seguro. El caso era que el gobierno había impuesto unas cuotas de emigrantes. Aparte de la gran cantidad de negros que acudían desde el Sur, el flujo de emigrantes que llegaban ahora a Nueva York se había reducido de manera drástica. La ciudad, mientras tanto, no paraba de crecer. Los salarios eran buenos y aumentaban.

Pasaron los años. En 1925, los ahorros de Salvatore habían llegado a una bonita suma, gracias a la cual pensó que tal vez había llegado el momento de buscarse una novia formal.

Un frío día de diciembre, mientras caminaba por la Sexta Avenida, se encontró a Paolo. Su hermano iba impecable, con un abrigo cruzado y bombín. Hasta habrían podido tomarlo por un banquero… o por un gánster. Pese a su evidente sorpresa, le sonrió.

—Has dado con buen sitio para encontrarte conmigo, chico —dijo—. Pasa, que comeremos.

El Fronton ocupaba un sótano al oeste de Washington Square, junto a la Sexta Avenida. Regentado por el joven Jack Kriendler y Charlie Berns, era uno de los mejores bares clandestinos de la ciudad. Salvatore advirtió que en cuanto apareció la cara de Paolo en la entrada —donde los recién llegados debían darse a conocer a través de una mirilla— la puerta se abrió al instante y después lo saludaron por su nombre.

El Fronton era un local espacioso, ocupado por mesas con manteles. A un lado había una barra y en las paredes colgaban fotos del Salvaje Oeste. Se estaba llenando ya de comensales, entre los que Salvatore distinguió un par de caras conocidas. A Paolo le dieron enseguida una mesa, sin embargo. Pidieron un bistec y, mientras esperaban, les sirvieron whisky irlandés. Salvatore comentó que Paolo tenía muy buen aspecto y éste sonrió, alzando la copa.

—Brindemos por la Ley Seca, hermano. A mí me ha venido muy bien.

Cuando el movimiento abstencionista triunfó y en 1920 entró en vigor la Enmienda Dieciocho a la Constitución que prohibía la venta de «bebidas embriagantes», la faz del país quedó alterada, sin duda. No obstante, ello no impidió en modo alguno que la gente siguiera bebiendo. La ley era la ley, pero eran millones las personas que no creían en ella. Los restaurantes respetables adoptaban subterfugios, como ofrecer por ejemplo tazones de sopa que en realidad contenían licor. En las ciudades como Nueva York había bares clandestinos, omnipresentes pese a la amenaza de la irrupción de la policía. Y, tal como sucede con todas las leyes que niegan a la gente aquello que están resueltos a obtener, la Ley Seca propició un enorme y provechoso mercado donde los proveedores fijaban los precios. Los estraperlistas como Rothstein, Waxy Gordon, Frank Costello, Big Bill Dwyer y Lucky Luciano ganaban fortunas. Hacía tiempo que Salvatore sospechaba que su hermano estaba implicado en ese tráfico y ahora él mismo acababa prácticamente de reconocerlo.

Después de hablar de la familia, Paolo le preguntó sobre su vida amorosa.

—Puedo conseguirte una chica de primera, de lo mejorcito ¿eh? —le propuso—. Y gratis. Es que está en deuda con nosotros. ¿Quieres probar con ella?

—Lo pensaré —prometió Salvatore, aunque no tenía ningún deseo de mezclarse con los amigos de Paolo, y ambos lo sabían—. Quizás encuentre una buena chica con la que casarme —añadió.


Bene, bene
—aprobó, complacido, Paolo—. ¿Me invitarás a la boda?

—Por supuesto. ¿Cómo iba a faltar mi hermano a mi boda?

Después hablaron de Angelo y Salvatore explicó que el tío Luigi seguía empeñado en que hiciera algo más en la vida.

—Quizás el tío Luigi tenga razón —apuntó Paolo—. El chico podría ir a una escuela de pintura o algo así. Si necesitáis dinero…

Salvatore miró a su hermano embargado por una oleada de afecto. Detrás del gánster —porque eso era su hermano— el Paolo de antes seguía allí. Quería hacer algo por su familia; intentaba demostrar su amor, recibirlo tal vez. Salvatore alargó la mano para estrechar el brazo de su hermano.

—Eres un buen hermano —dijo en voz baja—. Si Angelo necesita algo, te lo diré.

Después de comer, Paolo pidió café.

—¿Puedo preguntarte algo? —planteó Salvatore.

—Claro.

—¿No te preocupa moverte fuera de la ley?

Paolo aguardó un momento antes de responder.

—¿Te acuerdas de lo de 1907, cuando Rossi perdió todos los ahorros de nuestro padre?

—Desde luego.

—¿Y te acuerdas de lo de 1911, cuando Anna murió en la fábrica?

—¿Cómo podía olvidarlo?

—Yo también me acuerdo, Salvatore. —Paolo asintió y de improviso su voz se impregnó de pasión—. Lo recuerdo con rabia, con amargura. Porque nuestra familia era pobre, porque era ignorante, porque no contaba para nada, la gente se atrevía a robarles, a permitir que ardieran en una trampa. —Se encogió de hombros, con furia—. ¿Por qué no? Si total, éramos sólo italianos, unos despreciables meridionales. Entonces yo me dije a mí mismo que no iba a ser un perdedor, que haría lo que fuera con tal de ganar. —Calló un momento, recobrando la compostura—. Quizá me haga rico y me case y llegue a comprar una gran finca para todos. ¿Qué te parece, hermanito?

Entonces Salvatore comprendió el sueño de su hermano.

En la mesa de al lado acababa de instalarse un grupo de cuatro personas. Salvatore los miró un instante. Eran gente de los altos barrios. Había un joven de veintipocos años, vestido un poco al desgaire, y una chica, la típica
flapper
[4]
según su diagnóstico. Todo indicaba que la pareja de mediana edad que estaba con ellos eran los padres del muchacho. El padre parecía uno de los tipos de Wall Street, guapo y de ojos azules. La madre, que llevaba una gargantilla de perlas y una estola de piel, miraba con nerviosismo en derredor. Salvatore tuvo la impresión de haberla visto antes y trató de recordar dónde.

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