Nueva York (125 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—Allí conocerá al tipo de personas adecuadas —reconoció alegremente Charlie.

Con eso se refería a los Roosevelt, Auchincloss, Morgan, Whitney, Du Pont, Adams, Harriman, Grew y muchos más, gente con el tipo de apellidos que frecuentaban el Groton.

—¿No hubo uno allí que se llamaba Peabody? —preguntó Gorham.

—Sí, Gorham —confirmó Charlie—. Él fundó el colegio. Fue el director durante cincuenta años e hizo una gran labor.

—Fíjate —comentó en voz baja su madre—, he oído que han dejado entrar en Groton a un chico negro.

—Sí —dijo Charlie—. Hará un par de años. Eso está bien.

—Hombre… —murmuró su madre—. Por lo menos no era un judío.

Charlie sacudió la cabeza. En ciertas ocasiones, lo mejor era no hacer mucho caso a su madre.

Cuando salieron a la calle, Gorham vio uno de aquellos preciosos cabriolés tirados por caballos parado en la esquina y pidió si podían dar una vuelta en él. Charlie consultó con la mirada a su madre, que asintió.

—¿Por qué no? —aceptó.

Fue un placentero paseo. Primero bajaron por la Quinta Avenida.

—Aquí estaba antes la casa de los Vanderbilt —explicó su madre, fiel a sus costumbres, cuando pasaron delante de los elegantes grandes almacenes Bergdorf—. Aquí antes sólo había casas particulares, y ahora sólo hay iglesias y tiendas —comentó con tristeza un par de minutos después, mientras se aproximaban a la fachada neogótica de la catedral de Saint Patrick.

En realidad, según cayó en la cuenta Charlie, estaban llegando a la auténtica médula espiritual del centro de la ciudad. Ello no se debía a la catedral, por más importante que fuera ésta. No, la médula espiritual de Manhattan se encontraba frente a la catedral, justo al otro lado de la calle.

¡Con qué nitidez recordaba todos aquellos años, que abarcaron toda la década de 1930 y parte de los años cuarenta, en que cuando uno tendía la vista sobre Manhattan veía el inmenso rascacielos del Empire State Building como un símbolo que dominaba el cielo! En realidad era un símbolo de fracaso. Ochenta y ocho pisos de oficinas… que no había manera de alquilar. De vez en cuando se alquilaba alguna, pero durante los años de la Depresión el rascacielos estuvo casi vacío. En vista de ello, habría sido previsible que otros se lo pensaran dos veces antes de construir más edificios de oficinas en aquel periodo… aunque quienes conocieran a los neoyorquinos, o a la familia Rockefeller, no habrían sido de la misma opinión.

Justo antes del crack de 1929, John D. Rockefeller hijo había arrendado veintidós acres en el lado occidental de la Quinta Avenida para construir un complejo de edificios de oficinas de estilo art déco y un teatro de ópera. La crisis bursátil obligó a Rockefeller a renunciar a este último, pero no lo hizo desistir de llevar a cabo el resto del proyecto. Sin ayuda de nadie, la familia más rica del mundo no sólo levantó un rascacielos, sino catorce, provistos de jardines en la azotea y una plaza central, con lo que compuso el espacio peatonal más elegante de la ciudad. Su encantador patio central servía de restaurante al aire libre en verano y de pista de patinaje en invierno. Hacia el final de una década de obras, un día de diciembre, algunos obreros que trabajaban en ella decidieron poner un árbol de Navidad en la plaza.

El Rockefeller Center fue un triunfo. Era grande, era elegante y era opulento. Lo proyectaron neoyorquinos que no se resignaban ante los obstáculos. Ni siquiera la Depresión podía sumirlos en el desaliento. Ésa era la cuestión capital, meditaba Charlie. Ése era el carácter distintivo de Nueva York. Los emigrantes llegaban con los bolsillos vacíos y, aun así, salían adelante. Incluso el primer Astor había llegado prácticamente con nada. Ésa era la tradición, que se podía remontar hasta aquellos toscos y curtidos capitanes de barco y colonos de la costa Este de quienes descendían él y su hijo. Rockefeller fue un titán, al igual que Pierpont Morgan o el presidente Roosevelt… todos príncipes del mundo, imbuidos del espíritu de Nueva York.

—Ése es el Rockefeller Center —informó a su hijo—. Lo siguieron construyendo a lo largo de la Depresión porque Rockefeller tenía dinero y arrestos. ¿No es bonito?

—Sí —acordó Gorham.

—A un neoyorquino nunca pueden derrotarlo, Gorham, porque se vuelve a levantar enseguida. No lo olvides.

—De acuerdo, papá —prometió el niño.

El cabriolé los subió por la Sexta y los devolvió cruzando el Central Park. Lo pasaron muy bien. Al llegar a su punto de partida, sin poder evitarlo, Charlie se dio cuenta de la pura e insoslayable verdad: que acababan de subirse a un coche de caballos, como unos turistas. Esa noche llevaría a Gorham a un espectáculo, más o menos como un turista, y al día siguiente tendría que volver a acompañarlo a Staten Island.

Y entonces su hijo tomó la palabra.

—Papá.

—¿Qué, Gorham?

—Cuando sea mayor, voy a vivir aquí.

—Vaya, eso espero.

El chiquillo frunció el entrecejo, dirigiendo una solemne mirada a su padre, como si sintiera que no lo había comprendido bien.

—Sí, papá —insistió con aplomo—, eso es lo que voy a hacer.

Charlie llegó a la galería bastante temprano, pero Sarah Adler ya estaba allí.

La galería de Betty Parsons se encontraba en la calle Cincuenta y Siete. Aunque había abierto hacía sólo seis años, ya era famosa. Ello se debía en parte al carácter de Betty, sin lugar a dudas. Nacida en el seno de una buena familia, había seguido la trayectoria de rigor, casándose joven y con alguien de buena posición. Después se había rebelado, sin embargo; se había ido a París a vivir con otra mujer. En los años treinta vivió en Hollywood y frecuentó a Greta Garbo. Al final, como ella también era artista, montó una galería en Nueva York.

En los años cincuenta, Nueva York era la meca de toda persona interesada en el arte moderno.

Hubo escuelas estadounidenses de arte con anterioridad: la Escuela del Río Hudson en el siglo XIX, con sus magníficos paisajes del valle del Hudson, del Niágara y del Oeste; los impresionistas americanos, que a menudo se reunían en Francia, en torno a la residencia de Monet en Giverny, antes de volver a su país. No obstante, pese a su calidad, no se podía decir que hubieran inventado ningún tipo nuevo de pintura. De hecho, los grandes movimientos del arte abstracto moderno, del cubismo en adelante, habían nacido todos en Europa.

La tendencia había cambiado entonces. De improviso, en el panorama neoyorquino habían irrumpido una multitud de artistas con grandes y audaces obras. Jackson Pollock, Hedda Sterne, Barnett Newman, Motherwell, De Kooning, Rothko. La gente solía darles el apelativo de «los Irascibles», aunque el nombre oficial de su escuela era el expresionismo abstracto.

Los modernos Estados Unidos poseían un arte totalmente propio. En el centro de aquel auge creativo se encontraba una señora bajita e infatigable, educada en el mundo de los colegios privados de Nueva York y en los ambientes de verano en Newport que prefería la compañía de los artistas más atrevidos de su tiempo: Betty Parsons.

Se trataba de una exposición colectiva. Motherwell figuraba en ella, y también Helen Frankenthaler y Jackson Pollock. Charlie acompañó a Sarah para presentarle a Pollock antes de iniciar la ronda para ver las obras.

La exposición era magnífica. Hubo un cuadro de Pollock que les gustó en especial… una densa explosión de tonos marrones, blancos y grises.

—Parece como si hubiera dado vueltas encima de la tela con una bicicleta —susurró Sarah.

—Igual lo hizo —señaló Charlie con una sonrisa. De todas maneras tenía la impresión, como de costumbre, de que en aquella arremolinada masa de color abstracto de caótica apariencia podían localizarse repeticiones y complejos ritmos subliminales que conferían una asombrosa potencia a la obra—. Alguna gente cree que es un impostor —dijo—, pero yo creo que es un genio.

Había un Motherwell muy interesante también que formaba parte de la serie «Elegía por la República española», con grandes glifos negros y barras verticales sobre fondo blanco.

—Es como si tuviera una resonancia —comentó Sarah—, como un mantra oriental. No sé si me explico…

—Perfectamente —le aseguró Charlie.

Era curioso, constató. La diferencia de edad apenas importaba cuando había una verdadera sintonía mental. Sonrió para sí, pensando que aun cuando por doquier se afirmara que el dinero y el poder eran los más potentes afrodisíacos, él tenía la sensación de que la imaginación compartida tenía efectos más duraderos.

Ambos vieron a conocidos y se separaron para ir a hablar con ellos. Charlie charló un poco con Betty Parsons.

Le gustaba Betty. Observando su pulcra cara tan propia de la gente de Nueva Inglaterra, con su mandíbula cuadrada y la frente despejada, y su expresión de arrojo, casi le daban ganas de besarla… aunque probablemente a ella no le habría hecho mucha gracia.

Al cabo de una hora, en el otro lado de la sala, vio a Sarah absorta conversando con unos jóvenes de su edad y, conteniendo un suspiro, resolvió que lo mejor sería esfumarse. Antes se aproximó, no obstante, para despedirse.

—¿Te vas a casa? —preguntó ella, con tono de decepción.

—A no ser que quieras ir a comer algo. Aunque deberías quedarte con tus amigos…

—Me encantaría ir a comer —aseguró—. ¿Estás listo?

Decidieron ir al Sardi’s. Todavía era temprano y los espectadores de las obras de teatro aún no habían invadido el local. Ni siquiera tuvieron que esperar para que les dieran una mesa. Charlie no se cansaba de admirar el decorado de la sala, con sus paredes revestidas de fotos de actores de teatro. Aunque la gente que visitaba la ciudad acudía al Sardi’s porque era un lugar famoso, seguía siendo divertido.

Pidieron bistecs y vino tinto, y pronto tuvieron que encargar otra botella. No hablaron de la exposición. Charlie le contó las actividades que había efectuado con su hijo y después el diálogo se centró en la ciudad en los años treinta. Él le confió los sentimientos que le inspiraban Rockefeller y Roosevelt, y el ancestral espíritu de Nueva York.

—Pero no hay que olvidarse del alcalde La Guardia —le recordó ella—. Él también salvó Nueva York.

—Muy cierto —convino Charlie—. Menos mal que existen los italianos.

—La Guardia no era italiano.

—¿Ah, no? ¿Desde cuándo?

—Su padre era italiano, pero su madre era judía, con lo cual él era judío. Pregúntale a mi familia.

—De acuerdo. ¿Y qué piensan de Robert Moses? Él tenía padre y madre judíos.

—Lo detestamos.

—Ha hecho mucho por la ciudad.

—Es verdad, pero mi tía Ruth vive en el Bronx, y él ha destruido el valor de su propiedad. —La gran autopista que Moses iba a hacer pasar por el medio de aquel distrito era el proyecto más difícil que había emprendido nunca. A consecuencia de ello, mucha gente se veía obligada a desplazarse, viendo cómo sus propiedades perdían todo valor, y eso suscitaba bastante animadversión—. Ella repite que ojalá se rompa la crisma. Mi familia piensa más o menos igual. Estamos de su lado. Moses va a acabar mal al final.

—¿Tienes una familia numerosa?

—Una hermana y dos hermanos. La familia de mi madre se fue de Nueva York. La tía Ruth es la hermana de mi padre. —Abrió una pausa—. Mi padre tenía un hermano, Herman, que vivía en Nueva York, pero se fue a Europa antes de la guerra y después… —Calló, dubitativa.

—¿No volvió?

—No hablamos nunca de él.

—Lo siento.

Ella se encogió de hombros antes de cambiar de tema.

—O sea que tu hijo vive en Staten Island. ¿Tiene madre?

—Sí, mi ex mujer.

—Ah. Supongo que no es asunto mío.

—No importa. Ella y yo nos llevamos bien. —Esbozó una sonrisa—. ¿Sabes? Cuando en la galería me dijeron que tú te ibas a ocupar de la exposición de Keller, tuve mis dudas.

—¿Qué te hizo cambiar de idea?

—Lo que dijiste sobre la obra de Keller y Stieglitz. Claro que… todavía tengo que averiguar si eres competente.

—Lo soy. Y soy una gran fan de Alfred Stieglitz, por cierto. No sólo admiro su propia fotografía, sino todas las otras exposiciones que montó. ¿Sabías que organizó una de las primeras
expos
que se hicieron de Ansel Adams en Nueva York?

La exhibición de las impresionantes fotografías de los inmensos paisajes americanos había sido uno de los momentos culminantes del año para Charlie, allá en el treinta y seis, poco antes de que viajara a España para cubrir la Guerra Civil.

—Estuve allí —dijo.

—También admiro su vida personal. El hombre con quien se casó Georgia O’Keefe tenía que ser muy especial.

En opinión de Charlie, la relación y matrimonio del fotógrafo con la gran pintora había constituido una de las más destacadas alianzas del mundo del arte del siglo XX, pese a haber sido bastante tormentosa.

—Él le fue infiel —señaló.

—Era Stieglitz. —Sarah se encogió de hombros—. De todas maneras, hay que reconocerle algo. Cuando empezó a vivir con O’Keefe tenía casi cincuenta y cinco años, y cuando inició la relación con aquella otra chica tenía sesenta y cuatro.

—Dorothy Norman. La conocí.

—Y ella sólo tenía veintidós.

—Una diferencia de edad considerable.

—Uno sólo tiene la edad que siente adentro —afirmó, mirándolo.

El viernes por la tarde, Sarah Adler se desplazó a Brooklyn en metro. Había comenzado a leer un nuevo libro,
Los puentes de Toko-Ri
, una novela breve y trepidante de James Michener sobre la reciente guerra de Corea. Apenas se fijó en la sucesión de estaciones hasta que llegó a Flatbush.

A Sarah le encantaba Brooklyn. Quien se criaba en Brooklyn, se sentía para siempre vinculado a aquel barrio. Ello se debía, en parte, a su disposición geográfica. Con sus mil quinientos kilómetros cuadrados de territorio y sus más de tres mil kilómetros de línea de costa, no era de extrañar que ya hubiera suscitado el interés de los holandeses. Brooklyn tenía una luminosidad especial. Los ingleses le habían puesto el nombre de condado de Kings. Aparte del de Brooklyn, para entonces había otros dos puentes que lo conectaban con Manhattan: el Williamsburg y el Manhattan. Además estaba el metro. Setenta años de crecimiento habían cubierto con viviendas buena parte de su tranquilo terreno rural, aunque aún quedaban extensos parques y calles sombreadas con árboles. Pese a todo ello, al pasear una tranquila mañana de fin de semana por una de sus calles flanqueadas de casas de piedra parda provistas de porches de estilo holandés, uno casi podía pensar, disfrutando de aquella límpida luz típica de Brooklyn, que se encontraba en un cuadro de Vermeer.

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