Nueva York (131 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—¿Para que me dijera que no viniera? —replicó el tío Herman—. Pues ahora estoy aquí. —Miró a Michael—. De ti me acuerdo. —Miró a Nathan—. A ti no te conozco. Soy el tío Herman.

Esther Adler dedicó una ojeada a la esposa de su cuñado antes de dirigir la palabra a éste.

—No quiero explicar lo que ocurrió.

—Ella lo sabe —contestó él con voz de trueno—. Lo sabe. Ya te lo conté —dijo a su mujer—. Celebraron mi funeral cuando me casé contigo, porque no eres judía. Para ellos estoy muerto, ¿entiendes? Me trataron como a un muerto. Llamaron a sus amigos para que vinieran al velatorio y nunca volvieron a hablar de mí. Esto es lo que se hace en familias como la nuestra. Somos muy especiales.

—Yo nunca oí tal cosa —les aseguró, a modo de disculpa, la esposa—. No lo sabía.

—Tú no tienes por qué preocuparte —intervino el tío Herman—. El único muerto soy yo, no tú.

—Tienes que irte, Herman —aconsejó la señora Adler—. Yo le diré que has venido. Quizás acceda a verte. No lo sé.

—Esto es ridículo —se indignó el tío Herman.

Sin decir nada, Sarah abandonó discretamente la cocina.

Su padre ni siquiera la oyó entrar en la sala de espera donde tocaba, pero al verla, sonrió. Viendo su cara de satisfacción, sintió una oleada de amor por él.

—Padre, ha ocurrido algo —le anunció con dulzura—. Tengo que decirte algo.

—¿Qué es, Sarah? —preguntó, dejando de tocar.

—Tienes que prepararte para algo que no esperabas.

Volvió la cabeza, evidenciando la expresión de ansiedad de su cara.

—No pasa nada. Nadie se ha hecho daño. Nadie está enfermo. —Respiró hondo—. El tío Herman está aquí, con su esposa. —Calló un momento—. La esposa es bastante agradable, y el tío Herman no le hace caso. —Esbozó una sonrisa—. Es tal como lo recordaba. Pero madre quiere echarlo. ¿Es eso lo que tú deseas?

Su padre guardó un largo silencio.

—¿Herman está aquí?

—Sí. Acaba de presentarse en la puerta.

—¿Con esa mujer con la que se casó? ¿Viene aquí sin avisar, y trae a esa mujer a mi casa?

—Quiere verte. Me parece que quiere reconciliarse contigo. Quizá se disculpe. —Vaciló un instante—. Ha pasado mucho tiempo —añadió con tono suave.

—Mucho. Si uno comete una ofensa, ¿no tiene más que esperar unos cuantos años para que la ofensa se borre? ¿Acaso el tiempo lo convierte en algo correcto?

—No, padre. Pero tal vez si hablaras con él…

Su padre inclinó la cabeza, fijando la vista en las teclas del piano. Primero sacudió varias veces la cabeza y luego se puso a oscilar el torso, de atrás hacia delante.

—No puedo verle —dijo en voz baja.

—Tal vez si…

—No lo entiendes. No puedo verlo. No puedo soportar…

De improviso Sarah comprendió que su padre no estaba enfadado, que sufría tan sólo.

—Así es como empiezan las cosas —dijo—. Siempre ocurre lo mismo. En Alemania, los judíos creyeron que eran alemanes y se casaron con alemanes, pero después, aunque tuvieran una abuela o una bisabuela alemana… los mataron. ¿Crees que a los judíos los van a aceptar? Eso es ilusorio.

—Eso fue en tiempos de Hitler…

—Y antes fueron los polacos, los rusos, la Inquisición española… Muchos países han aceptado a los judíos, Sarah, y siempre han acabado volviéndose contra ellos al final. Los judíos sólo sobrevivirán si son fuertes. Ésta es la lección que nos da la historia. —Levantó la vista hacia ella—. Se nos ordenó preservar nuestra fe, Sarah. Por eso hay que tener presente que cada vez que un judío se casa con un gentil debilita a la comunidad. Si uno se casa con un gentil, al cabo de dos o tres generaciones su familia ya no será judía. Puede que con eso queden a salvo, o puede que no, pero de una manera u otra, al final todo lo que tenemos se perderá.

—¿Tú crees eso?

—Estoy convencido. —Sacudió la cabeza—. Yo ya celebré el funeral por mi hermano. Para mí está muerto. Ve a decírselo.

Tras un instante de vacilación, Sarah se volvió hacia las escaleras. Antes de que alcanzara a ver al tío Herman, la voz de éste resonó desde arriba.

—Daniel, estoy aquí. ¿No piensas hablar con tu hermano?

Sarah observó a su padre. Todavía tenía la vista fija en el teclado cuando volvió a resonar la voz del tío Herman.

—El tiempo ha pasado, Daniel. —Se abrió una pausa—. No volveré a venir. —Se produjo otra pausa antes de que añadiera, con voz airada—: Pues si eso es lo que quieres, se acabó.

Se oyó un portazo. Después se hizo el silencio.

Sarah se quedó sentada en la escalera. No quería importunar a su padre, pero tampoco quería dejarlo solo. Estuvo esperando un rato. Luego, al ver el movimiento de sus hombros, pese a que no hacía ningún ruido, se dio cuenta de que estaba llorando.

No pudo reprimirse. Tenía que consolarlo. Volvió a acercarse al piano y lo abrazó.

—¿Crees que no quiero a mi hermano? —logró articular, al cabo de un poco.

—Ya sé que lo quieres.

—Sí, quiero a mi hermano. ¿Qué debo hacer? ¿Qué puedo hacer?

—No lo sé, padre.

Ladeó la cara para mirarla. Las lágrimas le rodaban por las mejillas hasta impregnarle el bigote.

—Prométeme, Sarah, prométeme que tú no harás nunca lo que hizo Herman.

—¿Quieres que te lo prometa?

—No podría soportarlo.

Tardó sólo un minuto en responder.

—Lo prometo.

Quizá fuera mejor así.

El estrecho de Verrazano

1968

T
odo el mundo convenía en que a Gorham Master se le presentaba un gran porvenir. Tenía seguridad en sí mismo. Sabía muy bien lo que quería, lo tenía todo bien atado y no estaba dispuesto a aceptar cortapisas.

En Groton había obtenido unos resultados impresionantes, y ahora estaba en segundo curso en Harvard. Aparte de sus estudios, para él también era muy importante el béisbol. Ya había demostrado sobradamente un auténtico instinto de predador para reaccionar no bien salía disparada la pelota. Gorham era popular entre los hombres y también entre las mujeres. Los de clase alta lo apreciaban porque era de los suyos; los demás, porque era sociable, educado y buen deportista. Dentro de unos años, los patronos iban a emplearlo porque era inteligente y trabajador, y tenía capacidad de adaptación.

Sus amigos más próximos conocían un par más de sus rasgos de carácter. El primero era que, aunque no le faltaba valentía, tendía al conservadurismo y a la prudencia. El segundo, que estaba relacionado con el primero, era que estaba decidido a ser lo más distinto posible de su padre.

No obstante, su padre era la razón por la que había regresado de Harvard a Nueva York aquel gélido fin de semana de febrero.

El mensaje que le había mandado su madre el miércoles era claro: «Acude lo antes posible». Cuando llegó a su casa de Staten Island el sábado por la tarde, Julie tampoco se anduvo con rodeos.

—Ya sabes que hacía un par de años que no veía a tu padre hasta que me llamó la otra noche. Quería despedirse, de modo que fui, y no me arrepiento.

—¿Es tan grave su estado?

—Sí. El médico le diagnosticó un cáncer. El pronóstico es que no va a durar mucho, y yo espero, por su bien, que así sea. Por eso te dije que vinieras de inmediato.

—No me hago a la idea.

—Bueno, tienes tiempo hasta mañana. Y Gorham —añadió con firmeza—, sé amable.

—Siempre lo soy.

Julie le dirigió una mirada cargada de intención.

—Más vale que no inicies ninguna discusión.

El domingo por la mañana, cuando el transbordador comenzó a cruzar la amplia bahía, soplaba un helado viento del este. ¿Cuántas veces habría tomado ese barco con su padre, de niño?, se preguntó Gorham. ¿Doscientas? ¿Trescientas? No lo sabía. De lo que sí estaba seguro era de que cada vez que había realizado el trayecto, al contemplar la perspectiva de Manhattan, se había jurado que iba a vivir allí. Ahora la volvía a tener ante sí. Aunque cubierta de un desolador manto gris en aquella mañana de febrero, seguía manteniendo el mismo atractivo para él.

Aquello había cambiado bastante desde su infancia, por supuesto. La primera línea contigua al agua había experimentado una total transformación. Cuando era niño, los muelles de la parte sur de Manhattan aún estaban abarrotados de hombres que descargaban los barcos de mercancías. Los estibadores eran la aristocracia de aquellos obreros. Luego habían llegado los grandes contenedores, que habían desplazado a aquellos barcos y reducido a mínimos el trabajo de aquella gente en los muelles, incluso en los de Brooklyn. Las nuevas instalaciones, con sus gigantescas grúas, se encontraban localizadas ahora en los puertos de Newark y Elizabeth, situados ambos en Nueva Jersey. Los buques de pasajeros aún llegaban por el Hudson hasta los embarcaderos del West Side, pero por más espléndidos que fueran aquellos transatlánticos, los muelles eran sólo un pálido recuerdo de lo que fueron antaño.

Gorham tenía la impresión de que estaban ordenando y racionalizando la ciudad. La poderosa mano de Robert Moses había seguido disponiendo autopistas para los coches y para los enormes camiones que ahora distribuían las mercancías en las calles del centro, provocando frecuentes atascos. Moses también se había propuesto limpiar los barrios bajos, y en numerosos puntos contiguos al East River surgían en su lugar edificios altos, en aplicación de los denominados planes de renovación urbana. Estaba desapareciendo también la multitud de pequeñas y medianas fábricas asentadas en los barrios más pobres, especialmente en Brooklyn y en las zonas costeras de Nueva York, aquellas sucias, chirriantes y humildes empresas que fueron el motor de la riqueza de la ciudad.

No obstante, aun cuando el carácter de Manhattan hubiera cambiado, los servicios tomaran el relevo de las manufacturas, Ellis Island permaneciera cerrada desde hacía tiempo y las grandes riadas de emigrantes que afluían a Nueva York estuvieran reguladas y sustituidas por una infiltración mucho menos visible a través de las fronteras del país, la gran ciudad de Nueva York aún albergaba en sus cinco distritos pujantes comunidades provenientes de todos los rincones de la Tierra.

Algunos de sus amigos de Harvard consideraban que estaba loco con su proyecto de querer vivir en Nueva York. La ciudad había sufrido, en efecto, graves problemas durante los años precedentes. A causa de su presupuesto deficitario, los impuestos no paraban de aumentar. Por aquel entonces había un promedio de casi tres asesinatos por día en Manhattan. Las grandes compañías, que solían instalarse en Nueva York desde comienzos de siglo, habían trasladado sus sedes a otras ciudades. Aun así, para Gorham Master Nueva York seguía siendo el centro del mundo. En cuanto acabara los estudios pensaba vivir allí. Aunque alguien le ofreciera un magnífico empleo, con un espléndido sueldo, en otro lugar, lo rechazaría a cambio de un trabajo aceptable en Nueva York. Lo único que no había previsto, era que su padre ya no fuera a estar allí.

Tenía que reconocer que, pese a sus defectos, la vida con Charlie Master nunca resultaba aburrida. A lo largo de las dos décadas anteriores, el mundo había cambiado muy deprisa a su alrededor. Las certezas de los años cincuenta habían quedado puestas en tela de juicio, al igual que las limitaciones. Con ello habían llegado nuevas libertades y nuevos peligros.

Lo curioso era, cayó en la cuenta Gorham, que había aprendido más de cada cambio con su propio padre que con la gente de su edad. Mientras estaba en el instituto, había sido Charlie el que había participado en las marchas en defensa de los derechos civiles y el que le había hecho escuchar las grabaciones de Martin Luther King. Ninguno de los dos consideraba que la guerra de Vietnam fuera una buena causa, pero mientras Gorham se conformaba con esperar a que quizá ya no reclutasen más soldados para cuando hubiera terminado sus estudios en Harvard, su padre se había atraído enemistades escribiendo artículos en contra de la guerra.

Gorham podía respetar a su padre al menos en lo tocante a sus posturas políticas, pero no ocurría lo mismo con algunas de sus otras actividades. Era Charlie y no él quien conocía a todos los grupos de música, quien le explicaba sus experiencias psicodélicas a él y quien comenzó a fumar hachís.

—A mí no me importa que papá tenga un espíritu joven —se había quejado en más de una ocasión Gorham a su madre—, pero eso no implica que tenga que volverse cada vez más joven.

Durante los dos años anteriores, el modo de vida de su padre había provocado ciertas fricciones entre ellos. Gorham no estaba escandalizado; simplemente pensaba que Charlie se estaba convirtiendo en un adolescente de edad madura.

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