Nueva York (136 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—Londres —dijo Juan sin dudarlo—. Es que habla fatal el francés —explicó a Janet.

—Me dejas impresionada, Gorham —bromeó Janet—. Tienes trazada toda la trayectoria de tu vida.

—Todo depende de Juan, sin embargo.

—¿Te ha llevado alguna vez a dar una vuelta por Harlem? —preguntó la joven.

—Lo he llevado por el Barrio varias veces —aseguró Juan—. Él mismo me lo pidió. Y tampoco está tan mal el Barrio… Le encontró gusto a nuestra música y a nuestra comida ¿verdad, Gorham?

—Sí.

—Claro que —continuó Juan, con un malicioso brillo en la mirada— para ver algo realmente impresionante hay que ir al apartamento de Gorham. Es propietario de un gran piso en Park Avenue.

Pese a que hablaba a Janet, estaba pendiente de la pelirroja de la otra mesa, que tal como él había previsto, volvió a girar la cabeza para mirar a Gorham.

Precedida de un fragor de truenos, afuera comenzó a caer la lluvia. Juan lanzó una ojeada hacia la puerta, donde aguardaba una pareja joven con la esperanza de conseguir una mesa. Viendo que la ocasión era propicia, inclinó el torso en dirección de la pelirroja.

—Perdone, pero ¿espera a alguien?

—Sí —respondió secamente la joven. Luego para temperar un poco su aspereza, añadió—: A mi hermano.

—¿Cree que va a venir?

Juan tenía una manera tan cautivadora de importunar a la gente que ésta solía perdonarlo.

—Puede que sí. —Consultó el reloj—. O puede que no.

—Estaba pensando —propuso educadamente Juan— que si se viniera a nuestra mesa, esa pobre gente de la puerta podría entrar y no acabaría mojándose.

La pelirroja lo observó con frialdad un momento, después posó la mirada en la pareja de la puerta y acabó cediendo.

—¿Y si llega mi hermano?

—Entonces creo que podríamos hacerle un hueco en la punta de nuestra mesa —contestó, sonriente, Juan.

La pelirroja sacudió la cabeza con ironía.

—De acuerdo —aceptó—. Me llamo Maggie O’Donnell. —Ellos se presentaron a su vez—. Me parece que ya estoy al corriente de a qué os dedicáis todos. Yo soy abogada.

La cena fue muy agradable. Maggie explicó que trabajaba para Branch & Cabell.

—Eso significa que después volverás a trabajar, ¿me equivoco? —inquirió Gorham.

Maggie reconoció que estaba en lo cierto.

Gorham no tardó en llegar a la conclusión de que aquella abogado de B & C era bastante atractiva, de modo que trató de averiguar más sobre ella. Logró descubrir que a la hora de la comida había asistido a una reunión de la Comisión de Monumentos Históricos y que le apasionaba la protección de la arquitectura clásica de la ciudad, como Grand Central, del implacable avance de los rascacielos de vidrio. Su padre habría estado muy de acuerdo… lo que constituía un punto a su favor, pero pese a que Maggie estuvo muy simpática, Gorham notó que empleaba una táctica de letrado para esquivar las preguntas que no quería contestar.

Gorham quiso saber más acerca de las recientes actividades de Juan, de modo que éste les explicó que había estado trabajando con el cercano hospital Mount Sinai para mejorar el servicio de salud en el Barrio, y también habló de sus esfuerzos para poner coto a la terrible degradación de las viviendas. También había colaborado con algunos de los activistas radicales puertorriqueños del Barrio, cuyo apoyo había logrado para sus otros proyectos.

—Es una gran labor, Juan —alabó, impresionado, Gorham—. El contacto con el Mount Sinai es una idea magnífica.

Maggie, que también escuchaba con mucha atención, parecía algo desconcertada.

—¿Cómo trabajas con los radicales? —preguntó—. Por lo que sé, algunas de esas personas son bastante peligrosas.

Juan emitió un suspiro. Sabía de dónde provenía la inquietud de Maggie. A finales de los años sesenta, algunos jóvenes puertorriqueños habían formado un grupo, al que denominaron los Jóvenes Señores, para exigir mejores condiciones en el Barrio. Durante un tiempo aunaron esfuerzos con los Panteras Negras, cosa por que la que fueron muy vilipendiados en la prensa. No era de extrañar que una bonita abogado blanca de clase media como ella considerase inquietantes a ese tipo de personas.

—Debes comprender, Maggie, que yo tuve suerte —alegó—. Yo pude estudiar y mantenerme al margen de las bandas. De lo contrario, lo más seguro es que ya hubiera estado en la cárcel a estas alturas, como mi primo Juan. Las actividades ilegales son algo natural en algunas comunidades. —Pese a advertir la expresión reprobadora de Maggie, que como buena abogada no podía dar por bueno aquello, Juan siguió con su argumentación—. Fíjate, los problemas de Harlem y del sur del Bronx son los mismos que se dan en otras ciudades de Estados Unidos. En Nueva York, en Chicago, en cualquier parte, siempre es lo mismo. Allí hay poblaciones pobres que han padecido años de descuido general, que tienen muy pocas expectativas de salir de las mugrientas calles donde viven y que creen, a menudo con razón, que a nadie le importa su suerte. Cuando esos puertorriqueños del Barrio adoptaron el nombre de Jóvenes Señores y organizaron desayunos y clínicas de salud gratuitos no tuvieron tampoco una idea descabellada. Lo que exigían era ayuda para su gente, como también hacían, a su manera, los Panteras Negras de Chicago. Y si los puertorriqueños hablaban de autodeterminación, también en eso había algo de razonable, puesto que nadie más se preocupaba por ellos.

»Algunos de ellos, movidos por la rabia, abogaban por las manifestaciones violentas. Yo estoy en contra de eso. Es bien cierto, por otra parte, que había un trasfondo de ideología política. Se definían como socialistas o incluso comunistas… aunque dudo que supieran a qué se referían. Hoover y el FBI exageraron la cuestión del comunismo. Yo no soy socialista, en absoluto, pero considero comprensible su actitud. Cuando una sociedad da la espalda a una comunidad, los integrantes de ésta tienen motivos más o menos fundados para creer que podrían acceder a una vida mejor bajo otro sistema… Eso es algo inherente a la naturaleza humana. Por eso yo procuro aliviar las causas de esa creencia errónea. Algunas personas se han esforzado mucho para desacreditar a los Jóvenes Señores y a los Panteras Negras, cosa que han logrado en gran medida, pero los problemas de fondo que motivaron las protestas de esos grupos siguen sin resolverse. Si Harlem es un hervidero de cólera, es por algún motivo, te lo aseguro.

Juan cayó en la cuenta de que se había acalorado un poco, pero no podía evitarlo. Observó a la pelirroja para ver su reacción. Había creído que podía ser una chica adecuada para Gorham, pero si reaccionaba mal frente a lo que acababa de decir, sería una señal de que tal vez se había equivocado.

—Interesante —dijo.

—Es la típica observación de abogado —señaló, riendo, Gorham.

La conversación derivó a continuación hacia la infancia de cada cual. Janet se había criado en Queens.

—En un ambiente de católicos negros. Mi madre era muy estricta.

Gorham evocó las visitas a casa de su abuela. En un par de ocasiones la conversación se vio interrumpida por el estrépito de los truenos de la tormenta, que se desplazaba de sur a norte sobre Manhattan. Gorham se enteró de que el abuelo de Maggie se había criado en una gran mansión de la parte baja de la Quinta Avenida.

—El viejo Sean O’Donnell tenía dinero. Hizo fortuna en el siglo pasado. Ahora ya no queda nada —aclaró con una sonrisa.

—¿Lo perdieron en el crack y la Depresión? —preguntó Gorham.

—Puede que una parte sí, pero creo que sobre todo se debió a que éramos una gran familia irlandesa. Teniendo todos muchos hijos, a lo largo de otras tres generaciones la fortuna no tarda en diluirse. Mi padre ha trabajado toda su vida y todavía tiene una hipoteca que acabar de pagar, con eso queda todo dicho.

Hacia el final de la cena, Maggie consultó discretamente el reloj con la idea sin duda de volver al trabajo, pero llovía tanto que las posibilidades de encontrar un taxi eran escasas. Mientras tomaban el postre, la tormenta se fue retirando en dirección norte. Aunque aún se oían algunos truenos, la lluvia había aflojado. Eran casi las nueve y media.

—Bueno —dijo Maggie—, ha sido muy agradable, pero voy a tener que volver pronto al trabajo.

El potente relámpago que restalló en la lejanía pareció confirmar la urgencia de su misión.

—¿No vas a tomar café antes? —objetó Gorham—. Te ayudará a concentrarte.

—Buena idea —aceptó Maggie.

Y entonces se fue la luz.

El apagón no afectó sólo al restaurante. Toda la zona quedó de repente a oscuras. Al silencio inicial le sucedieron las risas. En cada mesa había una velilla que aportaba su tenue luz y, al cabo de un momento la patrona salió de la cocina y comenzó a encender otras. Les anunció que el café ya estaba preparado.

—Espero que la luz no tarde en volver —dijo Gorham—. La compañía tiene capacidad para restablecer enseguida la corriente.

—O puede que ocurra como en el sesenta y cinco —apuntó Juan—. Entonces hubo un estallido de la natalidad.

Era un hecho comprobado que, nueve meses después del último gran apagón, sucedido en 1965, se había producido un breve y marcado incremento de la tasa de natalidad de la ciudad.

—Me temo que te a costar volver al trabajo ahora —comentó Gorham a Maggie.

—Encontraré un taxi. Ya ha parado de llover.

—Pero no hay luz.

—Quizás en la oficina haya un generador de reserva.

—¿Y si no?

—Conseguiré velas.

—¿En qué piso está tu oficina?

—En el treinta y dos.

—¿Y vas a subir a pie treinta y dos pisos? —planteó Gorham. Maggie evidenció un asomo de duda—. Supongo que ésta es la manera que tienen de comprobar la implicación de sus asociados en los gabinetes como Branch & Cabell.

—Muy divertido —replicó ella con aspereza.

Mientras tomaban el café, la gente que pasaba por la calle les informó de que se había ido la luz en toda la ciudad. Al cabo de un cuarto de hora, Juan y Janet dijeron que debían marcharse. Después de que Gorham y Juan insistieran en pagar la cuenta entre ambos y Maggie le diera las gracias a Gorham, salieron a la calle y Juan y Janet se fueron en dirección norte.

—¿Qué? ¿Todavía piensas ir a la oficina? —inquirió Gorham.

Maggie contempló la total oscuridad que envolvía el Midtown.

—Tengo que ir, pero me parece que no lo voy a hacer.

—Te propongo algo. Vamos caminando hasta mi casa, que está en Park Avenue, más o menos por la Setenta. Si la luz vuelve, puedes continuar. Si no, te invito a una copa y después te acompañaré a casa. ¿Qué te parece?

—¿Me estás proponiendo que entre en un edificio a oscuras con un hombre al que apenas conozco?

—Es una copropiedad de Park Avenue, una de las mejores.

—¿Y desde cuándo ha servido eso para proteger a una dama?

—Nunca, que yo sepa.

—Sólo una copa. ¿Tienes velas? No me pienso quedar sentada a oscuras.

—Te doy mi palabra.

—¿Qué piso? Porque el ascensor no va a funcionar.

—El tercero.

Veinte minutos después, ella se echó a reír.

—Has dicho que estabas en el tercer piso.

—Que no, he dicho el quinto. Ya casi hemos llegado. Mira. —Encaró la linterna que le había prestado el portero—. Justo delante de ti.

Una vez en el apartamento, la instaló en el salón y regresó un momento después con un par de hermosos candelabros de plata. Después de encenderlos en la mesa, fue al armario contiguo al comedor y sacó los numerosos candelabros de plata que Charlie había heredado de su madre. Al cabo de poco, el pasillo, la cocina, el salón y el comedor estuvieron iluminados con la resplandeciente luz de las velas. Maggie lo observaba, sentada en el sofá.

—Bonito apartamento.

—Gracias. Es una herencia. ¿Qué quieres tomar?

—Vino tinto. —Con la luz de las velas, el cabello rojo de Maggie adquiría un mágico resplandor y sus facciones se veían suavizadas. También parecía que se hubiera relajado su actitud—. Quizá podrías preparar un suflé.

—Es que soy un malísimo cocinero.

Mientras él iba a buscar el vino, la joven se levantó y dio un vistazo alrededor. Luego se volvió a sentar, con aire pensativo y la copa en la mano.

—¿De modo que ésta es tu táctica? —dijo—. Invitas a la chica a tomar algo, para que pueda ver tu bonito apartamento. Después la llevas a cenar fuera alegando que eres un desastre en la cocina. Llegado ese momento, ella ya ha decidido que tú y tu apartamento necesitáis de sus tiernos cuidados.

—Nada más lejos de la realidad. Si fuera así, ya estaría casado.

—Ésa es una alegación muy pobre.

Entablaron una fluida conversación. Él le contó que desde niño siempre había tenido intención de vivir en la ciudad y le preguntó por qué ella se había trasladado allí.

—De hecho, fue a causa de mi hermano. Vive en el Village, y un domingo me llevó a pasear al Soho. Eso fue a comienzos del setenta y tres, cuando acababan de terminar las torres del World Trade Center. La mañana estaba nublada, pero el sol intentaba asomar entre las nubes. Debajo del Soho se alzaba hacia el cielo esa gran torre gris, con una superficie como áspera, y cuando le dio la luz del sol fue como si cambiara su textura. Aquél fue uno de los momentos más mágicos de mi vida. Fue entonces cuando decidí que tenía que venir a Nueva York.

—Creía que no te gustaba ese tipo de arquitectura. El estilo internacional.

—Por lo general no, pero esas torres tienen algo distinto. Supongo que es la superficie, el juego de la luz.

—¿Está casado tu hermano?

—No. En realidad es homosexual. —Hizo una pausa—. Mis padres no lo saben.

—Debe de ser difícil. ¿Cuándo te enteraste tú?

—Hace ocho años. Martin y yo estamos muy unidos, así que me lo dijo. Eso fue en 1969, el año en que se produjeron los disturbios de Stonewall a raíz de la redada de la policía contra ese bar gay del Village. Yo aún estaba estudiando.

—¿Y no es hora de que hable de eso con tus padres?

—Sí, pero no va a ser fácil. Papá se va a llevar un gran disgusto, porque Martin es su único hijo varón y contaba con él para transmitir el apellido de la familia. Martin tendrá que decírselo tarde o temprano, pero preferiría estar allí cuando lo haga. Todos van a necesitar de mí, en especial Martin. —Esbozó una sonrisa—. Yo siempre estoy disponible para apoyar a mi hermano.

Gorham asintió. Aquella atractiva abogada tenía más hondura de lo que había pensado.

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