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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Nueva York (142 page)

Había sólo un inconveniente. Si John Vorpal iba a decir lo que él pensaba que iba a decir, entonces él, Gorham Vandyck Master iba a tener una grave discrepancia que podía desembocar en una violenta discusión. Y a nadie le convenía mantener una violenta discusión con el presidente de la junta de copropiedad de un edificio de Park Avenue.

El partido iba a comenzar poco después de la una, de modo que tenían que irse sin perder más tiempo.

—Vamos —dijo—. Iremos en metro.

—¿Ah, sí? —preguntó, con asombro, su hijo.

¿Es que en aquella familia nadie utilizaba el transporte público? Cuando la niñera llevaba a Gorham Junior o sus hermanos a cualquier cita tomaba un taxi. Cuando Bella cumplía algún encargo de Maggie, probablemente también cogía un taxi. Eso salía al menos más barato, se decía, que disponer de coche con chófer propio, como hacían varios residentes de aquella escalera.

Los Master tenían sólo dos coches: el Mercedes que guardaban en el garaje de la esquina y el bonito SUV azul de Maggie, que permanecía en el garaje de la casa de campo.

—Entrar y salir en el Yankee Stadium en coche es un lío —decretó con firmeza—. En metro llegaremos antes.

En el vagón del metro, Gorham observó con afecto a los tres chicos.

Gorham Vandyck Master Junior, un rubio de trece años, habituado a una vida de privilegio; Richard, de once, calcado a su hermano, pero más delgado; y el amigo de Gorham, Lee.

Gorham nunca se acordaba del apellido chino de Lee, pero daba igual, porque todo el mundo lo llamaba Lee. Había visto a sus padres una vez, cuando fueron a buscarlo a su casa. Vivían en Harlem y apenas hablaban inglés; el padre era fontanero o algo así. Su hijo, en cambio, era un genio.

Gorham Master siempre había tenido la impresión de que Lee era completamente redondo. Su afable cara, rodeada de una mata de cabello negro, era redonda. Su cuerpo no era obeso, sólo redondo. Tenía tan buen carácter que Master sospechaba que su psiquismo también debía de ser redondo, de tal forma que todo salía despedido rebotando. Lee tomaba el metro desde Harlem todas las mañanas y luego, Master estaba convencido de ello, sólo tenía que convertirse en una pelota e ir rodando por la acera desde la estación hasta el colegio.

Lee escribía las mejores redacciones de su curso. Acabaría yendo sin duda a Harvard, a Yale o a cualquier universidad de la prestigiosa Ivy League. ¿Y qué era lo que quería ser de mayor? En una ocasión en que se encontraban todos sentados en la cocina, el chico había confesado que le gustaría ser senador. También le apetecía ser un gran coleccionista de arte chino.

—¿Y sabes qué? —le dijo después Master a su hijo—. Seguramente lo logrará.

Aquella idea henchía a Master de orgullo por su país y su ciudad.

¿Y cómo podía asistir ese niño al distinguido colegio privado de su hijo? Gracias a una beca, por supuesto. En torno a un veinte por ciento de los alumnos de aquel centro debían de tener becas.

Si en algo destacaban los colegios privados de Nueva York era en su capacidad para recaudar dinero. Aún no había acabado de pagar la sustanciosa matrícula del primer trimestre de Gorham Junior en la guardería cuando ya el comité de padres lo asaltó reclamándole un donativo también. No perdían el tiempo. Incluso antes de terminar los estudios de secundaria, en su último año en el centro, los chicos ya se organizaban para empezar a dar donativos cuando fueran antiguos alumnos, para que todo el mundo adquiriera la costumbre. La cuantía de los donativos era asombrosa. El comité de padres recaudaba de este modo varios millones al año; las cuentas eran tan impresionantes que hasta daban miedo.

No obstante, con aquel sistema se costeaban aquellas becas para niños de hogares pobres que les permitían el acceso a la mejor educación disponible en el país, y los padres ricos estaban contentos de pagar por ellos. Ésa era una característica americana que, por otra parte, no tenía ninguna repercusión negativa en los resultados académicos de los centros.

Gorham Junior tenía muchos amigos, pero el más íntimo era Lee. Ambos eran buenos estudiantes, ambiciosos, que se esforzaban por sobresalir. Él estaba orgulloso del amigo que había elegido su hijo.

Llegaron al estadio con tiempo de sobra.

El Yankee Stadium estaba en el Bronx. Era el escenario de los grandes triunfos de Babe Ruth. Las enormes gradas estaban abarrotadas de una multitud expectante. Los Yankees, la mayor franquicia deportiva de Estados Unidos, iban a intentar ganar la World Series por cuarta vez consecutiva, que además sería la quinta en seis años.

Gorham disponía de unas localidades magníficas a la altura del campo, en el lado de la tercera base. Los chicos estaban entusiasmados. Ese día, además, los Yankees jugaban contra los Red Sox.

Los Red Sox de Boston. Aquella antigua rivalidad generaba una gran pasión… y grandes disgustos también para los seguidores de éstos.

El partido empezó a la una y cuarto, y por espacio de tres horas y cuarto, Gorham Vandyck Master disfrutó de una de las tardes más felices de su vida. El partido fue estupendo. El público gritaba enardecido. Mandando a paseo la perspectiva de la cena y el colesterol, se comió tres
fránkfurts
. Los chicos comieron más todavía, aunque no los contó.

¡Qué partido! Los Yankees efectuaron siete carreras en el sexto turno de bateo, y Tino Martínez acertó dos
home run
, gracias a lo cual derrotaron a los Red Sox por 9 a 2.

—Ya veréis, chicos, como os vais a acordar de este partido toda la vida —pronosticó.

De vuelta a casa encontraron un gran trajín. El servicio de catering ya había llegado.

—Eh, chicos —ordenó Maggie—, id a lavaros y quitaos de en medio.

Quedó claro que también se refería a Gorham.

Lee se iba a quedar a dormir, porque antes iba a asistir junto con Gorham Junior al
bar mitzvah
de Greg Cohen. Aquél iba a ser un año de numerosos
bar mitzvah
, y era normal que los muchachos y muchachas judíos que celebraban un
bar
o
bat mitzvah
invitasen a la mayoría de sus compañeros de clase. A veces algunos iban también al servicio religioso, sobre todo los amigos íntimos, pero Gorham Junior sólo solía ir a la fiesta que tenía lugar después. Ése era el programa que tenían para esa tarde noche.

Gorham se fue directamente al dormitorio y, después de ducharse, se puso un traje para la cena. Iba a llevar a los chicos al
bar mitzvah
, quedarse unos minutos para felicitar a los Cohen y volver a casa antes de que llegaran los invitados. Aunque era un poco justo, creía que lo lograría.

A las seis y cuarto ya estaba listo. Maggie acudió al dormitorio para arreglarse también. Antes de irse con los muchachos tenía una importante obligación que atender, para lo cual se dirigió a la cocina.

—Hola, Katie —saludó complacido a la patrona del servicio de comida a domicilio antes de darle un beso.

Katie Keller Katering. Cuando montó la empresa, dos años atrás, les preguntó qué pensaban de aquel nombre y tanto él como Maggie lo encontraron perfecto.

Gorham no había conocido a nadie de la familia Keller hasta después de la muerte de su padre. Siguiendo las instrucciones de Charlie, que aún conservaba la colección de fotografías de Theodore Keller, Gorham había ido a ver a la familia para consultarles qué deseaban hacer con ella. Se habían puesto en contacto con un marchante, que había promocionado las fotos y las había ido vendiendo con los años. Las ganancias, no muy cuantiosas, las repartieron entre él y los Keller. Como habían mantenido el contacto, a Katie Keller la conocía desde niña y estaba encantado de hacer lo posible para ayudar a alguien cuya familia estaba vinculada con la suya desde hacía tanto tiempo.

Katie tenía veinticinco años, aunque con el cabello rubio recogido en una cola y su vestimenta de chef aparentaba más bien dieciocho. En todo caso, estaba preciosa y, desde luego, siempre que necesitaban que les llevaran comida a domicilio recurrían a sus servicios.

Tampoco era que recibieran mucha gente. Sí daban alguna que otra fiesta y de vez en cuando una cena. Aunque Bella cocinaba bien, no estaba a la altura para ciertas ocasiones de compromiso y, como tampoco tenían a nadie para servir la mesa, al igual que la mayoría de la gente que conocían utilizaban los servicios de catering para tales casos.

Esa noche iban a ser diez comensales para los que Katie había previsto una cena de cuatro platos. Tenía un empleado a tiempo completo, Kent, que complementaba con dos jóvenes actores que servían la mesa y recogían después. Contando su propio vino, Gorham calculaba que la velada iba a salir por algo más de mil dólares, que era menos de lo que costaba una comida para diez personas en un restaurante de lujo.

Primero tenía que ocuparse del vino.

Aunque no tenía una gran bodega, Gorham sabía un poco de vinos y estaba orgulloso de su modesta colección de botellas. Como los trasteros del sótano estaban a una temperatura demasiado elevada, guardaba el vino en la casa de campo y para una ocasión como aquélla, iba a buscar lo que necesitaba y lo llevaba al apartamento, donde disponía de un módulo con temperatura controlada. Una vez que hubieron acordado el menú la semana anterior, escogió unas botellas de Chablis francés, un excelente Pinot negro de California y un magnífico vino de postre que elaboraban en pequeñas cantidades en una bodega cuyo propietario era, según había descubierto, un rico dentista de San Francisco.

Tenía unas cuantas licoreras de cristal que procedían de la antigua casa familiar de Gramercy Park con las que le gustaba presentar los vinos, aunque con el Pinot Noir había que tener cuidado de no decantarlo con demasiada antelación. Estuvo hablando cinco minutos con Kent, que era bastante entendido en vinos, para precisar el modo de servirlos.

Después volvió a charlar un poco con Katie.

Desde fuera, sobre todo cuando trabajaba, Katie daba una gran impresión de seriedad, pulcra y ordenada al máximo. En el fondo era, sin embargo, una chica alegre y bromista, con un gran sentido del humor. Estuvo hablando con ella mientras desenvolvía los entremeses.

—¿Me permites que te diga algo? —le preguntó ella, sonriendo.

—Claro.

—Me molestas aquí en el medio.

—Perdón. —Se apartó un poco—. ¿Cómo está Rick? —Era su novio, con el que se iba a casar el año próximo.

—Bien. Ha encontrado una casa.

—¿Dónde?

—En Nueva Jersey.

—Estupendo.

—Sí, siempre y cuando consiga el dinero.

—¿Crees que podrá?

—Es probable, si mi negocio funciona bien. Y si…

—¿Qué?

—Que estás otra vez en el medio.

—Bueno, me voy —contestó, riendo—. En mi opinión, ese Rick es un joven muy afortunado.

Como quería entrar en la tienda sólo un momento, tomó un taxi para llevar a los chicos y no tener que perder tiempo aparcando el coche. La fiesta se celebraba en un gran hotel del Midtown, por lo que sólo tardaron unos minutos en llegar. En el vestíbulo, un cartel indicaba la dirección de un espacioso ascensor que los condujo a una planta superior en la que entraron en el maravilloso mundo de la fiesta del
bar mitzvah
de Greg Cohen.

Estaba claro que la señora Cohen había considerado que aquélla debía ser una ocasión señalada. Había elegido un tema e incluso contratado a un interiorista quien, a juzgar por los resultados, había contado con un ejército de decoradores, floristas y escenógrafos. Gracias a su labor, aquella vasta sala de baile de un hotel del Midtown había quedado convertida, como por arte de magia, en una isla tropical. Junto a la pared de la derecha había una playa de arena orlada de plantas e incluso de alguna que otra palmera. En el lado izquierdo estaba la pista de baile, con su
disc-jockey
y sus bailarines profesionales. Había casetas de feria de todo tipo en las que se ofrecían premios que uno podía llevarse a casa, además de la bolsa de regalos habituales en las fiestas que se entregaban al final a los invitados. Más impresionante resultaba aún la reconstrucción de una montaña rusa que ocupaba todo el fondo de la sala. En el centro, en un lugar destacado, había un puesto donde servían bocadillos de salchichas.

—¡Uuuy! —exclamaron los chicos.

Ataviadas con sus primorosos vestidos, las niñas se concentraban ya en un nutrido grupo. Gorham Junior, Richard y Lee fueron a sumarse al grupo de los niños. Era gracioso constatar cómo, en la preadolescencia, aquellos niños modernos todavía se separaban por iniciativa propia en grupos de un solo sexo en las fiestas. Una de las funciones de los bailarines profesionales era tratar de conseguir que bailaran juntos. Unos años más tarde, la tendencia habría cambiado, y lo pasarían en grande. Cuando le llegara el turno a su hija no le iba a gustar mucho, pero por ahora, las niñas sólo bailaban entre sí.

¿Cuánto habría costado aquello?, se planteó Gorham. Como mínimo doscientos cincuenta mil dólares. Había asistido a fiestas más caras aún, excesivas a su juicio. Para él no había nada como la actitud mesurada de la vieja guardia.

¿O tal vez estaba en un error? Contemplando el espléndido escenario, de repente tuvo que reconocer que sí. Cuando los distinguidos plutócratas del viejo Nueva York de la época dorada daban sus magníficas fiestas —como aquel individuo que tuvo a unos veinte caballeros cenando montados a caballo— hacían más o menos lo mismo. Él conocía algo de historia. ¿Y las grandes celebraciones de la Inglaterra eduardiana, o de Versalles, o de la Inglaterra isabelina, o la Francia medieval, o el Imperio romano? Todas habían quedado plasmadas en pinturas y en la literatura. La intención era idéntica: ostentación consumista.

En Nueva York siempre había ocurrido así, desde la época en que sus antepasados llegaron a Manhattan. La gente que gobernaba la ciudad, tanto si sobornaba a un gobernador inglés como si recaudaba fondos para las buenas causas, eran siempre los ricos. Astor, Vanderbilt y otros tantos más, todos habían tenido su turno. Conocía a un tipo que había comenzado trabajando como conductor de camión y que ahora vivía en una mansión de nueve mil metros cuadrados en Alpine, Nueva Jersey. Él también daba espléndidas fiestas…

En cuanto a la gente de su propia familia, pensó, los tiempos de esplendor habían quedado atrás. La gente de solera era respetable y tenía buenos modales, y a él le gustaba que fuera así. Estaba bien eso de ser fino en el hablar, pero si uno no podía seguir el ritmo, ¿qué era? Un poco pretencioso, a decir verdad.

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