Nueva York (129 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

A medida que se desarrollaba el ritual del
Séder
, Charlie quedó no sólo conmovido sino impresionado. El rostro del doctor Adler, tan afable y paternal, tenía algo del hombre que comparte una comida con sus nietos. Tras la primera imagen había, sin embargo, una pasión y una intensidad que despertaron la admiración de Charlie. Aquella gente profesaba un gran respeto por la tradición, por la educación y por las cuestiones espirituales.

Entre los gentiles, aquello no era tan corriente. Se encontraba algo comparable en las familias de los profesores, maestros y el clero, pero no con aquella intensidad. La familia de Sarah pertenecía a una comunidad que poseía una marcada conciencia de unas raíces de tres mil años de antigüedad, convencida de haber recibido el fuego divino de la mano del propio Dios.

Cuando por la noche se disponía a regresar a Manhattan, Charlie se despidió de Sarah y su familia imbuido de un nuevo respeto y admiración.

No tardó mucho en indagar en torno a la cuestión del médico.

—¿El nieto de Adele Cohen? —contestó Sarah—. Es muy buena persona, aunque no es mi tipo, pero dejo que la familia crea que podría interesarme. Así se quedan contentos. —Lo miró con ironía—. Supongo que tendría que casarme con él si fuera mi tipo. Tiene todas las cualidades que podría desear una chica judía como Dios manda.

Charlie no sabía qué actitud adoptar al respecto. Más tarde, consciente de sus celos, meditó sobre el asunto y se dijo que no tenía por qué reaccionar como un tonto. En un momento dado, aquella muchacha tendría que asentarse con un joven de su misma clase. En todo caso, aquello no debía producirse todavía. Tendría que pasar mucho tiempo y, mientras tanto, la quería, intensamente, para él.

Su asistencia al
Séder
tuvo asimismo otro tipo de consecuencias. Empezó a hacerle preguntas a Sarah. Algunas eran bastante simples.

—¿Por qué vosotros decís sinagoga, cuando la mayoría de judíos dicen templo?

—Eso depende en gran medida de a qué categoría de judío pertenece uno —explicó ella—. El templo por antonomasia, el Templo de Jerusalén, fue destruido hará casi dos mil años. Los judíos ortodoxos y conservadores creen que llegará el día en que se reconstruya. Ése será el Tercer Templo. El movimiento reformista, por su parte, propugna que no esperemos la reconstrucción del mismo, y por eso llaman templos a sus sinagogas. De la misma manera, en la diáspora existen muchas formas de designarlas. Los judíos ortodoxos suelen llamarla
shul
, que es una palabra yiddish; mi familia dice sinagoga y los reformistas acostumbran a decir templo.

Otras preguntas eran más complejas, como: ¿qué posición tenía Sarah sobre sus obligaciones en tanto que judía? ¿Cómo quería vivir? ¿Creía realmente en Dios? Por sus respuestas, descubrió con sorpresa el desgarro con que vivía su condición.

—¿Dios? ¿Quién puede saber algo de Dios, Charlie? Nadie puede tener la certeza. En cuanto a lo demás, yo incumplo una gran cantidad de reglas. No tienes más que fijarte en lo que hago contigo. —Se encogió de hombros—. Supongo que, en el fondo, soy seglar los días entre semana y el fin de semana vuelvo a casa a recuperar mi tradición. No tengo ni idea de qué va a dar eso más adelante.

En una ocasión, ella lo encontró leyendo un libro sobre el judaísmo.

—Vas a acabar sabiendo más que yo —comentó con una carcajada.

No era sólo el judaísmo lo que suscitaba la curiosidad de Charlie. El contacto con su familia le había hecho tomar conciencia de todas las otras comunidades que poblaban la ciudad: los irlandeses, los italianos y las gentes venidas de otros lugares. ¿Qué sabía él de sus vecindarios? Apenas nada, debía reconocer.

La exposición se inauguró en abril y fue un gran éxito. Rose Master se superó a sí misma, logrando atraer a ella a coleccionistas, encargados de museos y personas de la alta sociedad. El catálogo y las notas históricas que había reunido Sarah eran perfectos. Charlie había llevado periodistas y gente del ambiente literario; la galería había hecho el resto.

Antes de fallecer, Theodore Keller había sacado miles de copias firmadas, una buena proporción de las cuales se vendieron ya el primer día. Aparte, un editor se puso en contacto con Charlie para proponerle editar un libro sobre su obra.

En el acto inaugural estuvieron presentes varios Keller, descendientes de Theodore y de su hermana Gretchen. La familia de Sarah acudió y permaneció modestamente en un segundo plano, muy orgullosa de la acogida de su trabajo. Charlie experimentó un momento de pánico al caer en la cuenta de que varios de sus amigos estaban enterados de la relación que mantenía con ella, pero le bastó hablar un instante con un par de ellos para asegurarse de que nadie hiciera ningún comentario delante de su familia.

Charlie dio un encantador discurso sobre Theodore y Edmund Keller en el que expresó su agradecimiento a la galería y en especial a Sarah por aquella exposición que, a su parecer, habría merecido la total aprobación del propio artista.

Era frecuente que al final de una inauguración, la galería invitara al artista y algunos amigos a cenar. Aunque en ese caso el autor de las fotografías estaba ausente, Charlie se había planteado qué debía hacer. El propietario de la galería iba a ir a cenar con Sarah y su familia, y a él le habría gustado sumarse a ellos. Por otra parte, su madre estaba cansada y, después de todo lo que había hecho, sentía que debía acompañarla a casa.

Al despedirse de Sarah y su familia, lo embargó un sentimiento de profundo orgullo por ella y, al mismo tiempo, un instinto de protección. De repente sintió una gran desolación por tener que separarse de ella.

Si al menos pudieran mostrarse juntos ante todos, pensó. Pero ¿en condición de qué?

Un aspecto de su relación que procuraba gran regocijo a Charlie era observar a Sarah en su apartamento. Desde su divorcio, había vuelto a recuperar sus costumbres de soltero. No es que fuera desordenado, al contrario. En su apartamento de paredes blancas estaba todo bien colocado, con sencillez y precisión.

—Es casi como una galería de arte —señaló ella la primera vez que lo vio.

En todo caso, era espartano. En la cocina casi no había comida, porque solía comer fuera. Ella le compró cazuelas y sartenes y utensilios que él no creyó que fuera a usar nunca, además de toallas blancas para el cuarto de baño. Lo hizo con tacto, sin embargo, sin dar la impresión de que se entrometía en sus cosas. Después la vio tan complacida con los resultados, y tan a gusto cuando se encontraba allí, que dedujo que debían de tener gustos compatibles. Nunca se le había ocurrido que le costara vivir con una mujer que quería cambiar su casa o decidiera poner cortinas con estampados de flores cuando él quería tener unas sencillas persianas venecianas, pero ahora se daba cuenta de que no deseaba volver al mismo ritmo doméstico convencional que había mantenido cuando estaba casado con Julie.

—Es curioso, pero tengo la impresión de que no me molesta que estés en el apartamento —comentó una vez.

—Gracias por el cumplido —respondió ella, riendo.

—Ya sabes a qué me refiero —adujo.

La única ocasión en que experimentó un acceso de irritación, acompañado de miedo, fue por algo que duró sólo un instante. Una noche, al entrar temprano en su dormitorio, la encontró revolviendo sus cajones.

—¿Buscas algo? —inquirió con aspereza.

—Me has pillado —reconoció ella, avergonzada—. Necesito ver tus corbatas.

Según la experiencia de Charlie, las mujeres nunca lograban regalarle corbatas que le gustaran, de modo que se estaba planteando cómo disuadirla de intentar tan imposible tarea, cuando ella frunció el entrecejo y sacó algo del fondo del cajón.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Hacía mucho tiempo que no había visto el cinturón de
wampum
. Se lo quitó de las manos y lo observó, pensativo.

—Adivina.

—Parece indio.

—Lo es. —Recorrió con los dedos la áspera superficie del decorado de diminutas cuentas—. Es
wampum
—explicó—. ¿Ves todas estas cuentas blancas? Están hechas con conchas. Las negras forman un motivo, como ves, que en realidad es una especie de escritura. Este cinturón contiene probablemente un mensaje.

—¿De dónde proviene?

—Ha pertenecido a la familia durante generaciones, cientos de años quizá. No sé cómo llegó a ella, pero se supone que trae suerte, como si fuera una especie de hechizo.

—¿Te ha traído suerte alguna vez a ti?

—Mi padre lo llevaba puesto el día en que perdió todo su dinero… después del crack. Me dijo que lo llevaba cuando decidió saltar del puente GWB. Pero luego no saltó, porque si no no tendríamos todavía el cinturón. Se podría decir que eso fue una suerte, en cierto modo.

—¿Lo puedo mirar?

Cuando se lo entregó, ella lo llevó hasta la mesita contigua a la ventana para examinarlo. Charlie, mientras tanto, se puso a pensar en el cinturón y en su elaboración. ¿Cuánto tiempo habría llevado? ¿Habría sido una labor impulsada por el amor, o tal vez una mera obligación tediosa? Él prefería creer lo primero, aunque no tenía manera de comprobarlo.

—Sea cual sea su significado, esto es un asombroso diseño abstracto —elogió de improviso Sarah—, muy sencillo, pero de una gran fuerza.

—¿Te gusta?

—Me encanta. Es un objeto magnífico para mantenerlo en una familia.

—Supongo que sí.

—Es una obra de arte —afirmó.

Diez días más tarde, Sarah le regaló una corbata. Como era de prever, la eligió a la perfección. Era de seda cruda, con fondo rojo oscuro y un sutil estampado de cachemira, discreta pero elegante.

—¿Está bien?

—Más que bien —alabó él.

—¿Te la pondrás?

—Muchas veces.

—Tengo algo más para ti —anunció, sonriendo con satisfacción.

—¿Otro regalo?

—Sólo algo que vi paseando, pero puedo devolverlo si no te gusta.

Le entregó un paquete rectangular envuelto con papel. Era demasiado ligero para ser un libro. Lo abrió con cuidado, y se quedó mirándolo, estupefacto.

Era un dibujo de Robert Motherwell.

—He pensado que podría quedar bien allí —dijo, señalando un espacio libre de la pared del salón—. Si te gusta, claro —añadió.

—¿Que si me gusta?

Todavía tenía la vista fija en el dibujo, incapaz casi de hablar. Era un dibujo abstracto simple, en blanco y negro, que le recordaba la caligrafía china, hermosísimo.

—No te muevas —le pidió ella, y cogiendo el dibujo, se dirigió al lugar de la pared que había indicado y sostuvo la lámina allí—. ¿Qué te parece?

Era inmejorable. Su efecto transformaba toda la habitación.

—Eres un genio —dijo él.

—¿De veras? —contestó, muy satisfecha.

¿Cuánto le habría costado? Prefería no pensar en eso. Seguramente Betty Parsons se lo habría dejado a plazos, para que fuera pagándolo. De todas maneras, con su modesto sueldo, tendría que estar pagando por aquel dibujo durante meses, o incluso años.

«¿Y estaba dispuesta a hacer aquello por él?», se preguntó, asombrado y conmovido.

Luego estuvo estrujándose el cerebro varios días tratando de encontrar lo que podía regalarle a cambio. Tenía que ser algo que le procurase placer, pero no sólo eso. Un abrigo o una joya caros, algo que ella no pudiera costearse, podrían complacerla, pero no sería suficiente. Tenía que encontrar un regalo que demostrara que había realizado un esfuerzo particular. Algo con un significado, con un valor emocional.

Al final, se le ocurrió la idea.

Era un fresco y despejado día de domingo cuando llegó a su apartamento, justo antes de mediodía. Sarah había ido a ver a sus padres a Brooklyn y había regresado esa mañana para pasar el día con él. Bajó con cuidado el regalo del taxi. Tuvo que subir despacio las escaleras, porque era engorroso de llevar.

Una vez adentro, depositó la carga en el suelo del salón.

—Para ti —dijo con una sonrisa—. De mi parte.

—¿Qué puede ser?

El paquete era bastante raro, de unos diez centímetros de ancho y casi dos metros de largo. Tardó un par de minutos en retirar el envoltorio.

—Cuesta un poco —advirtió él, aunque Sarah se desenvolvía muy bien.

—¡Oh, Charlie! —exclamó, mirándolo boquiabierta—. No puedes darme esto.

—Sí puedo.

—Pero es una reliquia familiar. Se lo tienes que dar a Gorham, para los hijos de tus hijos. Pertenece a tu familia.

—Él no espera recibirlo. No sabe nada de su existencia. Creo que tú lo apreciarías más que cualquier otra persona que conozco. Lo han enmarcado muy bien ¿no?

Era cierto. El cinturón de
wampum
lo habían aplanado y montado sobre una fina plancha forrada de tela, sujetándolo con unos simples clips que permitían desprenderlo fácilmente. La plancha iba metida en una larga caja blanca con la parte frontal de vidrio, que podía colgarse o exponerse fijándola a una pared.

—Una bonita pieza de arte abstracto —reiteró, sonriente, Charlie.

—No puedo creer que me regales esto, Charlie —dijo ella—. ¿De veras estás seguro?

—He pensado mucho en ello, Sarah. Sé que eres la persona adecuada para tenerlo.

—Me emociona mucho el detalle —dijo—, muchísimo.

—En ese caso, supongo que es un buen regalo —repuso él alegremente.

A partir de ese fin de semana comenzó a preguntarse si podrían ser marido y mujer.

Pensaba todos los días en ello. No se podía negar que había dificultades… numerosas, en efecto. Aunque, bien pensado, tampoco eran de tanto calado.

Él era mayor que ella, sí, pero no tan viejo. Conocía a otras parejas en que la mujer era mucho más joven que el marido, y parecían disfrutar de un buen matrimonio. Si de algo no le cabía duda era de que ella estaba contenta con él.

¿Qué harían con la cuestión de la religión?, se planteaba. Su familia habría querido que Sarah se casase con el médico judío. Por otra parte, teniendo en cuenta todos los aspectos del caso, casándose con él ella ascendería un escalón en la sociedad. También se preguntaba qué tipo de ceremonia nupcial debían celebrar. La simple ceremonia episcopal era, en todo caso, muy parecida a la judía.

Además, cuando estuvieran casados, ella se hallaría bajo su protección. Si el portero de su madre se atrevía siquiera a pestañear delante de su esposa ya podía despedirse de su empleo. Sus amigos la acogerían sin reticencias… y el que no lo hiciera así, no era amigo suyo. De todas maneras, ¿era tan maravillosa la gente bien? ¿Acaso tenía tanto en común con ellos? ¿Y si acababa de soltar las amarras del todo? Había conocido a más de una persona de su propia clase que se había casado como convenía la primera vez y, después de un matrimonio desgraciado, se había vuelto a casar con alguien inaceptable para su entorno y había sido feliz durante el resto de su vida.

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