Nueva York (138 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

El doctor Caruso resultó ser también una persona agradable. Gorham se lo encontró por casualidad en la calle, cuando el médico volvía a pie a su casa. Como tenía la consulta a poca distancia de su domicilio en Park Avenue, anduvieron juntos y charlaron un rato.

—Yo vivo en el West Side —le explicó a Gorham—, en West End Avenue. A no ser que haga mal tiempo, voy caminando al trabajo y cruzo el parque todos los días. Hasta los médicos necesitan hacer ejercicio —apostilló, con una sonrisa.

—¿Se crio en el West Side?

—En Brooklyn. Mi padre tenía una casa en Park Slope, pero iba al colegio aquí en Manhattan. —Mencionó el nombre de un colegio privado que Gorham conocía bien.

—Es muy buen colegio. ¿Le gustó?

—Para serle franco, no mucho. Los otros niños me trataban casi todos como a un muerto de hambre.

—¿Por vivir en Brooklyn?

Era cierto que las espléndidas casas de piedra parda de Park Slope se habían ido quedando destartaladas en los años cincuenta y la mayoría de la gente respetable se había ido de allí. En los sesenta, sin embargo, se había producido una renovación. A la zona habían llegado toda clase de personas, muchas de las cuales iban decididas a restaurar por su cuenta las casas. Pocos alumnos de las escuelas privadas debían de vivir allí, pero aun así…

—Yo me crié en Staten Island —informó Gorham.

—Un bonito lugar. Aunque en realidad el problema no venía de Brooklyn.

—¿Estudiaba con beca? ¿Lo trataban con altanería porque no eran ricos? Eso es despreciable.

—No… en realidad en casa no escaseaba el dinero, ni mucho menos. Mi padre empezó ganándose la vida como albañil y la familia de mi madre tenía una tienda de ultramarinos, pero luego mi padre recibió una herencia de su tío y se convirtió en constructor. No asumía grandes proyectos, compraba casas en Brooklyn, las restauraba y las vendía, pero le iba bastante bien. —El doctor Caruso hizo una pausa—. No, el problema no tenía nada de sutil. Era porque yo era italiano, así de simple. Un apellido italiano era sinónimo de escoria. —Se encogió de hombros—. Ahora soy su tocólogo.

—Espero que les cobre unas tarifas altísimas —apuntó Gorham, indignado.

—Vivo bien. De hecho, mi hijo acaba de ingresar en un colegio privado y no tiene ningún problema.

La variedad étnica se había puesto de moda, pensó Gorham, y así era mejor. Había oído hablar, por ejemplo, de familias judías que habían adaptado sus apellidos del Este de Europa una generación atrás a fin de que sonara más inglés y que últimamente decidían recuperarlos. Las actitudes cambiaban. Su propio apellido de élite sólo le proporcionaba satisfacción en la medida que implicaba un auténtico anclaje histórico. Al menos eso era lo que se decía a sí mismo.

—Mi punto de vista del abolengo es estrictamente posmoderno —le gustaba proclamar en las cenas entre amigos—. Es un inofensivo ornamento que se puede compartir con las amistades. —Aquello estaba muy bien, a su juicio.

¿Y tenía Caruso algún parentesco con el famoso tenor?, se interesó por saber. El inteligente semblante del ginecólogo tenía cierta similitud con las fotos del célebre cantante.

—¿Quién sabe? —contestó el doctor Caruso—. Quizá de muchas generaciones atrás. Mi familia lo conocía… estaban muy orgullosos de ello… y él siempre les decía que eran parientes. Caruso era un hombre muy bondadoso ¿comprende? —precisó, con una sonrisa.

Gorham Master estaba contento de que el doctor Caruso fuera a asistir a su mujer en el parto.

Con la bolsa de Maggie en la mano, recomendó a Bella que se quedara en casa por si tenían que llamarla por algo y después bajó con el ascensor hasta el vestíbulo. El portero llamó a un taxi.

El trayecto era corto. Había que cruzar la avenida Madison, seguir recto hasta la Ciento Uno, cruzar hasta la Quinta Avenida y ya estaba uno en el hospital Mount Sinai. El doctor Caruso los recibiría allí.

El taxista avanzó tres manzanas por Park Avenue antes de girar a la izquierda. Faltaba sólo una manzana para la avenida Madison cuando se detuvo.

—¿Hay algún problema?

—Sí, problema —respondió con un marcado acento ruso—. Camión. No se mueve.

—Tengo que llegar al hospital —señaló, pensando que Maggie ya debía de haber llegado.

—¿Yo qué puedo hacer si no mueve?

Nada. ¿Debía bajarse y coger un taxi en Madison? Si hacía eso, en cuanto llegara a Madison se habría acabado el atasco. Entonces el ruso pasaría de largo si le hacía señal y luego no habría ningún taxi más allí. Ya le había ocurrido algo así con anterioridad. Gorham Master lanzó una maldición para sus adentros y cerró los ojos. Paciencia. Había que clarificar el espíritu, mantener la calma.

Y procurar no pensar en el otro asunto, el asunto del que no había hablado con Maggie.

Globalmente, durante los últimos diez años, su vida se había desarrollado según lo había planificado. Había llegado a vicepresidente unos años atrás, y el banco parecía tener un buen concepto de él. Había demostrado un auténtico talento para las relaciones con los clientes y astucia para elegir sus mentores en la empresa. Durante varios años había recibido pluses millonarios aparte de su sueldo. Aquella primavera lo habían nombrado vicepresidente senior. Aquél era un cargo de importancia, aunque más importante era aún lo que le habían ofrecido poco después.

Participaciones en Bolsa: la posibilidad de comprar acciones del banco a precios muy ventajosos. Esposas doradas, como las llamaban, puesto que estaban estructuradas de tal forma que, para lograr un verdadero beneficio, había que permanecer en el banco. Los vicepresidentes conseguían ascensos y aumentos de salario, pero la única manera de percibir hasta qué punto los valoraba el banco era mediante el seguimiento del dinero. Si el banco estaba realmente interesado en conservar a alguien, le ofrecía participaciones en Bolsa.

La ciudad también parecía vivir un momento de prosperidad. En 1977, justo después de los terribles incendios y saqueos acaecidos a raíz del gran apagón, salió elegido el nuevo y combativo alcalde Koch. Su primer objetivo fue resolver la desastrosa situación financiera del ayuntamiento, cosa que logró con extraordinaria eficacia. En pocos años, el presupuesto de la ciudad dejó de ser deficitario. En 1981 consiguió algo que no se había producido nunca: que lo eligieran como candidato tanto el partido Republicano como el Demócrata.

—¿Qué tal lo hago? —preguntaba el alcalde siempre que se encontraba rodeado de una multitud. La mayoría de las veces le respondían que lo hacía muy bien.

Ese año Gorham se casó con Maggie.

Su noviazgo fue el típico de las parejas donde uno de ellos por lo menos trabajaba noventa horas por semana. Aquello no había entrado, desde luego, dentro de los planes iniciales de Gorham.

En ocasiones éste se preguntaba si los grandes gabinetes de abogados y los bancos de inversión no se excedían un poco con los horarios. Aunque aquello servía para comprobar la seriedad y compromiso de los jóvenes asociados, ¿no contenía tal vez un sádico elemento de orgullo, una sumisión como condición para acceder a una fraternidad? Y aquello duraba años, hasta que uno accedía al estatuto de socio.

Maggie era abogado de empresa. A menudo, cuando tenía cuestiones de importancia entre manos, él iba a buscarla a su oficina a las nueve o las diez de la noche, la llevaba a cenar y después volvía a dejarla en el despacho, donde trabajaba hasta las tres o las cuatro de la madrugada. Todo su periodo de noviazgo y el primer año de casados había sido así. Los momentos de romanticismo y de ocio debían circunscribirlos a breves compartimentos de tiempo. En cierta manera resultaba excitante. En tiempos de guerra, los idilios y matrimonios debían de ser así, dedujo Gorham. La paz tardaba, con todo, mucho en llegar.

Llevaban un año saliendo juntos cuando le pidió que se casara con él. Para entonces estaba completamente loco por ella. Le daba igual que no fuera la perfecta esposa para un ejecutivo. Ella también lo quería.

—No puedo creer que soportes los terribles horarios que tengo que hacer —comentaba, maravillada.

La fascinación de él y la gratitud de ella formaban, a juicio de Gorham, un buen cemento para la construcción de su matrimonio.

—Si quieres tenerlo todo, Maggie —le recordaba alegremente—, no te olvides sobre todo de incluirme a mí.

La ceremonia de la boda tuvo lugar en la iglesia católica de la parroquia de sus padres de Norwalk, Connecticut. Éstos consideraban perfecto a Gorham, y no les importó que no fuera católico. En cuanto a Maggie, omitió mencionar el detalle al párroco, aunque ya le había asegurado a Gorham que sus hijos podrían asistir a la iglesia que quisieran, o a ninguna.

Juan, que ya se había casado con Janet para entonces, fue el padrino, y el hermano de Maggie, Martin, se encargó de distribuir a los invitados. Martin era un joven agradable, de tendencia más bien intelectual, con quien Gorham se llevaba muy bien. Al final de la boda, el padre de Maggie sugirió discretamente a Martin que si no tenía intenciones de casarse nunca, tal vez podría hablar un día con él de la cuestión.

Cuando entraron en la década de 1980, la vida de Gorham apenas cambió. Si necesitaba que Maggie asistiera a una cena de negocios con él, ella tenía que efectuar grandes esfuerzos para encontrar un hueco de tiempo. En una ocasión, cuando Branch & Cabell ofreció un fin de semana en un centro de vacaciones para todos los socios, asociados y sus cónyuges, Gorham se divirtió mucho mientras, durante las sesiones de trabajo de los abogados, lo paseaban y lo entretenían junto con el resto de los cónyuges.

—Me gusta eso de ser un cónyuge —comentó después en broma a Maggie—. He tenido veinte esposas para mí solo.

A comienzos de la década también tuvieron que definir sus posiciones con respecto a los nuevos acrónimos que alcanzaron una gran popularidad.

—Yo siempre he sido un WASP
[7]
—reconocía, no sin razón, Gorham—, y supongo que hasta me podrían llamar pijo, pero Maggie es, sin duda alguna, una
yuppie
.

Aquella definición cambió, sin embargo, en 1986, cuando Maggie accedió a la condición de socio.

—A un socio de Branch & Cabell no se lo puede seguir considerando un
yuppie
—insistía ella.

—¿Ni siquiera a una guapa socia pelirroja?

—No, pero te diré otro detalle relativo a los socios de Branch & Cabell.

—¿Qué?

—Las socias de Branch & Cabell pueden quedarse embarazadas —le informó, sonriente.

Al año siguiente, su embarazo hizo salir a la luz otro asunto.

Se encontraban a gusto en el apartamento de Park Avenue. Cuando se casaron, Maggie realizó algunos cambios en la decoración y pasaron buenos ratos comprando algunos muebles nuevos. El tercer año de casados, después de cobrar una sustanciosa prima, él le ofreció como regalo de Navidad el dinero parar renovar la cocina.

Maggie había realizado algunas otras pequeñas mejoras en el apartamento. Un día, en un armario encontró un paquete muy bien envuelto que parecía un cuadro. Al preguntarle qué era, Gorham confesó, avergonzado, que era el único regalo de los que su padre le había encargado entregar después de su muerte que no había hecho llegar a su destinatario.

—Y ahora ha pasado tanto tiempo, que no sé con qué cara podría dárselo a su verdadera propietaria —señaló.

—¿Puedo verlo? —inquirió Maggie.

—Supongo que sí.

—Dios santo, Gorham —exclamó, después de desenvolverlo—, es un dibujo de Robert Motherwell. Esto tiene mucho valor.

—No sé qué hacer con él —admitió.

—Pues hasta que no te decidas, lo voy a colgar en la pared.

Allí permaneció un tiempo, aportando un toque especial de elegancia a su salón.

Si empezaban a tener hijos, no obstante, tal vez tendrían que pensar en trasladarse a una vivienda más amplia. Con un hijo podrían arreglárselas allí, ya que contaban con otro dormitorio, pero si tuvieran otro más necesitarían más espacio. Como les gustaba aquel edificio, decidieron esperar un tiempo para ver si quedaba disponible algún apartamento de más habitaciones, sabiendo que con sus dos sueldos podían permitirse financiar una hipoteca y unos gastos de escalera superiores.

Gorham y Maggie eran, pues, globalmente felices en su matrimonio. Había sólo algo que se había resentido y que ambos lamentaban: sus amistades. Ya no recordaban cuánto tiempo había pasado desde que el hermano de Maggie había ido a cenar con ellos. Tres meses, por lo menos. No era culpa de nadie, pero parecía como si nunca tuvieran tiempo. A Juan, por ejemplo, no lo habían visto desde hacía más de un año.

Lo peor era que Juan estaba pasando un momento difícil. El alcalde Koch había tomado medidas adecuadas para la parte de la ciudad situada debajo de la calle Noventa y Seis, pero no tanto para las zonas como Harlem, el Barrio y el sur del Bronx. Alguna gente aseguraba que no le importaban demasiado. Otros aducían que, al haber problemas tan enormes por resolver, ni siquiera Koch podría hacerlo todo de inmediato. En cualquier caso, Juan apenas había logrado introducir algunos avances.

—Las cosas no paran de empeorar en el Barrio —les había dicho.

Estaba tan desanimado que se estaba planteando aceptar un empleo en una compañía pública, donde al menos podría aplicar sus conocimientos de gestión empresarial.

Gorham se había hecho el propósito de que, en cuanto naciera el niño, buscaría un momento para llamar a Juan e invitarlo a cenar junto con Janet.

A pesar de aquellas omisiones, que tenían en todo caso remedio, Gorham habría podido considerarse un hombre con suerte. Había sólo un inconveniente: la buena suerte no le bastaba.

Tampoco era de extrañar. Bien mirado, según su punto de vista, Nueva York siempre había sido un lugar para gente que quería más. Ya fueran pobres emigrantes o ricos comerciantes, la gente acudía a Nueva York para ganar más. En épocas malas iba allí para sobrevivir, en momentos de bonanza para prosperar y en periodos de auge para enriquecerse. Para enriquecerse muy deprisa.

A medida que avanzaba la década de 1980, Nueva York entraba en un periodo de auge.

La Bolsa, concretamente, vivía un momento de expansión, y con ella el sector de servicios, incluidos los gabinetes de abogados que dependían de éste. En 1984, la Bolsa alcanzó un récord histórico de un millón de transacciones por día. Los operadores, los agentes y todos cuantos trabajaban con acciones o bonos tenían la oportunidad de ganar una fortuna. Todo aquel ambiente quedaba muy bien plasmado en la novela de Tom Wolfe
La hoguera de las vanidades
, que acababa de ocupar los primeros puestos en las listas de ventas al comienzo del embarazo de Maggie.

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