Nueva York (133 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—Ah.

De modo que la expedición tenía por objeto comprar marihuana, constató Gorham con un asomo de enojo que no dejó de advertir su padre.

—Debes comprender algo, Gorham —dijo con calma—. Sirve de ayuda contra el dolor.

Cuando volvieron al apartamento, Mabel les tenía preparada sopa y una comida ligera. Mientras comían, estuvieron charlando, sobre todo de las cosas que habían hecho juntos cuando Gorham era niño.

—Quiero pedirte que hagas algo por mí, Gorham, cuando todo haya acabado —dijo después Charlie.

—Desde luego.

—En el escritorio hay un papel con una lista de nombres y direcciones. ¿Quieres traerlo? —Gorham le llevó la lista, en la que había en torno a una docena de nombres—. La mayoría de las personas que constan aquí son amigos. Verás que está mi médico, un miembro de la familia Keller y otros más. Les he dejado pequeños recuerdos en mi testamento, poca cosa, pero sería muy amable de tu parte que se los entregaras diciendo que yo te pedí que lo hicieras. Es que prefiero que reciban los regalos de tu mano que por correo enviados por mi abogado. ¿Querrás hacerlo?

—Ya te he dicho que sí. —Gorham repasó la lista. Conocía al médico y varios más. Otros nombres le resultaban desconocidos—. ¿Sarah Adler?

—Es propietaria de una galería, donde adquirí algunos cuadros. Es posible que te dé algo si le caes bien. ¿Entregarás lo que les dejo a todos?

—Descuida.

—Me encuentro un poco cansado ahora, Gorham. Voy a dormir un rato. Creo que deberías volver a la universidad.

—Volveré el próximo fin de semana.

—Espera dos semanas. El fin de semana que viene tengo algunas cosas pendientes y para ti es un viaje largo. Con dos semanas bastará.

Como veía que su padre estaba cada vez más cansado, Gorham prefirió no contradecirle. Después de despedirse de Charlie, le dijo a Mabel que la llamaría por teléfono para tener noticias de su estado.

Una vez afuera, se dio cuenta de que le quedaba más de una hora antes del próximo tren con destino a Boston, de modo que decidió caminar un poco para tomar el aire. Tras cruzar las avenidas Madison y Quinta, entró en Central Park.

Los árboles estaban sin hojas y había nieve en el suelo, pero el aire era seco y vigorizante. Mientras repasaba lo sucedido durante el día, llegó a la conclusión de que podría haber sido mucho peor. No había criticado a su padre ni había perdido los estribos en ningún momento. Gracias a Dios, habían tenido un encuentro lleno de cariño y armonía.

¿Cuánto tiempo debía de quedarle a su padre? Algunos meses sin duda, por lo menos. Lo visitaría muchas veces más y procuraría que pasara lo mejor posible sus últimos días.

Llevaba unos diez minutos caminando cuando vio al individuo de la gorra de béisbol roja parado junto a un árbol.

Era un negro de más de metro ochenta de altura, vestido con un abrigo negro largo y una bufanda negra con varias vueltas alrededor del cuello. Tenía los hombros encogidos. Cuando Gorham se acercó, lo miró, aunque sin grandes esperanzas. Cuando pasó a su lado, pregonó de forma automática la mercancía sin mucha convicción: «¿María? ¿Hierba?». Dejándose llevar también por el automatismo, Gorham siguió adelante, tratando de no escucharlo.

Se había alejado un poco cuando volvió a recordar las palabras de su padre. «Sirve de ayuda contra el dolor». Había leído algo sobre personas aquejadas de cáncer que fumaban marihuana. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, también tomaban otras drogas para aliviar el dolor. Quizá su médico pudiera recetarle esa droga. Él no tenía idea de si se podía. Seguramente no, porque de lo contrario Charlie no habría intentado comprarla en el parque.

Consultó el reloj. Aún le quedaba tiempo antes de ir a la estación.

¿Qué decía exactamente la ley? Al individuo de la gorra roja podían detenerlo, sin duda, por vender la mercancía. ¿Y qué sucedía con el comprador? En posesión de una sustancia ilegal… podían detenerlo a uno por eso, estaba seguro. ¿Qué consecuencias tendría para sus posibilidades de entrar a trabajar en un banco si lo detenían en Central Park? No había forma de saberlo, así que siguió caminando.

¿De modo que iba a dejar sufrir a su padre? ¿A su pobre padre que, a su manera un tanto alocada, siempre había sido bueno con él? ¿Su padre, que sin tener nada en común con él, lo trataba con toda la consideración que podría haber reservado para un alma gemela? ¿El padre que tranquilamente había fingido no percatarse de los breves momentos de irritación que él mismo había sido incapaz de disimular del todo incluso en compañía de un moribundo?

Dio media vuelta. El tipo de la gorra roja seguía en el mismo sitio. Miró en derredor. A menos que hubiera alguien escondido detrás de un árbol, eran los únicos ocupantes de aquel sector del parque. Se acercó al traficante.

El hombre le dirigió una mirada inquisitiva. Tenía una cara enjuta y una pequeña barba desgreñada.

—¿Cuánto?

—¿A cómo lo vende?

El hombre dijo algo, pero Gorham apenas se enteró del precio porque estaba mirando en torno a sí con nerviosismo.

—Me llevaré quince gramos —se apresuró a decir.

Si el individuo se llevó una sorpresa, no la evidenció. Del bolsillo empezó a sacar bolsitas de plástico. Gorham suponía que le daría los quince gramos, que ya sabía que era mucho, pero no tenía ni idea de lo que hacía. Cogió las bolsitas y tras metérselas precipitadamente en el bolsillo de los pantalones, debajo del abrigo, se dispuso a marcharse.

—No me has pagado, chico —señaló el vendedor.

—Ah, sí. —Gorham sacó unos cuantos billetes—. ¿Es suficiente con esto? —El pánico se adueñaba ya de él.

—Es suficiente —aseguró el traficante.

Debía de ser demasiado, pero en ese momento a Gorham le daba igual. Lo único que quería era alejarse de allí. Se fue a toda prisa por el sendero y sólo se volvió a mirar una vez, con la esperanza de que el vendedor se hubiera esfumado. Seguía plantado allí, sin embargo. Gorham siguió el sendero hasta la confluencia con otro y después torció hacia el este en dirección a una salida que daba a la Quinta. Gracias a Dios, ya había perdido de vista a aquel tipo.

Acababa de poner los pies en la acera de la Quinta cuando vio al policía. Sabía qué debía hacer. Tenía que adoptar un aire desenvuelto. Al fin y al cabo, él era un respetable joven de tendencias conservadoras, alumno de Harvard, que iba a convertirse en banquero, no un joven con quince gramos de marihuana en el bolsillo. Sin poder evitarlo, se quedó paralizado. Seguramente tenía el mismo aspecto de la persona que acaba de cometer un asesinato.

El policía, que lo estaba observando, se acercó a él.

—Buenas tardes, agente —dijo Gorham, y hasta le sonó absurdo el saludo.

—¿Viene del parque? —preguntó el policía.

—Sí —respondió Gorham, que ya estaba recobrando el aplomo—. Necesitaba caminar. —Como el policía aún seguía observándolo, Gorham sonrió con tristeza—. ¿Estoy pálido?

—Más bien.

—Creo que será mejor que me tome un café antes de volver. —Bajó la cabeza con grave ademán—. No he tenido un buen día. Mi padre tiene cáncer. —Y entonces, puesto que era verdad, sintió que le afloraban las lágrimas a los ojos.

El policía se percató de ello.

—Lo siento —dijo—. Si sigue por esta calle hasta Lexington, encontrará un sitio donde tomar café.

—Gracias.

Cruzó la Quinta y siguió directo hasta Lexington. Luego giró en dirección norte, continuó varias manzanas y regresó a Park Avenue.

Su padre aún estaba levantado cuando Mabel lo hizo pasar. Estaba sentado en el sillón, pero desplomado sobre un brazo, con la cara demacrada. El esfuerzo de aquel día debía de haberle restado muchas fuerzas.

—He encontrado al tipo de la gorra de béisbol roja —se apresuró a anunciar Gorham, al tiempo que descargaba el contenido del bolsillo—. Por poco me detienen —añadió, sonriendo.

Charlie tardó un momento en reunir algo de energía, pero cuando lo hizo, miró a Gorham con enternecedora gratitud.

—¿Has hecho eso por mí?

—Sí —dijo Gorham.

Después le dio un beso.

Después del anochecer

1977

E
l miércoles 13 de julio, al caer la tarde, el ambiente, que había sido cálido y bochornoso todo el día, se volvió opresivo. Parecía que iba a estallar una tormenta. Dejando a un lado aquella circunstancia, Gorham no tenía ninguna otra expectativa para la velada… aparte de ver a su buen amigo Juan, por supuesto.

Gorham iba pertrechado con un amplio paraguas mientras caminaba deprisa hacia el norte desde su apartamento de Park Avenue. Sólo veía a Juan una vez cada seis meses, más o menos, pero siempre resultaba interesante el encuentro. Opuestos en todo, eran sin embargo amigos desde que estudiaron juntos en Columbia, y pese a que Gorham se enorgullecía de tener una variada red de amigos de todas las tendencias, siempre había sentido que Juan era especial.

—Es una lástima que mi padre esté muerto —le había dicho en una ocasión a Juan—. Le habrías caído muy bien.

Viniendo de Gorham, aquello era un gran halago.

En el año 1977, Gorham Master podía afirmar que, al menos hasta el momento, su vida se había desarrollado tal como había planeado. Después de la muerte de su padre alquiló el apartamento de Park Avenue durante el resto de su estancia en Harvard y se quedó en casa de su madre en Staten Island cuando iba a la ciudad. Tuvo la suerte de que en los sorteos no le tocara ir al ejército. Después logró causar tan buena impresión en la facultad de empresariales de Columbia que lo aceptaron en el máster de administración de empresas sin previa experiencia profesional. Gorham no quería pasar el tiempo con los compañeros; deseaba iniciar una carrera. Columbia había sido, de todos modos, una experiencia maravillosa. La facultad de empresariales le había proporcionado un sólido marco intelectual para organizar el resto de su vida y también diversos amigos interesantes, entre los que se contaba Juan Campos. Al salir con su máster en la mano se encontró a los veintipocos años en la envidiable posición de propietario de un apartamento de seis habitaciones en Park Avenue, sin hipoteca, y con dinero en metálico suficiente para pagar el mantenimiento durante años… todo eso antes de empezar a trabajar.

Pese a que según los parámetros de su clase aquello no era sinónimo de riqueza, si hubiera tenido un carácter diferente la disponibilidad de tanto dinero en época tan temprana de su vida podría haber destruido a Gorham, quitándole el incentivo de trabajar. Por fortuna para él, no obstante, tenía una ambición tan firme de devolver a su familia la posición que antes ocupaba en la ciudad que, para él, aquello representaba sólo el primer paso, a saber, que al actual representante de la familia había que verlo iniciando su carrera a partir de una posición de privilegio. El siguiente era encontrar un empleo en un banco importante. Después, tenía intención de hacer lo necesario para llegar a la cumbre. Su padre no había obtenido el éxito a la manera convencional, pero él sí lo iba a conseguir. Ésa era su misión.

No obstante, echaba de menos a Charlie, mucho más de lo que había previsto.

Charlie había muerto demasiado pronto; el mismo año de su muerte parecía proclamarlo. Aun con toda su estela de tragedias, 1968 fue un año extraordinario. Fue escenario del fracaso de la Ofensiva Tet y de las masivas protestas organizadas en Nueva York en contra de la guerra de Vietnam. En abril se produjo el terrible asesinato de Martin Luther King, y en junio, el de Robert Kennedy. Hubo las memorables candidaturas de Nixon, Hubert Humphrey y Wallace a presidente. En Europa, la revolución estudiantil de París y la represión rusa de la Primavera de Praga habían alterado la historia del mundo occidental. Andy Warhol había recibido una herida de bala, Jackie Kennedy se había casado con Aristóteles Onassis. Ese año habían tenido lugar muchos acontecimientos destacados de la historia moderna, y Charlie Master no había estado allí para presenciarlos y comentarlos. Era algo que le parecía ilógico, injusto.

Aun así, Gorham se alegraba casi de que su padre no hubiera vivido para ser testigo del rumbo que habían tomado las cosas en los años anteriores. Aquella deprimente huelga de basureros de comienzos del sesenta y ocho no había sido la culminación, sino el principio de las complicaciones de Nueva York. Año tras año, la gran urbe que tanto amaba su padre se iba deteriorando. Se habían realizado grandes esfuerzos para presentar la ciudad como un lugar atractivo. Rescatando un término de argot que se empleaba en los años veinte para designar una gran ciudad, los expertos en marketing le habían puesto el apodo de la Gran Manzana e inventado un logotipo con sus iniciales. En Central Park se celebraban multitud de conciertos, obras de teatro y todo tipo de actividades. No obstante, detrás de toda aquella parafernalia, la ciudad se estaba disgregando. El parque se estaba convirtiendo en una zona semidesértica, donde no era recomendable caminar después del anochecer. Los delitos callejeros no cesaban de aumentar. Los barrios pobres como Harlem y el sur del Bronx parecían sumidos en una fase de abandono terminal.

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