—¿Y por qué ibas a pensar eso?
—No sé. He llamado a su móvil y no ha contestado.
—Ya sabes que siempre lo desconecta cuando está en las reuniones importantes.
—Ya, pero…
—Está en algún sitio del Midtown, cariño. Todo el mundo está bien, vuelve a clase.
—De acuerdo, papá.
Cuando hubo colgado la pequeña, volvió a marcar el número de la oficina de Maggie.
—Lo siento, señor Master, todavía estamos tratando de conseguir esa información.
—Ahora escúcheme con mucha atención —pidió Gorham—. Si llama alguno de mis hijos, nadie debe decirles que su madre está en el World Trade Center. Es muy importante. Hay que decirles que está en el Midtown. No quiero que se angustien en la escuela cuando seguramente no hay necesidad. ¿Me ha comprendido?
—Sí, señor Master, descuide.
—Llámeme para informarme de dónde está —le pidió—. Necesito saberlo. —Luego colgó.
Transcurrieron diez minutos y aún seguía esperando la llamada.
El doctor Caruso estaba contento de haber abandonado la oficina de Doug. Un par de minutos antes de regresar había cambiado de parecer, no porque estuviera preocupado por su seguridad, sino porque se puso a pensar que en la torre norte debía de haber muchos heridos. Aunque los servicios de emergencia debían de encargarse de atenderlos, él era médico. Un ginecólogo, sí, pero de todas maneras médico. Había decidido bajar para ver si podía ayudar en algo.
No había tardado en localizar a un jefe de bomberos.
—Gracias, doctor. ¿Puede esperar un poco?
—Desde luego. —Estaban en el vestíbulo de abajo.
—Volveré a decirle algo.
El segundo avión impactó un momento después.
Llevaba ya un buen rato esperando, viendo el trajín de los bomberos. Realizaban un encomiable esfuerzo, pero parecía que la situación presentaba terribles problemas. Hasta el momento no había vuelto a ver al jefe de bomberos.
A las 9:25 volvió a sonar su teléfono. Era un número desconocido, de manera que atendió con impaciencia la llamada con la intención de deshacerse lo antes posible de su interlocutor.
—¿Cariño? ¿Me oyes?
—¡Maggie! ¿Dónde estás?
—Estoy en el World Trade Center.
—Eso ya lo sé. ¿En qué torre?
—La sur. He intentado llamarte antes pero este dichoso móvil no funcionaba, y este amable señor me ha dejado usar el suyo. ¿Dónde estás?
—En Church Street, a la altura de Chambers. Maggie, no voy a ir a Boston ¿me oyes? No sabía lo que decía. Te quiero.
—Ay gracias a Dios, Gorham. Yo también te quiero. Voy a bajar por las escaleras, pero va a resultar bastante lento. Algunas del edificio han quedado un poco retorcidas.
—Voy a ir a buscarte.
—No hagas eso, cariño, por favor. Ni siquiera sé dónde estoy. No me encontrarías. Cada cual quedaría por un lado y no podríamos reunirnos. Espérame donde estás. Yo ya iré. No se va a venir abajo el edificio ni nada de eso.
—Entonces sigue hablándome.
—Cariño, este señor necesita que le devuelva su teléfono. Te volveré a llamar. Tú limítate a esperarme allí y dame un abrazo muy fuerte cuando llegue.
—De acuerdo. Pero Maggie… —La comunicación se había interrumpido—. Te quiero —le dijo al micrófono del móvil.
A las 9:40, el doctor Caruso llegó a la conclusión de que si quería ser de utilidad a alguien sería mejor que se pusiera a realizar una valoración por sí mismo. Se encontraba en el vestíbulo de arriba cuando oyó un golpe sordo. Al principio no supo qué era. Al cabo de un momento sonaron otros dos.
Eran cuerpos. Caían de la torre norte. Entonces comprendió qué ocurría. La gente debía encontrarse atrapada allá arriba en medio de un calor cada vez más insoportable. Sólo había dos opciones: morir quemado o saltar. Había leído descripciones de situaciones en que la gente saltaba desde un edificio, pero aquello era distinto… aquellos cuerpos caían desde trescientos metros de altura. No costaba mucho deducir el resultado. Con una aceleración de diez metros por segundo, después de descender trescientos metros, el choque contra una superficie dura es muy violento. Aunque no estaba seguro de si se podía mantener el conocimiento antes del impacto, no le cabía la menor duda de que la muerte era instantánea. En su caso, también él optaría por precipitarse al vacío, pero el sonido que producía era… Más valía tratar de no oírlo.
—Allí está mi médico. Ya debía de creer que me había olvidado de usted. —Era la cara de rasgos irlandeses del jefe de bomberos, algo enrojecida a causa del esfuerzo—. ¿Querría hacerme un favor?
—Por supuesto.
—Lo que quiero que haga, doctor, es que vaya hasta la iglesia Trinity. Allí debe de haber personas que necesitan cuidados, y creo que también hay algunos hombres de mi cuadrilla. ¿Sería tan amable de ir?
—Ahora mismo.
Salió a Liberty Street y comenzó a caminar hacia Broadway, contento de tener algo que hacer. Tendría que llamar a su mujer para decirle que estaba bien y encargarle que llamara a la clínica. De paso, también le pediría que llamase al agente de la inmobiliaria para anunciarle que habían cambiado de idea sobre ese dichoso edificio de Park Avenue. Ya no tenía ganas de vivir allí.
Faltaba poco para las diez. ¿Por qué tardaba tanto?, se preguntaba Gorham con la vista fija en la torre. Mientras las llamas seguían ardiendo con fuerza en la torre norte, la torre sur parecía instalada en un lúgubre y humeante estado. Había oído varias explosiones procedentes de la parte baja de ambos edificios. ¿Serían debidos a depósitos de gas o a material eléctrico? O tal vez fuera el combustible de los aviones, que se había vaciado en el interior de los rascacielos y, al volver a acumularse, había estallado de forma repentina. ¿Quién sabía? Fuera cual fuese la causa de aquellos otros ruidos, de la torre sur surgía ahora más humo que llamas.
Las diez casi. Tenía que aparecer de un momento a otro.
Sonó el móvil.
—Hola, cariño, soy yo.
—Gracias a Dios.
—Es que cuesta mucho llegar hasta abajo.
—Maggie…
—¿Qué ocurre?
Tenía la mirada posada en la parte superior de la torre sur. Algo ocurría. Parecía como si se inclinara, se torciera.
—Maggie ¿dónde estás?
Ahora parecía como si la torre volviera a enderezarse. Aquello se debió sólo a que mucho más abajo algo se había partido o desplazado, porque de repente comenzó a hundirse el tejado del gran rascacielos.
—No pasa nada, Gorham. Estoy abajo y…
—Maggie…
Nada. Silencio total. La parte de arriba de la inmensa torre comenzó a desmoronarse. Nunca había visto nada igual, salvo en las películas o en los viejos noticiarios cinematográficos. Era como la demolición controlada de los edificios altos. Resultaba asombroso ver cómo se venía abajo, como un acordeón. Eso era precisamente lo que ocurría entonces. La torre sur se estaba hundiendo sobre sí misma.
El proceso era lento, increíblemente lento. La torre se achataba segundo a segundo, como a cámara lenta. Un segundo, dos, tres, cuatro… Con majestuoso y mesurado ritmo, la parte superior descendía mientras abajo, con un prolongado rugido como de una potente cascada, brotaba una inmensa nube de polvo gris.
—Maggie. —Nada.
El suelo se puso a temblar. Notaba la vibración bajo la planta de los pies. La abultada avalancha de polvo subía por la calle hacia él como el material piroclástico arrojado por un volcán. Debía escapar de allí. No tenía otra alternativa. No podía quedarse. Retrocedió a Chambers Street con la esperanza de que la oleada de humo no alcanzara la altura de los tejados y rebosara por ese lado. El retumbo continuó, no obstante, por espacio de nueve interminables segundos, mientras se desmoronaba la torre, y como si cobrara vida propia, la nube de polvo creció y rebulló, y siguió creciendo aún más hasta que, en todas las calles de los alrededores, impidió el paso de la luz.
Oyó gente que corría en dirección norte, muchos de ellos sin resuello. Al cabo de un poco se desabrochó los botones de arriba de la camisa y tras subírsela para utilizarla como máscara, intentó abrirse paso hacia el sur en medio de la polvareda. No hubo forma. Se ahogaba y no veía nada. Al final, como todos los demás, tuvo que seguir subiendo por la calle y al llegar a un punto donde el aire era algo más respirable, se sentó en la acera y se puso a observar cómo pasaban, cual sombras salidas del Hades, las figuras recubiertas de polvo gris, con la vana esperanza de que una de ellas pudiera ser su mujer.
Y luego, al cabo de diez minutos, Maggie se dirigió hacia él.
—Pensaba que igual te encontraría aquí —dijo.
—Creía…
—Acababa de salir del edificio cuando ha empezado a venirse abajo. Supongo que eso ha interrumpido la conexión del teléfono. Entonces me he metido con un montón de personas en un café para protegerme del polvo, pero luego he venido por la calle en cuanto he podido. Tienes muy mal aspecto.
—Tú estás magnífica. —La estrechó entre sus brazos.
—Estoy algo empolvada.
—Estás viva.
—Creo que la mayoría hemos conseguido salir, aunque no estoy tan segura con los que estaban más arriba, por encima del nivel del fuego.
—Ay, Dios mío.
—¿Qué?
—Katie Keller. Me dijo que iba a ir a una reunión en el Distrito Financiero esta mañana. ¿Tienes el número de su móvil?
—Creo que sí.
—Intentemos llamarla.
No obtuvieron respuesta.
Yendo y viniendo de un lado para otro, todavía ceñido a la cintura de Sarah Adler en la elevada sala del rascacielos, el cinturón de
wampum
había lucido muy bien. Sus pequeñas cuentas blancas y de color seguían igual de resplandecientes que el primer día. Para quienes eran capaces de leer su mensaje, tejido con tanto amor, pregonaba: «Padre de Pluma Pálida».
Y cuando el gran incendio subió y la inmensa torre se tambaleó para luego hundirse, fue tanto el calor y tan extraordinaria la presión de aquel colosal desmoronamiento que, al igual que todo cuanto había a su alrededor, el cinturón de
wampum
quedó atomizado en un polvo tan fino que apenas se veía. Durante un breve espacio de tiempo permaneció flotando en torno a la base de la torre esfumada, pero luego por fin el viento, más clemente que los hombres, lo rescató a lomos de una nube y lo elevó en el cielo, hasta muy alto, por encima de las aguas de la bahía y de la ciudad, y del gran río que conducía al norte.
Verano de 2009
E
staban sentados en un café, disfrutando de un hermoso día. Mirando el teatro del Metropolitan Opera, Gorham sonrió a su hija. Preveía que iba a emprender alguna maniobra de tanteo, pero dejó que asumiera la iniciativa.
—Papá —empezó, con cara seria.
—¿Sí, cariño?
—Creo que tengo un trastorno por déficit de atención.
—¿Ah, sí? Eso está muy bien.
—No, papá. No es broma. De verdad no puedo concentrarme.
—Vaya, lo lamento mucho. ¿Cuándo lo has descubierto?
—Este año, creo.
—¿Y no crees que pueda tener algo que ver con todas las fiestas a las que vas?
—Papá, hablo en serio.
—Yo también. Escucha, Emma, tengo que decirte algo: tú no puedes tener un déficit de atención.
—¿Cómo lo sabes?
—Cuando te he traído aquí esta mañana y te he hecho mirar esas enormes pinturas de Chagall que hay en la entrada del teatro, ¿te ha supuesto un esfuerzo?
—Sí.
—No me refiero a si te has estado quejando durante todo el camino por tener que ir a ver el maldito teatro de ópera, que por cierto es espléndido, mucho mejor que el antiguo, aunque eso no venga a cuento. Lo que pregunto es si has sido capaz de observar los Chagall y percatarte de su contenido.
—Me ha costado mucho.
—No es verdad. Yo te he visto.
—Eso es injusto. Eres peor que mamá.
—Vaya, qué insulto más impresionante. —La miró con seriedad—. Emma, tienes que comprender algo. Los trastornos por déficit de atención existen. Algunas personas los padecen, y en esos casos no es algo que haya que tomarse a broma. Lo curioso es que hoy en día, la mitad de los chicos de tu colegio aseguran que lo tienen. ¿Por qué será?
—Así le dejan a uno más tiempo en los exámenes.
—Exacto. Es una engañifa. Los padres les dicen a los médicos que creen que sus hijos lo tienen y los médicos les siguen la corriente, y pronto todo el mundo sufre de ese trastorno, para que les dejen más tiempo en los exámenes y sacar mejores notas.