Nueva York (145 page)

Read Nueva York Online

Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

—En Boston. Podría ir y venir todas las semanas. Es factible.

—De modo que sólo te veríamos los fines de semana.

—Exacto.

—Y no es seguro.

—Estaría aquí los fines de semana.

—¿Y a ti qué te parece eso?

—Preferiría estar en Nueva York, claro, pero creo que no va a ser posible. Profesionalmente, esto es a lo que siempre había aspirado.

—Pero tienes tres hijos que te necesitan. ¿Estás dispuesto a abandonarlos, a ellos y a mí?

—Eso es injusto. No los abandonaría ni a ellos ni a ti, y esto no tiene por qué tener esa repercusión.

—Quizá no en teoría, ni puede que ésa sea tu intención tal como ves las cosas ahora, pero en la práctica eso es precisamente lo que vas a hacer.

—No se trata de cómo yo «vea las cosas», Maggie. No hay necesidad de que me trates con condescendencia.

—De acuerdo, me dejaré de condescendencias. Si esto fuera absolutamente necesario, si fuera la única manera en que pudieras ganarte la vida para mantenernos, sería distinto. Pero es totalmente superfluo. Estamos bien como estamos y, sin embargo, te propones abandonar a tu mujer y a tu familia.

—Yo no estoy bien como estoy, Maggie. Ahora tengo la posibilidad de dirigir un banco.

Aquello era demasiado para Maggie, que perdió los estribos.

—Perfecto, Gorham. Sería estupendo para tu ego. Lo de si te haría feliz es otro cantar. Pues para que lo sepas, yo no estoy segura de que te guste ser un banquero.

—¿Qué quieres decir, que no se me da bien?

—Supongo que sí lo haces bien. —Se estaba adentrando por un terreno peligroso y lo sabía… pero estaba demasiado enojada en ese momento—. Lo que yo creo es que tú te has formado una imagen de ti mismo como banquero, que no es lo mismo.

—Bueno, mañana por la mañana tengo una reunión en el World Trade Center, en la oficina del cazatalentos, con el presidente del banco. Si va bien y notamos que hay buena sintonía, iré a Boston para conocer a otras personas de la entidad a comienzos de la semana próxima. Y si creo que es una buena idea aceptar ese empleo, eso es lo que pienso hacer.

—Pues yo también me voy a plantear qué voy a hacer, Gorham, porque creo que igual vas a añadir un poco más de tensión de la que puede aguantar este matrimonio. Quizá también te interese pensar en eso.

—¿Quieres destruir lo nuestro? ¿Quieres hacerles eso a los niños?

—Eso no viene a cuento.

—¿No? Pues yo no estoy tan seguro, Maggie. Tú tienes una buena posición profesional, dinero y los niños. Quizá ya no necesites un marido. Puedes asumir mi puesto en la junta del edificio con John Vorpal y vivir feliz para siempre.

—Podrías ahorrarte los aspectos más patéticos de tu crisis de los cincuenta.

—¿Sabes una cosa, Maggie? Tienes razón. Tú siempre tienes razón. Eres la perfecta abogado de Branch & Cabell que siempre sabe qué conviene hacer. Quizá debería disfrutar solo de mi crisis de los cincuenta. Nunca se sabe, igual eso de tener una crisis de los cincuenta es algo para lo que realmente tengo talento. Quizá me va a reportar un montón de dinero.

—Creo que lo mejor será poner fin a esta conversación.

—En eso estamos de acuerdo.

El martes amaneció como un despejado y luminoso día de septiembre. El doctor Caruso salió temprano de su apartamento en West End Avenue.

Había llegado a sus oídos que quizá habría problemas con la junta del edificio de Park Avenue y se sentía un poco molesto.

—¿Es porque tengo un apellido italiano? —preguntó al empleado de la inmobiliaria, con los recuerdos de su infancia todavía a flor de piel.

—De ningún modo —le aseguró el hombre—. Les habría gustado disponer de más referencias sociales, pero también hay una cuestión de dinero. El nuevo presidente de la junta quiere gente más rica.

Bueno, si era por eso, la consternación de Caruso era menor, al menos desde una perspectiva individual. Lo que no quería era que su esposa se sintiera humillada y abochornada. Había pensado en la posibilidad de hablar con los Master del asunto, pero no quería colocarlos en una posición incómoda.

—Creo que deberíamos ir a la entrevista —dijo a su mujer—. Yo les preguntaré qué es lo que quieren y si no somos de su agrado, no pasa nada. Les diré directamente que no queremos estar en ese edificio. Lo haré de forma educada, desde luego, pero no pienso tolerar ninguna estupidez por su parte.

Después de formular aquel propósito se sintió mejor.

El caso era que aquella mañana tenía prevista una reunión con su agente de seguros. Había una antigua póliza por la que el hombre no paraba de importunarlo, porque la quería cambiar. Al final había accedido, ya que la nueva le iba a salir más económica. Había concertado una cita a primera hora para poder acudir a su clínica a la hora normal.

Hacía un día agradable. Las oficinas de seguros quedaban bastante arriba, en la torre sur del World Trade Center. Desde allí, debía de haber una vista espectacular.

Katie Keller se sentía optimista. Había que reconocer que su libro de presentación era fantástico. Tal vez había heredado alguna de las cualidades artísticas de Theodore Keller. En él constaban fotografías de cenas y banquetes, de almuerzos y bufés de empresa, expuestos con gusto, acompañados de menús y cartas de agradecimiento. Incluso había incluido una foto en la que aparecía un conocido hombre de negocios dando una charla con una mesa surtida con sus refrigerios discretamente visible a un lado.

Había fotografías con distintos componentes de su equipo, incluida una comida de empresa en la que tuvo que contar con una docena de camareros y camareras… que en realidad componían el reparto de un musical de segunda categoría. Lo habían pasado genial ese día. También había fotos de su cocina, resplandeciente como el metal bruñido. Había añadido algún que otro retoque falso, claro.

¡Ah! Y las composiciones florales eran también fantásticas.

Tenía listas de precios, rótulos de bares y un gráfico en el que se demostraba que sus costes seguían por debajo de sus competidores. En los departamentos de contabilidad de las empresas les encantaban esas cosas.

En resumen, estaba satisfecha. Llevaba un vestido que se veía a la vez bonito y profesional, para convencerles en ambos sentidos.

Su novio Rick era el que conducía. Al cruzar el puente George Washington, ante su vista se ofreció el cauce del río hasta más allá de las Empalizadas, y por el sur, las distantes y resplandecientes aguas de la bahía de Nueva York en todo su esplendor.

Mientras circulaban por la avenida Henry Hudson, contigua al río, estuvo contemplando el agua. En la calle Setenta y Nueve pasaron junto a la dársena destinada a los yates y más allá de la Cincuenta y Cinco llegaron a los grandes muelles en los que todavía seguían atracando los buques de la compañía Cunard.

A la izquierda abundaban los cuadriculados edificios de estilo almacén. Katie, que conocía bastante bien la obra de Theodore Keller, era consciente de que debía de ser por aquella zona donde había sacado la famosa foto de aquellos hombres que caminaban por las vías del tren.

Como el tráfico era bastante fluido, no tardaron en situarse en la proximidad de las impresionantes moles del World Trade Center.

A Katie Keller le encantaban aquellos rascacielos. Sabía que cuando los construyeron, treinta años atrás, alguna gente los criticó afirmando que no tenían ninguna gracia arquitectónica, pero ella no lo creía así. Pese a que algunos de los rectángulos de reluciente vidrio que se habían ido incorporando con el tiempo pecaban de chillones y de falta de originalidad, no ocurría lo mismo con las torres. Las amplias franjas horizontales que dividían en secciones su pura verticalidad les conferían un curioso carácter íntimo. Las finas líneas verticales de color gris plateado dispuestas a lo largo de cada fachada reflejaban la cambiante luz del cielo, sometiéndolas a una constante variación emparejada con la de la superficie del agua de la bahía y del ancho cauce del Hudson. A veces eran como un espejo plateado y otras como una lámina de moteado gris. De vez en cuando, incluso, se daban extraordinarios momentos en que una esquina destellaba como un sable que reflejara con su larga hoja el rutilante arco del cielo.

A ella le fascinaba la manera en que, caminando por el Soho, se percibían recortadas por encima de los tejados, igual de airosas que los campanarios de una catedral.

Se encontraban ya muy cerca del World Financial Center, frente a Liberty Street. Rick redujo la marcha para que se bajara allí.

A las siete menos cuarto de la mañana, Gorham entró en el salón. Después de extender papel de embalaje en el suelo, descolgó con cuidado de la pared la lámina de Motherwell y, tras envolverlo, lo aseguró con cinta adhesiva. Se preguntó si Maggie, que aún estaba en la ducha, se daría cuenta de que lo había quitado antes de ir al trabajo. Seguramente no le gustaría nada, pero daba igual. El dibujo no les pertenecía a ellos. Con él bajo el brazo salió a la calle.

Sarah Adler ya lo esperaba en el Regency y, en cuanto llegó, encargaron el desayuno. Se veía muy dinámica y profesional, con un traje chaqueta de falda color crema, muy simple y elegante, y el maletín que la acompañaba.

Le explicó que iba a ver una pequeña compañía financiera que quería iniciar una colección de arte para exponerla en las paredes de su oficina. Antes de plantearse si le convenía hacer negocios con ellos, quería echar un vistazo al espacio y a los socios de la empresa.

—¿En qué se va a fijar? —preguntó él.

—En si están a la altura de mis artistas —repuso ella con convicción.

Cuando él le entregó el paquete y le confesó, contrito, que el Motherwell había estado adornando su salón durante más de treinta años, la dama lo encontró muy divertido.

—Ya entiendo que no quisiera desprenderse de él —dijo—. Me alegro de que también les gustara a ustedes. ¿Sabía que fui yo la que se lo regalé a su padre?

—No —reconoció.

—¿Y no sabe nada de la relación que tuve con su padre?

Una vez más, tuvo que admitir su ignorancia.

—¿Se acuerda de la chica de Brooklyn que aparecía en su libro
El estrecho de Verrazano
?

—Desde luego.

—Pues era yo.

En pocas frases, Sarah le contó la historia.

—Nunca le he dicho nada a mi marido. Hemos tenido un matrimonio muy feliz, pero a toda mujer le gusta mantener ciertos secretos. Y luego, después de que el libro se hiciera tan famoso, no quería que los pacientes de mi marido dijeran «Ah, su mujer es la chica que sale en ese libro». En aquella época no era lo más prudente, en todo caso. Tu padre fue muy discreto también. Era un buen hombre.

—Por el libro se deduce que estaban muy unidos.

—Quería casarse conmigo y estuve a punto de aceptar. Habría sido tu madrastra. ¿Qué te parece?

—Creo que habría sido magnífico.

—Puede. En aquellos tiempos era difícil. —Adoptó un aire pensativo—. Tu padre era una persona extraordinaria, a su manera. Que alguien como Charlie quisiera casarse con una chica de Brooklyn, de una familia de judíos conservadores, además, en aquellos tiempos… Tenía una mentalidad abierta.

—Sí, supongo. Yo quería a mi padre, pero al mismo tiempo me decepcionaba un poco. Creo que podría haber hecho algo más en la vida. Quizá si se hubiera casado con usted lo habría conseguido.

—¿Quién sabe? —Sarah Adler se encogió de hombros—. Yo he vivido demasiado para creer que se pueda predecir la evolución de las personas. En todo caso, la gente seguirá leyendo el libro de tu padre durante mucho tiempo y él será recordado por eso. ¿Acaso alguien mantiene el recuerdo de alguno de tus otros antepasados?

—Es posible que no.

—Me recuerdas a tu padre. Te pareces a él, ¿sabes?

—Yo creo que somos muy distintos.

Sarah Adler abrió el maletín y sacó algo de su interior.

—¿Sabes qué es esto? —preguntó.

—Parece una especie de cinturón indio.

—Exacto. Es un cinturón de
wampum
. —Lo extendió—. Fíjate en el motivo, ¿no es maravilloso? —Se quedó mirándolo—. En ese dibujo hay un mensaje, claro, aunque no sabemos cuál… pero a la vez es una pieza de puro arte abstracto. Esto es una herencia de tu familia. Charlie me lo regaló, sin embargo, a mí. Lo hizo enmarcar, pero como el marco es muy grande, lo quité para traértelo esta mañana, porque considero que debes tenerlo tú.

—No puedo aceptarlo… para usted debe de tener muchos recuerdos.

—Así es, pero quiero que lo tengas tú. Lo estoy devolviendo a la familia de la misma manera que tú me devuelves el dibujo. —Esbozó una sonrisa—. Se ha completado el círculo.

Gorham guardó silencio. De repente pensó en el vacío que había quedado en la pared del salón y se preguntó si el cinturón de
wampum
encajaría allí. Así, de primeras le parecía que no. Después se le ocurrió que si su matrimonio se venía abajo, tal vez no vería a menudo aquel salón.

Sarah Adler lo observaba con atención.

—No pareces muy contento. Hay algo en tu vida que no funciona.

—Puede.

—¿Querrías explicármelo? Al fin y al cabo, estuve a punto de ser tu madrastra.

Gorham se dijo que si iba a compartir aquella información con alguien, aquella inteligente señora mayor que había querido a su padre era seguramente la persona más idónea que podía encontrar. No tardó mucho en relatarle lo sucedido. Cuando acabó, Sarah Adler se mantuvo callada un minuto. Luego le sonrió.

—Ya veo que Charlie fracasó —señaló con ternura.

—Yo siempre lo consideré así, pero he creído comprender que para usted sí tuvo éxito.

—No, no me refería a que Charlie hubiera fracasado por no ser banquero, o lo que tú crees que debería haber sido. Me refiero a que fracasó en lo que te quiso transmitir. —Exhaló un suspiro—. Todos esos fines de semana en que te traía de Staten Island para enseñarte Nueva York, todo ese esfuerzo… y tú no llegaste a aprender nada de la ciudad. Qué pena. Pobre Charlie.

—No entiendo.

—Tiene que ver con toda la riqueza, toda la vida de esta ciudad. Los periódicos, los teatros, las galerías, el jazz, los negocios y actividades de todo tipo. No hay apenas nada que uno no pueda encontrar en Nueva York. Él quería inculcarte todo eso. La gente viene aquí desde todos los rincones del mundo, hay comunidades y culturas de toda clase, y a ti no te interesa nada de eso. Sólo te importa una cosa, ser director de banco, cuando eso no tiene gran interés.

Other books

Doctor Who: Galaxy Four by William Emms
Deseo concedido by Megan Maxwell
The Executioner's Game by Gary Hardwick
Sexy Behaviour by Corona, Eva
Does God Play Dice? by Stephen Hawking
The Princess of Las Pulgas by C. Lee McKenzie
Rising Tide by Odom, Mel
Bouquet Toss by Melissa Brown