Nueva York (132 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Con o sin tendencias adolescentes, lo cierto era que en los últimos años de su vida, Charlie había logrado un gran éxito. Después de pasar años tratando de escribir obras de teatro, había quedado fascinado por la televisión y había ganado bastante dinero como escritor de comedias. Luego, sin decirle nada a Gorham, había publicado su novela.

El transbordador se encontraba ya en el centro de la bahía. Al volver la vista atrás, Gorham contempló el gran puente de Verrazano y sacudió la cabeza con una sonrisa. Fueran cuales fuesen los defectos de su padre, le divirtió constatar que durante el resto de su vida, siempre que mirase aquel enorme punto de referencia de Nueva York, se vería obligado a acordarse de él.

El estrecho de Verrazano
había resultado un título muy acertado. Eran pocas las personas que se acordaban de que el primer europeo que llegó a la bahía de Nueva York, hacia comienzos del siglo XVI, había sido el italiano Verrazano. Todo el mundo conocía la existencia de Hudson, pese a que en realidad había llegado allí más de ochenta años después, pero Verrazano había quedado relegado al olvido. Durante años la comunidad italiana había estado reclamando el reconocimiento del gran navegante. Cuando se construyó aquel vasto puente en la entrada de la bahía de Nueva York, los italianos pidieron que le pusieran su nombre. Robert Moses se opuso, pero los italianos presionaron al gobernador Nelson Rockefeller y al final se salieron con la suya. De hecho, al gran puente colgante que unía Staten Island y Brooklyn le sentaba bien tener un apellido italiano, porque era uno de los puentes más elegantes que jamás se habían construido.

El estrecho de Verrazano
, de Charles Master, se publicó en 1964, el mismo mes en que se inauguró el puente. Era una novela, pero casi se leía como un poema. La gente la comparaba con un gran libro de los años cuarenta:
En Grand Central Station me senté y lloré
.
El estrecho de Verrazano
era el relato de la relación amorosa de un hombre que vive con su hijo en Staten Island y mantiene un apasionado romance con una mujer de Brooklyn. La palabra «estrecho» incluida en el título también evocaba la estrechez de mente y los prejuicios que la pareja había tenido que afrontar. Gorham sospechaba que la historia tenía algún trasfondo biográfico, aunque lo cierto era que su padre nunca había dado el menor indicio, ni a él ni a nadie, de la identidad de la mujer. En cualquier caso, había sido un tremendo éxito literario y se había hecho una película basada en la novela. Charlie había realizado una gira por el país, a raíz de la cual había trabado amistad con varias personas de San Francisco, había pasado una temporada en la costa Oeste y aprendido a fumar marihuana.

Tras bajar del transbordador, Gorham tomó el metro. Había muy poca gente. En el otro extremo del vagón, un par de negros le lanzaron miradas subrepticias. Maldijo su imprudencia. Aunque probablemente eran inofensivos, en aquellos tiempos había que tener mucho cuidado. Los habitantes de Manhattan desarrollaban una especie de antenas con las que captaban las señales de aviso ante la proximidad del peligro. Ese día, para colmo, llevaba dinero encima. No debía haber entrado así, en un vagón de metro casi vacío.

¿Era sensato sospechar de dos hombres sólo porque eran negros? ¿Era correcto por parte de alguien como él, que conocía de memoria párrafos enteros de los discursos de Martin Luther King? No. La gente tenía a menudo ese reflejo, sin embargo. Los dos negros siguieron charlando tranquilamente, sin hacerle caso, durante varios tramos de estaciones. Luego subieron otros pasajeros y los dos se bajaron.

Gorham salió del metro en Lexington Avenue. Tenía que caminar una manzana tan sólo hasta Park Avenue. Al llegar a la boca del metro, se volvió. Luego lanzó una maldición, antes de bajarse de la acera para echar a andar por la calzada.

El motivo era la basura, que se acumulaba en montículos de bolsas negras en la acera, formando una interminable hilera.

Nueva York era la ciudad de las huelgas. Dos años atrás había sido la del transporte. Si bien no había conseguido paralizar la ciudad, porque los neoyorquinos se desplazaron a pie hasta el trabajo, sí había logrado dañar su reputación. Ahora eran los recolectores de residuos los que estaban de huelga. El alcalde John Lindsay era un hombre bienintencionado y honesto, pero estaba por ver si sería capaz de controlar la turbulenta urbe y solucionar sus problemas económicos. Mientras tanto, los montones de bolsas de basura no cesaban de crecer en las aceras. Lo único bueno era que estaban en febrero. No quería ni pensar en la pestilencia que habrían desprendido en pleno mes de agosto.

De manera que Charlie Master se moría mientras la basura se acumulaba en las calles. Gorham tuvo la irracional idea de que a su padre aquella ciudad que tanto amaba le estaba despidiendo con un insulto.

No obstante, al llegar a Park Avenue, encontró a su padre mucho más animado de lo que esperaba.

Después del fallecimiento de Rose, ocurrido a comienzos de la década, Charlie se había quedado con su apartamento. Durante un tiempo había conservado su antigua vivienda de la calle Setenta y Ocho, utilizada como galería para sus fotos. Después renunció a ella para usar el otro dormitorio de que disponía en Park Avenue como almacén provisional. Había hablado de su intención de alquilar un pequeño estudio en el centro ese año, pero Gorham suponía que ya habría renunciado al proyecto.

Mabel, el ama de llaves de su abuela, cuidaba de Charlie, y una enfermera acudía a atenderlo un par de veces por semana. En la medida de lo posible, Charlie prefería quedarse en su casa hasta el final.

Cuando entró en el salón, Gorham lo encontró vestido y sentado en un sillón. Aunque se lo veía delgado y pálido, lo recibió con una jovial sonrisa.

—Qué alegría verte, Gorham. ¿Cómo has venido?

—En tren.

—¿No cogiste el avión? Parece que hoy en día todo el mundo va en avión. Los aeropuertos no paran de crecer. —Era verdad. Los tres aeropuertos, Newark, JFK y La Guardia, soportaban un tráfico cada vez mayor. La ciudad se había convertido en un gran centro de conexiones, tanto a nivel nacional como internacional—. No sé adónde deben ir todos esos pasajeros.

—Quizá venga en avión la próxima vez.

—Sí, es mejor. ¿Has venido sólo para el fin de semana?

Gorham asintió. Luego lo invadió un intenso sentimiento de culpa. ¿En qué estaría pensando? Aquel hombre era su padre, que se estaba muriendo.

—Podría quedarme…

—No. Prefiero que sigas estudiando. Te llamaré cuando te necesite. —Volvió a sonreír—. Estoy muy contento de verte.

—¿Quieres que te traiga algo?

—Supongo que no tendrás marihuana ¿no?

—Lo siento, papá. No tengo —contestó Gorham, reprimiendo la exclamación de indignación que habría emitido de no haberse contenido.

Aquélla era una de las causas de fricción entre ellos. Gorham había fumado marihuana una sola vez en la vida, el fin de semana después de concluir sus estudios de secundaria, en 1966. Se acordaba de sus dudas y de los argumentos que habían empleado sus amigos para convencerlo, como que Bob Dylan había hecho probar la marihuana a los Beatles allí en Nueva York, en el sesenta y cuatro, y que a partir de entonces habían creado sus mejores canciones. En realidad, no tenía ni idea de si era verídica aquella información.

En cualquier caso, no había vuelto a fumar. Tal vez no le había gustado la primera vez, o quizá se debía a su prudencia y a su tendencia conservadora innatas. Tenía amigos que consumían LSD y conocía sus estragos. Para él, las drogas duras y blandas iban a la par. De todas maneras, Gorham salía con un grupo de amigos que en general no consumían drogas y encontraba incómodo que su padre sí lo hiciera.

—Parece que afuera está todo hecho un desastre, con bolsas de basura por todas partes.

—Sí.

—Nada empaña nuestro afecto por la ciudad, sin embargo.

—Muy cierto.

—Supongo que todavía quieres venir a trabajar de banquero aquí, ¿no?

—A seguir la tradición de la familia. Exceptuándote a ti, claro.

No sabía si había dejado asomar un tono de reprensión en su voz. Su padre, en todo caso, había optado por no captarlo.

—¿Te acuerdas del dólar de plata Morgan que te dio tu abuela cuando eras niño? No tiene nada que ver con la banca Morgan, ¿sabes? Es el nombre del que diseñó la moneda.

—¿Que si me acuerdo? No me desprendo de él. Es mi talismán, la insignia de mi destino. —Gorham sonrió con timidez—. Es una actitud un poco infantil, supongo.

El dólar de plata tenía, de hecho, un significado con connotaciones más críticas. Era el recordatorio del pasado de la familia y de su dedicación a la banca y al comercio, en la época en que aún tenían dinero… un dinero que su estrambótico padre ni siquiera había intentado recuperar.

Gorham advirtió, con sorpresa, que su padre parecía encantado.

—Estupendo, Gorham. Tu abuela estaría contenta… Ella quería darte algo que tuviera un valor para ti. ¿Así que intentarás colocarte en un banco en cuanto te gradúes?

—Exacto.

—Es una lástima que mi padre ya no esté aquí, porque podría haberte ayudado. Yo, por mi parte, conozco algunos banqueros con los que contactar.

—No hace falta.

—A ellos les gustan las personas como tú.

—Eso espero.

—¿Te preocupa que te llamen a filas?

—Por ahora no, pero podría tocarme cuando acabe la universidad. Quizá vaya a Divinity u otra por el estilo. Eso es lo que hacen muchos para no tener que ir al ejército.

—Martin Luther King afirma que la guerra es inmoral. Pero no creo que tú quieras participar en las protestas.

—No me voy a implicar demasiado.

—Deberías ir a una escuela de empresariales después y sacarte un máster en administración de empresas.

—Mi intención es trabajar unos cuantos años y después ir a Columbia.

—¿Entonces te casarás, después del máster?

—Cuando llegue a vicepresidente. O por lo menos asistente de vicepresidente. Sí, con eso bastaría, si encontrara a la persona adecuada.

—¿Una buena esposa de ejecutivo?

—Creo que sí.

—Ya. Tu propia madre habría sido la esposa ideal para un ejecutivo. —Abrió una pausa—. Las cosas no siempre salen como las habíamos previsto, Gorham.

—Ya lo sé.

—Yo en tu lugar, conservaría este apartamento. Los gastos mensuales no son muy elevados… Yo dejaré lo suficiente para sufragarlos. Estando en un buen edificio te ahorrarás muchos problemas.

—No quiero pensar en eso, papá.

—No tienes que pensarlo. Así serán sencillamente las cosas. Este sitio te encaja mejor a ti que a mí. Yo debía haberme trasladado al Soho. —Exhaló un suspiro—. Fue un error por mi parte no hacerlo.

La palabra Soho era el acrónimo de Sur de Houston Street. Se trataba de una tranquila zona de calles adoquinadas ocupadas por antiguos almacenes donde los artistas podían conseguir estudios o buhardillas por muy poco dinero. Quedaba a corta distancia de Greenwich Village. Gorham comprendía que su padre se habría encontrado a gusto allí. Estaba pensando cómo debía responder cuando Charlie se le adelantó.

—¿Sabes qué es lo que me apetece? Quiero ver el Guggenheim. ¿Me llevas?

Cogieron un taxi. Charlie parecía algo débil, pero cuando llegaron a la esquina de la Quinta con la Ochenta y Nueve, se le notaba algo más enérgico.

Aun cuando la obra maestra de Frank Lloyd Wright no era del agrado de todo el mundo, Gorham entendía que le gustara a su padre. Las paredes blancas del museo y su desarrollo cilíndrico, semejante a un cono puesto al revés, representaban un contraste y una rebelión contra buena parte de la reciente arquitectura pública de la ciudad. Las enormes torres de vidrio que habían ido surgiendo desde finales de los años cincuenta indignaban a Charlie Master. Las leyes que habían obligado a los arquitectos a encontrar creativos diseños para reducir la superficie de las plantas más elevadas de la anterior generación de rascacielos se habían vuelto mucho menos restrictivas. Ahora había enormes muñones de vidrio y metal, de punta chata, que con sus cuarenta pisos como mínimo impedían ver el cielo. Para compensar, debían dejar espacios despejados tipo plaza en su base, para uso público. En la práctica, no obstante, estos espacios eran a menudo fríos, desangelados y poco concurridos. Las torres de vidrio en sí mismas eran «feas y aburridas», según se lamentaba Charlie. A él le enfurecía en especial un grupo de rascacielos de un grupo bancario situados en Park Avenue que parecía considerar como una afrenta personal dispuestos en la avenida donde él vivía.

La extraña forma curva del Guggenheim, en cambio, era orgánica, como una planta mística. A Charlie le entusiasmaba. Ese día se conformó con mirar el edificio desde afuera. Luego le dijo a Gorham que le gustaría pasear un poco por la Quinta Avenida.

Aun cuando el volumen de vehículos que circulaban por las calles de la ciudad no había cesado de aumentar en las dos últimas décadas, el tráfico se veía aliviado por una nueva medida: la mayoría de las grandes avenidas eran entonces de un solo sentido. La amplia Park Avenue tenía carriles dobles que permitían circular en ambos sentidos, pero al oeste de ella, la Madison facilitaba el tráfico hacia el norte y la Quinta hacia el sur. Pasear por la Quinta un domingo por la mañana, sobre todo de febrero, resultaba una experiencia tranquila. Para evitar la basura, caminaron al lado del parque.

La Milla de los Museos, como la denominaba la gente, era un tramo muy agradable para pasear. Después del Guggenheim pasaron frente a unos preciosos edificios de apartamentos. Luego bordearon la larga fachada neoclásica del Metropolitan Museum y continuaron unas diez manzanas en dirección al Frick. Charlie caminaba algo despacio, pero parecía decidido a proseguir y, de vez en cuando, tendía la mirada sobre Central Park para admirar el paisaje invernal, según suponía Gorham. Cuando llegaron a la altura del Frick, lanzó un suspiro.

—Estoy un poco cansado ahora, Gorham —reconoció—. Creo que será mejor que volvamos en taxi. —Aunque Gorham consideraba que era un trayecto bastante corto, no quiso discutir, y al cabo de un momento llegó un taxi amarillo. Una vez dentro, Charlie sonrió con ironía—. No he podido encontrar lo que quería.

—¿Qué era?

—Un tipo con una gorra de béisbol roja. Suele estar en el parque por esta zona. Tiene buen material.

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