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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (140 page)

Incluso el piso de ocho habitaciones acabó resultando pequeño, porque después de los dos niños ambos querían una niña. Así llegó, en 1992, Emma. Los dos chicos tuvieron que compartir dormitorio para que Emma ocupase el tercero. Aunque con las ocho piezas había dos habitaciones para el servicio contiguas a la cocina, cuando nació Emma, aparte de Bella tenían ya a Megan, la niñera, una alegre muchacha de Wisconsin que vivió con ellos durante varios años hasta que la sucedió su prima Millie. Con aquel agradable hogar ubicado en el Upper East Side, cualquier persona razonable habría estado satisfecha.

Fue entonces cuando, por primera vez en su vida, Gorham comenzó a acariciar el sueño de vivir fuera de Nueva York.

No fue porque la ciudad presentara más inconvenientes. En realidad, muchos consideraban que Nueva York era un lugar más acogedor para vivir de lo que había sido durante años. A Koch lo había relevado en la alcaldía un tal Dinkins, un afroamericano que había sido percibido como más solidario con los problemas de Harlem y otras zonas desfavorecidas. La ciudad conservó, con todo, su fama como marco delictivo, en especial para los atracos, hasta casi bien entrados los años noventa, momento en que llegó al frente del ayuntamiento el alcalde Giuliani, partidario de una línea de mano dura. Tanto si Giuliani despertaba simpatías como si no, lo cierto era que su política de «tolerancia cero» contra el delito parecía haber dado resultado. Entonces se podía pasear por las calles sin apenas temor.

La ciudad estaba más limpia, asimismo. Detrás de la Biblioteca Pública de Nueva York, en el lugar donde antes se alzaba el Crystal Palace, la pequeña zona verde de Bryant Park se había convertido en un tétrico enclave poblado de ratas y traficantes de drogas. Ahora lo habían transformado en un área donde los empleados de las oficinas próximas podían sentarse a tomar un capuchino. En la Cuarenta y Dos en dirección a Times Square, los deprimentes cines que pasaban películas de porno duro habían desaparecido. En el centro, el Soho y la zona contigua a éste, conocida ahora con el nombre de Tribeca, se estaban convirtiendo en barrios de moda para la gente que apreciaba vivir en almacenes reformados. Si bien era cierto que aquella revalorización económica de la ciudad estaba restándole parte de su antiguo carácter, Gorham consideraba que aquellos cambios habían entrañado una mejoría general.

No, su deseo de abandonar la ciudad obedecía, cuando menos al principio, a las ansias de disponer de más espacio físico.

Por más amplio y bonito que fuera su apartamento, había momentos en que toda la familia anhelaba disponer de más sitio. A los chicos les habría gustado tener cada uno su propia habitación. Los meses de julio y agosto eran siempre una tortura en la ciudad de Nueva York. Mucha de la gente del sector de la banca a la que conocía Gorham vivía en las afueras. Dos de sus amigos, vicepresidentes senior como él, tenían magníficas casas en New Canaan, con unos diez mil metros cuadrados de terreno alrededor, pista de tenis y piscina. Aunque debían levantarse temprano para ir a trabajar a la ciudad, aseguraban que merecía la pena.

—Sus mujeres no trabajan —argüía, no sin razón Maggie—. Yo no puedo permitirme ocuparme de mis hijos y pasar todo ese tiempo en transporte diario. Ni siquiera si pudiéramos permitirnos un coche con chófer —puntualizó con una sonrisa—. Además, los colegios de la ciudad son mejores.

En 1997 llegaron, no obstante, a una solución intermedia, consistente en una casa de campo. Fue una lástima que ambos se prendaran de una pequeña granja situada en North Salem, pues un par o tres de kilómetros más ya se hubieran situado en el condado de Putnam, donde los precios y los impuestos eran más bajos, mientras que al estar situado en el condado de Westchester, en North Salem se pagaban unos impuestos sobre la propiedad muy caros, destinados a sufragar el colegio de la localidad. Pese a ello les encantaba la casa, de modo que la compraron.

Gorham estaba muy contento. Iban allí la mayoría de fines de semana y los niños disfrutaban mucho. En verano, él y Maggie iban y venían hasta Nueva York varios días por semana. Tardaban una hora y cuarto de puerta a puerta, tanto si iban en coche como en tren. Él sentía como si hubiera abierto una ventana en su existencia.

Por otra parte, tenía que reconocer que aquello encajaba en los planes que había forjado para su vida. A otra gente le gustaba tener casas de veraneo, o alquilarlas en Long Island; en la zona de los Hamptons estaban los ricos, que pagaban elevadas sumas por estar allí. Había muchas otras personas que preferían, en cambio, el entorno más tranquilo, más rural, del gran corredor que iba desde Bedford, en el centro de Westchester, hacia el norte por el río Valley abarcando el cotizado condado de Dutchess, los aficionados a los caballos en especial. North Salem no era pleno campo, pero tampoco era un área periférica. Había caza y varias fincas de cientos de acres. Al igual que Bedford era un lugar frecuentado por los ricos, cosa que complacía a Gorham, pues le procuraba el sentimiento de que la familia Master se encontraba en el medio donde le correspondía estar.

En el plano individual, ya no estaba tan seguro.

A mediados de los años noventa, Gorham reconoció la verdad: ya no iba a llegar más lejos en el banco. Tampoco se podía decir que hubiera fracasado, pues tenía un empleo estable y bien valorado, pero había un grupo de personas de su misma edad a quienes les había ido un poco mejor. Quizá tenían más dotes diplomáticas, o más suerte. Lo cierto era que él nunca iba a ser director gerente, ni siquiera uno de los pequeños jefes que realmente dirigían el banco. Él iba a ser el tipo simpático que permanecía justo debajo de ese nivel.

Otra idea le inquietaba todavía más. Aquél era un momento de fusiones. Los bancos se convertían en entidades cada vez mayores. A decir de muchos, en aquel proceso en que unos bancos absorbían a los otros sólo los más grandes iban a sobrevivir. Con su enorme poder monetario y la reducción de costes iban a arrasar a todos aquellos que se les opusieran. Hasta el momento su banco no había sido absorbido, pero si ello ocurría, podían suceder dos cosas, una buena y otra mala. La buena era que sus participaciones bursátiles del banco valdrían mucho dinero. Una transacción de aquéllas podía convertirlo en un hombre rico, pero poco más. Era el jefe que tenía justo por encima de él el que disponía de grandes participaciones en Bolsa. Sabía de ejecutivos de banco ordinarios que, en aquellos movimientos de empresas, habían ganado cincuenta, cien millones o incluso más. Estando como estaba atascado en el escalafón de la compañía, se perdería las grandes recompensas. Con suerte, podía esperar a obtener unos cuantos millones, pero no más.

La contrapartida mala aún le resultaba más deprimente, puesto que cuando se ponía a pensar en todos los otros bancos y en todos los ejecutivos que conocía llegaba a una conclusión casi segura. En cualquiera de las contingencias que imaginaba, sería su homólogo del otro banco al que le pedirían que se quedara y él a quien invitarían a dejar su puesto.

Su buen nombre quedaría intacto, desde luego. Aquellas marchas eran muy frecuentes. Muchos cogían el dinero y se retiraban tranquilamente para vivir sin estrecheces durante el resto de su vida. Él, sin embargo, había querido algo más. Había querido llegar a lo alto. Había querido ser el hombre a quien honraban con importantes funciones en la ciudad y al que pedían su participación en los consejos de administración. Era aquello lo que entraba dentro de su plan.

En lugar de ello, iba a ser el cónyuge de la socio de B & C Maggie O’Donnell, el tipo simpático que fue banquero hasta que lo quitaron de su puesto. Y eso ocurriría cuando todavía sus hijos estaban en el colegio. Aún no había ocurrido, pero la posibilidad lo tenía angustiado.

Aquella perspectiva incluso no habría sido tan horrible, no obstante, de no haber sido por lo que sucedía a su alrededor.

La eclosión de los nuevos ricos, los nuevos ricos de los años noventa. Los nuevos ricos de los setenta y ochenta no habían sido tan malos. En las actuaciones de los empresarios que habían desarrollado las tecnologías que habían dado lugar a Silicon Valley hubo algo heroico, que era aplicable tanto a los magos de la tecnología que habían hipotecado sus casas y comenzado a trabajar en sus garajes como a los arrojados capitalistas que habían tenido la visión de futuro para respaldarlos. Entonces se crearon empresas que, con el tiempo, tuvieron grandes beneficios y cambiaron el mundo. Algunos de aquellos empresarios se hicieron muy ricos, pero adoptaron algunos de los atributos de los ricos de la vieja guardia. Llevaban vidas apasionantes, volcadas en cosas que merecían la pena; creaban organizaciones benéficas en las que se implicaban en el plano personal. Ese tipo de riqueza no sólo tenía que ver con el estatus, sino con la renovación de ideas.

A juicio de Gorham, los nuevos ricos de los noventa eran distintos. La implantación de Internet como plataforma para ofrecer toda clase de servicios propiciaba la invención de nuevas empresas a una velocidad tal que no había forma de conocerlas. Algunas tenían alguna posibilidad de éxito seguramente, pero, en su opinión, otras estaban basadas en conceptos tan inconsistentes que le recordaban la anécdota que una vez había leído sobre un folleto informativo impreso antes de la gran crisis de mercado acaecida en Londres en 1720, en el que se anunciaba la formación de una empresa «con un objetivo aún por descubrir». No obstante, no sólo se creaban empresas de esa clase, sino que muchas veces en su oferta pública inicial la demanda superaba a la oferta, con lo cual sus fundadores se convertían de manera instantánea en personas ricas sin que se hubiera producido ni el primer indicio de beneficios.

—A mi entender —comentaba a Maggie—, el proceso es parecido a lo que ocurrió en el siglo XIX con el ferrocarril. En aquellos tiempos, las empresas rivales competían por el control de la ruta por la que debían circular las personas y las mercancías. Las empresas
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mantienen una carrera para hacerse con el control de una autopista de información, para construir una gran red antes de que circule por ella un tráfico significativo. La gente invierte en expectativas —concluyó.

Lo cierto era que la gente invertía, y ganaba fortunas. El índice NASDAQ estaba en periodo de
boom
. Había jóvenes de menos de treinta años que ganaban decenas e incluso cientos de millones y compraban grandes almacenes restaurados en Tribeca porque consideraban aburridos a los ricos de la vieja guardia instalados en Park Avenue y en la Quinta. Los gestores de aquellos capitales privados que se encargaban de aquellas ofertas públicas iniciales también se estaban haciendo de oro. Los agentes de Wall Street obtenían cuantiosas primas y compraban al contado apartamentos por un valor de varios millones de dólares.

¿Aquella explosión de dinero beneficiaba en algo a su familia? A Maggie le iba bien… como siempre ocurría con los abogados. Su hermano Martin vivía ahora con un hombre que, después de vender una pequeña empresa
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había comprado un edificio entero en el Soho para utilizarlo como residencia particular y galería de arte, aparte de la casa que tenía junto a la playa en Fire Island.

Gorham, sin embargo, no se había sumado a la corriente. Desde su perspectiva actual, lamentaba la decisión de no haber ingresado en la empresa de inversión en 1987. Debía haberse situado en la vía principal… A aquellas alturas habría ganado muchísimo. En la oficina, rodeado por empleados de banca comercial como él mismo, estaba por lo general demasiado ocupado para caer presa de aquellos negros pensamientos, pero en ocasiones tenía que hacer frente a desagradables detalles que se lo recordaban.

Al ir a mirar los partidos que jugaban sus hijos en el colegio privado, por ejemplo, no podía dejar de reparar en las limusinas aparcadas junto al gimnasio de las que acababan de apearse algunos de los padres, los potentados de Wall Street. Nadie hacía ningún comentario, desde luego, pero mientras él se sobresaltaba al ver las tarifas del colegio, aquellos individuos daban donativos de millones de dólares al centro e ingresaban en el consejo de administración. Él lo sabía y sus hijos también. La gente siempre se enteraba de todo en Nueva York. La peor ocasión, con todo, la vivió en otoño del noventa y nueve, cuando fueron a cenar con Peter Codford.

Peter Codford había estudiado en Columbia con Gorham. Después se había dedicado un tiempo a la gestión de capital de riesgo en California y más tarde había fundado su propia empresa de capital cerrado en Nueva York. Hacía años que no se veían cuando se encontraron por casualidad en una conferencia y Peter lo invitó a cenar.

Peter Codford medía metro noventa y era de constitución atlética. Todavía conservaba la misma mata de pelo castaño que tenía en la universidad. El único cambio perceptible eran unas arrugas más marcadas en la cara, cosa que acentuaba la imagen de desenvuelta autoridad que ya poseía incluso antes de cumplir los treinta. Su esposa Judy era vivaracha e inteligente. Resultó, además, que ella y Maggie se conocían de la facultad de derecho.

—Seguí trabajando un cierto tiempo después de casarme con Peter —les explicó—, pero después tuvo que trasladarse a otra ciudad, de modo que lo dejé y nunca volví a retomarlo. Es algo que lamento un poco —reconoció.

Los Codford vivían en un apartamento de quince habitaciones cerca del Metropolitan, en la Quinta Avenida. Era un verdadero palacio en el que habrían cabido de sobra dos pisos como el que tenían Gorham y Maggie en Park Avenue. Peter era asimismo propietario de una casa en los Hamptons, en Georgica Pond, y de otro apartamento en Nob Hill, San Francisco.

La conversación transcurrió con fluidez. Ambas parejas tenían la misma clase de formación y presencia, así como algunos recuerdos comunes. A Gorham le interesó la actitud de cautela que manifestó Peter con respecto al
boom
de las empresas
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.

—Hay gente que ha ganado mucho dinero —comentó—, pero tiene que producirse una gran corrección.

Peter quiso recabar información sobre la política de decisiones que aplicaban para los préstamos en los bancos comerciales. Le preguntó si había habido alguna modificación el año anterior y planteó la situación de una empresa de la que era accionista minoritario. ¿Qué le aconsejaría Gorham, quiso saber, en caso de que quisieran recurrir a un banco para pedir un préstamo?

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