Nueva York (143 page)

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Authors: Edward Rutherfurd

Tags: #NOVELA HISTÓRICA. Ficción

Advirtió a una madre, la señora Blum, que tenía a su hija allí y había prometido a Maggie que acompañaría a los chicos a casa. Se acercó para darle las gracias y confirmar que se haría cargo de los niños.

Sólo le quedaba saludar a los Cohen. Los vio de pie junto a la entrada. David Cohen, el padre, era un tipo agradable. Le gustaba ir a practicar la pesca submarina en Florida.

—Felicidades. Es una fiesta magnífica.

—Ha sido todo obra de Cindy —dijo David, señalando a su esposa.

—Ha hecho un trabajo asombroso —la felicitó Gorham.

—Es que tenía un interiorista muy bueno —contestó Cindy.

A su lado había una pareja de cierta edad.

—Gorham, ¿conoce a mis padres, Michael y Sarah?

Gorham les estrechó la mano y tuvo la impresión de que la madre de David lo observaba con detenimiento.

—No he captado bien su nombre —dijo.

—Gorham Master.

—Sarah Adler Cohen.

Aquello era una señal. Con la utilización de los dos apellidos le estaba indicando que tenía un nombre profesional. Trató de hacer memoria, pero ella lo rescató.

—Soy propietaria de la galería de arte Sarah Adler. ¿No será usted el hijo de Charlie Master, el que tenía la colección de fotografías de Keller?

—Sí, así es.

Y entonces se acordó, abochornado y horrorizado. Aquélla era la señora a la que debía haber entregado el dibujo de Motherwell, el que todavía adornaba el salón de su casa. ¿Esperaría recibirlo? ¿Sabría que su padre le había encargado ir a verla?, se preguntó, invadido por un terrible sentimiento de culpa.

La anciana charlaba alegremente con él, sin embargo. ¿Qué le estaba diciendo?

—Verá, cuando era joven, antes de tener mi propio local, su padre vino a la galería donde yo trabajaba y decidió organizar en ella una exposición de la obra de Theodore Keller. A mí me encargaron ocuparme de ella. Fue la primera exposición que organicé. Por eso vi bastantes veces a su padre. Lo lamenté mucho cuando me enteré de su muerte.

—No lo sabía. Estoy encantado de conocerla —tartamudeó.

Debía de tener unos setenta y pico años, calculó. Tenía una cara agradable, rebosante de inteligencia. Lanzó una mirada a su marido y a su hijo, pero éstos estaban distraídos con otros invitados.

—¿Le gusta la fiesta? —le preguntó a él.

—Desde luego. ¿A usted no?

—Demasiada ostentación para mi gusto —respondió con un encogimiento de hombros. Lo miró con aire pensativo, tal vez de la misma manera como observaría una pintura para valorarla—. Tiene que pasarse un día por la galería —dijo—. Estoy allí casi todas las tardes. Los lunes está cerrada, pero yo trabajo allí sola todo el día; es un buen día para venir a verme. —Sacó una tarjeta del bolso. Miró a su marido, que seguía hablando con alguien—. De hecho —añadió en voz baja—, tengo algo de su padre que querría entregarle. ¿Querrá venir el lunes?

—Así lo haré —prometió. Después vio la hora que era—. Lo siento muchísimo, me tengo que ir… Es que tenemos una cena en casa.

—En ese caso, seguramente ya llega tarde. —Sarah Adler sonrió—. Váyase, váyase. —Antes de que se volviera, añadió, no obstante—: Prométame que vendrá a verme el lunes.

Sarah Adler tenía razón. Llegó tarde. Maggie lo recibió con una mirada de exasperación, pero, por suerte, sólo había llegado una de las parejas invitadas, que, además, era su preferida. Herbert Humblay era un clérigo jubilado que vivía con su mujer, Mary, en un bonito edificio de Sutton Place. Los Humblay eran los invitados ideales para una cena. Disponían de un amplísimo círculo de amistades, tenían un variado abanico de aficiones y si había alguna tensión latente entre los comensales, su afable presencia parecía producir el milagroso efecto de difuminarlas.

Cuando llegó, los Humblay acababan de preguntar por Emma con la intención de saludarla.

—Espero que no la habrás obligado a ponerse toda elegante sólo porque nosotros estamos aquí, porque sería una lástima.

A continuación Herbert comentó que les costaba Dios y ayuda que su nieta se arreglase incluso para ir a la iglesia. Oyéndolos, Gorham se relajó, contento de que fueran ellos y no los Vorpal los que habían llegado primero para marcar el ambiente de la velada.

En cualquier caso, Emma acudió con su amiga Jane, que se quedaba a dormir. Ambas llevaban unos vestidos parecidos, en tonos rosa y azul, y estaban muy guapas. Llegaron acompañadas del perrito.

Hasta hacía un año, en la escalera estaba prohibido tener animales de compañía. Gorham no recordaba por qué razón, pero siempre había sido así. Luego, como la señora Vorpal quería tener un perro, su marido convenció a la junta para que modificaran las normas.

Las dos niñas acababan de comenzar a hablar con el señor y la señora Humblay cuando llegaron los Vorpal. Kent fue a abrir y se encargó de preguntarles qué iban a tomar antes de hacerlos pasar al salón. La señora Vorpal quería un martini con vodka; Vorpal tomó whisky con hielo.

—Vaya, buenas noches, Emma —saludó Vorpal, que fingía que le gustaban los niños.

—Hola, señor y señora Vorpal —dijo Emma.

Gorham les presentó a los Humblay.

—Estábamos admirando este perrito —dijo Herbert.

El cachorro era precioso, había que reconocerlo. Era una diminuta bola blanca peluda, que miraba el mundo con unos grandes ojazos pegado a la mejilla de Emma.

—Deberías darle las gracias al señor Vorpal —señaló Maggie—. Es gracias a él que ahora puedes tener un perro.

—Gracias, señor Vorpal —obedeció Emma.

—Fue un placer —aseguró Vorpal, dibujando una sonrisa en medio de su afilada cara—. Considero que está bien que los niños del edificio puedan tener un animalito.

—Sí, desde luego —aprobó Mary Humblay.

—En eso le doy la razón —abundó Herbert.

—Bueno, niñas, podéis iros si queréis —indicó Maggie—. Pero no hagáis ruido, por favor.

Los camareros trajeron los canapés. Entonces llegaron los siguientes invitados, los O’Sullivan. Él era socio de un gran gabinete de abogados, una persona callada y juiciosa con quien daba gusto hablar; su esposa Maeve era una esbelta y elegante irlandesa que dirigía su propia agencia de Bolsa. Los últimos en llegar fueron Liz Rabinovich y su novio Juan. Liz era redactora de discursos. Había trabajado para algunos políticos de renombre, aunque por aquel entonces la mayoría de sus clientes eran ejecutivos de empresa. Con Liz nunca se sabía, de todas formas… porque era una especie de electrón libre. En cuanto a Juan, era un hombre un tanto misterioso. Ella decía que era cubano. En una ocasión él mismo le había explicado a Gorham que la familia de su madre era venezolana, pero que tenían el dinero en Suiza. Juan vivía con Liz cuando estaba en Nueva York, pero Liz aseguraba que tenía un apartamento espectacular en París. Gorham no se fiaba de él.

—A Liz sólo le gustan los hombres de los que no se fía —opinaba Maggie.

La cena transcurrió bastante bien. Liz, que siempre estaba enterada de los rumores que corrían por Washington, estaba sentada al lado de O’Sullivan. Éste, que aunque era discreto estaba bien informado, parecía disfrutar de la compañía de Liz. Vorpal quiso averiguar a qué actividad se dedicaba Juan y, para regocijo de Gorham, no consiguió nada. En un momento determinado, cuando hablaban de los precios inmobiliarios, el anciano Herbert Humblay les explicó cómo funcionaban las antiguas dotaciones de la iglesia Trinity. Gracias a sus cuantiosas rentas, el consejo de la Trinity no sólo había podido fundar una iglesia tras otra con el correr de los siglos, sino contribuir también a la labor de otras iglesias en todo el mundo. El valor de las propiedades que tenía en el Distrito Financiero era enorme. Tras realizar algunos cálculos Vorpal, que escuchó atentamente a Humblay, comenzó a mirar al clérigo con mucho más respeto que antes.

Y luego estaba Maggie, por supuesto. Gorham la observaba desde el otro extremo de la mesa. Su esposa estaba espectacular esa noche… esa misma tarde se había cortado el pelo y se había hecho también la manicura. Mientras le sonreía, sólo se apreciaba un tenue brillo en sus ojos como vestigio de la pelea que habían tenido la noche anterior.

Había sido culpa suya probablemente. Tal vez si hubiera compartido más información con ella la conversación habría sido distinta, aunque no era seguro.

No le había dicho que había ido a ver al cazatalentos a principios de año, quizá porque sentía que equivalía a admitir que no acababa de estar satisfecho con su vida o incluso a identificarse como un fracasado. Además, había guardado silencio porque estaba casi seguro de que ella le habría aconsejado que se quedara en el banco donde estaba y se dejara de cazatalentos. Había resuelto que si le proponían algún empleo que valiera la pena tomar en consideración habría llegado la hora de hablar con ella del asunto.

El caso era que, por una razón u otra, Maggie no sabía nada de aquello. Por consiguiente, también ignoraba que, durante casi ocho meses, el cazatalentos no le había presentado ni una sola oportunidad.

Sabía que aquel hombre era bueno en su oficio. Cuando lo llamaba de vez en cuando, para consultarle, siempre recibía la misma respuesta.

—Tiene que tener paciencia, Gorham. No estamos hablando de un puesto de ejecutivo medio. Lo que buscamos es una oportunidad destacada, una situación en lo alto que encaje con sus aspiraciones. Ese tipo de cosas sólo se dan de vez en cuando.

Desde un punto de vista racional, Gorham comprendía la explicación. Aun así no podía reprimir el sentimiento de que no ocurría nada, de que nadie quería nada de él. Se sentía peor que nunca. Su crispación se había puesto de manifiesto infinidad de veces, en general en forma de una actitud huraña general salpicada de episodios de brusquedad con Maggie o con los niños.

Por eso, cuando el viernes por la noche, ella le pidió que se sentara a su lado para expresarle aquella sugerencia, llegó en un momento inoportuno y produjo un resultado nefasto.

—Cariño —dijo Maggie—, noto que no eres feliz. Puede que sea por nuestro matrimonio, pero más bien creo que es por tu trabajo.

—Todo va bien —espetó él.

—No, Gorham. No digas eso. No estás bien.

—Vaya, pues muchas gracias.

—Yo sólo quiero ayudarte, cariño.

—¿De qué manera?

—Es que me parece que ya no te gusta lo que haces.

—Y entonces, ¿qué?

—Con lo que has ahorrado, la acciones de Bolsa y todo, más lo que yo gano ahora, no tenemos por qué preocuparnos. Podrías dejar el trabajo si quieres y hacer algo que realmente te guste. Eres un marido magnífico y un padre estupendo. Podríamos disfrutar de una vida familiar perfecta si tú estuvieras dedicado a algo que te satisface.

—¿Me estás diciendo que me jubile?

—No, sólo te pregunto que por qué no haces algo que te guste. El dinero no supone un problema.

Ya habían llegado a eso. Ya no necesitaba para nada sus ingresos. Él había estado observando con admiración cómo se organizaba con su carrera, la casa, las fechas de las actividades de los niños, con todo. Ahora parecía que pretendía organizarlo a él también. Sólo le faltaba aquella humillación. Primero había fracasado y ahora iba a quedar castrado.

—Vete a la mierda —le espetó.

—Esa respuesta no viene a cuento.

—Pues no te voy a dar otra. Tú diriges tu vida y yo dirijo la mía.

—Compartimos nuestras vidas, Gorham.

—Algunas cosas sí las compartimos y otras no. Hazte a la idea.

Esa noche no volvieron a hablar.

Según la experiencia de Gorham, en todas las cenas había algo que alguien decía que se le quedaba a uno grabado después. Aquella noche fue Maeve O’Sullivan quien pronunció el comentario memorable.

Gorham admiraba a Maeve. En su trabajo gestionaba dinero, y de manera extraordinaria, pero consideraba que aquello no la satisfacía intelectualmente. Hablaba cuatro idiomas, tocaba el piano muy bien y leía muchos libros.

Estaban hablando de los largos horarios que hacían los empleados jóvenes en el Distrito Financiero.

—Veréis —intervino Maeve—, el otro día estaba leyendo a Virginia Woolf y ella explicaba que, en cierto periodo de su vida, consiguió producir mucho porque disponía de tres horas de trabajo ininterrumpido cada día. Y yo pensé: ¿de qué demonios habla? ¿Sólo tres horas de trabajo al día? Luego estuve observando en la oficina a toda esa gente que trabaja catorce horas al día y pensé: ¿cuántos de ellos dedican realmente tres horas al día a una auténtica actividad intelectual y creativa? Mi conclusión fue que probablemente ninguno. —Esbozó una sonrisa—. Así que Virginia Woolf consiguió mucho más de lo que lograrán ellos en toda su vida con tres horas al día. Da mucho que pensar. Quizás harían algo mejor si trabajaran menos.

—Pero hay que tener en cuenta que se suicidó —apuntó John Vorpal.

Todo el mundo se echó a reír, pero Maeve tenía razón, de todas formas. Era algo que daba mucho que pensar.

La velada tuvo un agradable colofón. Se notaba que todos lo habían pasado bien. Después de despedirse de los invitados, Gorham regresó al salón casi con ánimo afable para enfrentarse con Vorpal. Quedaba sólo él, porque su esposa se había ido a su casa.

—Veamos, Gorham, el 7B —dijo éste, sacando los documentos.

Gorham lamentaba que se marcharan los propietarios del 7B, pero como se iban a California a consecuencia de una excelente oportunidad de trabajo, el 7B estaba en venta. Alguien había hecho una buena oferta que interesaba a los propietarios. No obstante, los eventuales compradores tenían que lograr antes el visto bueno de la junta, o más concretamente, de una comisión de la junta. Aquélla era la primera vez que se vendía un apartamento desde que Vorpal era presidente. La comisión debía reunirse y luego entrevistar a los candidatos el miércoles siguiente. Por consiguiente, el hecho de que Vorpal quisiera hablar con él ahora sólo podía entrañar una cosa: complicaciones.

Maggie entró en el salón.

—¿Puedo quedarme con vosotros?

Gorham torció el gesto. Era él el que estaba en la junta, no ella. Aquello representaba una interferencia injustificada. Vorpal, sin embargo, reaccionó con una sonrisa.

—Por mí encantado.

A Vorpal le caía bien Maggie. Suponía que, siendo socio de Branch & Cabell, estaría de acuerdo con él. A Gorham, en cambio, lo encontraba un poco informal.

—Creo que podríamos tener un problema con esto —señaló, pasándole a ella una copia de la solicitud—. Jim Bandersnatch también lo cree así.

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