Read Nuevos cuentos de Bustos Domecq Online
Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares
Tags: #Cuento, Drama, Humor
Semejante sinceridad me entonó.
En tales casos la mejor política es congraciarse con el hombre que fuera nuestra suerte en las manos. Le declaré con suma franqueza que yo era el reportero de artes y letras de
Última Hora
y que mi verdadero propósito era el de consagrarle un reportaje. No se hizo de rogar. Escupió verde para aclarar el garguero y dijo con la llaneza que es ornato de las figuras próceres:
—Avalo su propósito de corazón. Le prevengo que no le voy a hablar de la censura, porque ya más de uno anda repitiendo que soy temático y que la guerra contra la censura se ha vuelto mi única idea fija. Usted me rebatirá con la objeción de que hoy por hoy son pocos los temas que apasionan como ése. No es para menos.
—Si lo sabré —suspiré—. El pornógrafo más desprejuiciado observa cada día una nueva traba en su campo de acción.
Su respuesta me dejó sin otro recurso que abrir la boca.
—Ya maliciaba yo que usted agarraría para ese lado. Le reconozco a toda velocidad que poner cortapisas al pornógrafo no tiene mucho de simpático que digamos. Pero ese caso tan cacareado no es más, qué azúcar y qué canela, que una faceta del asunto. Tanta saliva gastamos contra la censura moral y contra la censura política, que pasamos por alto otras variedades que son, con mucho, más atentatorias. Mi vida, si usted me permite llamarla así, es un ejemplo aleccionante. Hijo y nieto de progenitores que fueron invariablemente bochados por la mesa de examen, me vi abocado desde niño a las más diversas tareas. Fue así que me arrastró la vorágine de la escuela primaria, del corretaje de valijas de cuero y, en ratos robados a la fajina, de la composición de uno que otro verso. Este último hecho, en sí carente de interés, avispó la curiosidad de los espíritus inquietos de Maschwitz y no tardó en correr y agrandarse de boca en boca. Yo sentí, como quien ve subir la marea, que el consenso del pueblo, sin distinción de sexo ni edad, recibiría con alivio que yo comenzara a publicar en periódicos. Apoyo semejante me impelió a mandar por correo, a revistas especializadas, la oda
¡En camino!
Una conspiración del silencio fue la respuesta, con la excepción honrosa de un suplemento que me la devolvió sin más.
»Ahí puede ver el sobre, en un marco.
»No me dejé desanimar. Mi segunda carga asumió una naturaleza masiva; remití a no menos de cuarenta órganos simultáneos el soneto
En Belén
y después, continuando el bombardeo, las décimas
Yo alecciono
. A la silva
La alfombra de esmeralda
y al ovillejo
Pan de centeno
, les cupo, usted no me va a creer, idéntica suerte. Tan extraña aventura fue seguida, con suspenso simpático, por las autoridades y personal de nuestra estafeta, que se apresuraron a divulgarla. La resultante fue previsible; el doctor Palau, ornato y fuste si los hay, me nombró director del director del suplemento literario de los jueves del diario
La Opinión
.
»Desarrollé esa magistratura civil durante casi un año, cuando me echaron. Fui, por sobre todo, imparcial. Nada, apreciable Bustos, me viene a intranquilizar la conciencia a las altas horas. Si una sola vez di cabida a un hijo de mi musa —el ovillejo
Pan de centeno
, que desaté una persistente campaña de solicitadas y anónimos— lo hice bajo el socorrido seudónimo de
Alférez Nemo
, con alusión, que no todos captaron, a Julio Verne. No fue sólo por eso que me enseñaron el camino de la calle; no hubo bicho viviente que no me endilgara la culpa de que la hoja de los jueves era más bien el tarro de la basura o, si usted prefiere, la última roña. Aludían, a lo mejor, a la ínfima calidad de las colaboraciones expuestas. La inculpación, a no dudar, era justa; no así la comprensión del criterio que me oficiara de brújula. Más náusea que a los peores Aristarcos me sigue dando la retrospectiva lectura de aquellos papeluchos sin ton ni son, que yo sin tan siquiera hojearlos confiaba al señor regente de los talleres gráficos. Le hablo, como usted ve, con el corazón en la mano: pasar del sobre al linotipo era todo uno y yo ni me tomaba el trabajo de averiguar si eran en prosa o verso. Le pido que me crea: mi archivo atesora un ejemplar en que se repite dos o tres veces la misma fábula, copiada de Iriarte y firmada de manera contradictoria. Avisos de Té Sol y de Yerba Gato alternaban gratuitamente con el resto de las colaboraciones, sin que faltara alguno de esos versitos que los desocupados dejan en el cuarto de baño. Figuraban también nombres femeninos de la mayor espectabilidad, con el número de teléfono.
»Como ya lo olfatease mi señora, el doctor Palau terminó por montar el picazo y me dijo dando la cara que la hoja literaria sanseacabó y que no me podía decir que me agradecía los servicios prestados, porque no estaba para bromas y que me fuera al trote.
»Le soy sincero; para mí el despido debe atribuirse, por increíble que parezca, a la publicación fortuita de la notable silva
El malón
, que revive un episodio muy querido en la zona, la devastadora incursión de los indios pampas, que no dejaron títere con cabeza. La historicidad del flagelo ha sido puesta en duda por más de un iconoclasta de Zárate; lo indiscutible es que insufló los gallardos versos de Lucas Palau, martillero y sobrino de nuestro director. Cuando usted, joven, esté por tomar el tren, que le falta poco, le mostraré la silva aludida, que la tengo en un marco. Yo la había publicado, según mi norma, sin fijarme en la firma ni en el texto.
»El bardo, me dijeron, arremetió con otras versadas que esperaron su turno y que no salieron, porque nunca dejé de respetar el orden de arribo. Adefesio sobre adefesio las iba postergando; el nepotismo y la impaciencia rebalsaron la copa y entonces fue que tuve que encontrar la puerta de salida. Retireme.
A lo largo de esta tirada, Gomensoro hablome sin amargura y con evidente sinceridad. En mi rostro se pintaba el recogimiento del que contempla un chancho volando y tardé mi buen rato en articular:
—Seré un obtuso, pero no lo capto de lleno. Quiero entender, quiero entender.
—Todavía no le sonó la hora —fue la respuesta—. A lo que veo, usted no es de esta zona entrañable de todos mis amores, pero por lo obtuso (para repetir su dictamen, no menos objetivo que severo) bien podría serlo, por no haber entendido ni jota de lo que le estoy remachando. Un testimonio más de esa incomprensión difundida fue que la Comisión de Honor de los juegos Florales, que tanto lustre dieron a nuestra pujante localidad, me ofreció ser jurado de los mismos. ¡No habían entendido ni jota! Como era mi deber decliné. La amenaza y el soborno se estrellaron contra mi decisión de hombre libre.
En este punto, como quien ha suministrado ya la clave del enigma, rechupó la bombilla y se encastilló en su fuero interior.
Cuando agotó el contenido de la pavita, me atreví a susurrar con voz de flauta:
—No termino, mi jefe, de comprenderlo.
—Bueno, se lo pondré en palabras a su nivel. Quienes socavan con la pluma las bases de las buenas costumbres o del Estado no desconocen, quiero creerlo, que expónense a pelarse la frente contra el rigor de la censura. El hecho es incalificable, pero comporta ciertas reglas de juego y el que las infringe sabe lo que hace. En cambio veamos lo que pasa cuando usted se apersona a una redacción con un original que es, por donde se lo quiera mirar, un verdadero fárrago. Lo leen, se lo devuelven y le dicen que se lo ponga donde quiera. Le apuesto que usted sale con la certeza de que lo han hecho víctima de la censura más despiadada. Supongamos ahora lo inverosímil. El texto sometido por usted no es una cretinada y el editor lo toma en consideración y lo manda a la imprenta. Quioscos y librerías lo pondrán al alcance de los incautos. Para usted, todo un éxito, pero la insoslayable verdad, mi estimable joven, es que su original, mamarracho o no, ha pasado por la horcas caudinas de la censura. Alguien lo recorrió, siquiera
de visu
; alguien lo juzgó, alguien lo depuso en el canasto o se lo enjaretó a la imprenta. Por oprobioso que parezca, el hecho se repite de continuo, en todo periódico, en toda revista. Siempre nos topamos con un censor que elige o descarta. Eso es lo que no aguanto ni aguantaré. ¿Comienza usted a comprender mi criterio cuando la dirección de los jueves? Nada revisé ni juzgué; todo halló su cabida en el Suplemento. En estos días el azar, en forma de una súbita herencia, permitirame al fin la confección de la
Primera Antología Abierta de la Literatura Nacional
. Asesorado por la guía del teléfono y otras, me he dirigido a todo bicho viviente, inclusive a usted, solicitándole que me mande lo que le dé la real gana. Observaré, con la mayor equidad, el orden alfabético. Esté tranquilo: todo saldrá en letras de molde, por más mugre que sea. No lo retengo. Ya estoy oyendo, me parece, las pitadas del tren que lo reintegrará a la diaria fajina.
Salí tal vez pensado que quién me hubiera dicho que esa primer visita a Gomensoro resultaría, qué le vamos a hacer, la última. El diálogo cordial con el amigo y maestro no se reanudaría otra vuelta, por lo menos en este margen de la laguna Estigia. Meses después lo arrebató la Parca en su quinta de Maschwitz.
Repugnante a todo acto que involucrara un mínimo de elección, Gomensoro nos dicen barajó en una barrica los nombres de los colaboradores y en esa tómbola salí yo el agraciado. Me tocó una fortuna cuyo monto superaba mis más brillantes sueños de codicia, bajo la sola obligación de publicar a la brevedad la antología completa. Acepté con el apuro que es de suponer y me di traslado a la quinta, que antaño me acogiese, donde me cansé de contar galpiones, atestados de manuscritos que ya orillaban la letra C.
Caí como herido del rayo cuando conversé con el imprentero. ¡La fortuna no alcanzaba para pasar, ni en papel serpentina y letra de lupa, más allá de
Añañ
!
Ya he publicado en rústica todo ese tendal de volúmenes. Los excluidos, de
Añañ
para adelante, me tienen medio loco a pleitos y querellas. Mi abogado, el doctor González Baralt, alega en vano, como prueba de rectitud, que yo también, que empiezo con B he quedado afuera, para no decir nada de la imposibilidad material de incluir otras letras. Me aconseja, en el ínterin, que busque refugio en el Hotel El Nuevo Imparcial, bajo nombre supuesto.
Pujato, 1.º de noviembre de 1971.
I
Le doy mucha razón a mi colega de oficina don Tulio Savastano, que esta mañana estaba como fuera de sí con el entusiasmo de ponderar la fiesta ofrecida las otras noches por la señora Webster de Tejedor, a una vasta porción de sus amistades, en su residencia de Olivos. El que innegablemente asistió en persona a la fiesta fue José Carlos Pérez, figura de gran desplazamiento social con el apodo de Baulito. Escaso de cogote, fornido dentro de la ropa ajustada, bajo pero paquete y elástico, un patotero estilo guardia vieja, famoso por el mal genio y por las trompadas, el Baulito es por derecho propio un elemento popular y querido en todos los círculos, particularmente donde haya coristas y caballos.
Don Tulio, por el mismo hecho de llevarle los libros, goza de franco acceso a la casa de nuestro héroe, donde ha conseguido infiltrarse en las dependencias de servicio, sin perdonar la recepción ni el sótano de la bodega. Por el momento el Baulito le otorga toda su confianza y le revela, bajo forma de confidencia, entretelón que bueno, bueno. Hablo con fundamento; en cuanto lo diviso a don Tulio, me lo apestillo y no lo dejo en paz hasta sonsacarle los chismes de la víspera. Paso a la última hornada; esta mañana Savastano, para sacarme de algún modo de encima, puntualizó:
—Creer o reventar: el Baulito, que aunque parezca grupo se fatigó de la Tubiana Pasman, ahora le ha echado el ojo a la señorita Inés Tejerina, que viene a ser sobrina carnal de la señora de Tejedor, que dio el baile. La Tejerina es una preciosura de gran desplazamiento social y es rica y es joven. Le hace caso al Baulito; a veces ganas no me faltan de ir al Instituto Pasteur para que me apliquen una inyección contra la envidia. Pero el Baulito sabe lo que hace; quiere que las mujeres sean esclavas del déspota que lleva en la sangre y para tenerla en línea se puso a festejar en el baile a María Esther Locarno, una pariente pobre de la Tubiana, que dejó en lontananza a una juventud que nunca fue agraciada. La murmuración general concuerda en sostener que tiene otros defectos y peores. Estas cosas las sé porque me las dijo el propio Baulito, mientras contestaba una carta al club de boxeo y yo le pasaba la lengua por el estampillado.
»Todo salió como una jugada del Gran Maestro ajedrecista Arlequín. La Tejerina estaba fula y el Baulito gozaba como si le hicieran cosquillas. Un detalle que le hizo gracia fue que la María Esther no le correspondió mayormente. Apreciá, si podés, el disparate: la mujer más desairada de la reunión haciéndole asco a ese candidato de lujo que es el Baulito. La Tejerina se aguantó como pudo, porque al fin y al cabo le han dado una educación esmerada; pero a las tres y quince de la mañana no resistió y la vieron salir corriendo y llorando. Hay quien alega que la culpa fue de empinar el codo, pero el consenso más generalizado es que lloraba por despecho, porque lo quiere.
»Cuando fui a verlo al otro día, me lo encontré radiante al Baulito, dele rebote y salto en el trampolín de su pileta. A usted le daba gusto.
II
El miércoles reanudamos el diálogo. Savastano llegó con algún atraso, pero un servidor ya le había marcado la tarjeta. El hombre se reía como un aviso y en la solapa destacaba un clavel que ni el señor Zamora. Confidencia va, confidencia viene, me dijo:
—El Baulito anoche me consignó en el bolsillo una fuerte suma, con el objeto que adquiriera en la florería de la Avenida Alvear un ramo de claveles para la señorita Locarno y lo llevara en propia mano. Suerte que un familiar es florero en la Chacarita y que me hizo un precio; con la diferencia me aboné el viaje.
»La señorita vive en los altos de una casa en Mansilla, esquina Ecuador, que la planta baja es un relojero. Subido que hube la escalera de mármol con la lengua de fuera, la propia interesada me abrió la puerta. La reconocí de inmediato por corresponder en un todo a la descripción del Baulito. La cara era de pocos amigos. Le entregué los claveles con la tarjeta y me preguntó por qué el señor Baulito se había molestado. Agregó que para no fatigarme ella cargaría con la mitad y me encargó, sin darme cinco, que llevara el remanente, con su tarjeta, a la señorita Inés Tejerina, que se domicilia en Arroyo. No tuve más remedio que obedecer, no sin antes reservar algunos claveles para mi señora, que es tan afecta. En lo de Tejerina, el propio portero se hizo cargo del sobrante.