Nuevos cuentos de Bustos Domecq (9 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Drama, Humor

—No se me abata —le supliqué—. La Gran Rueda del Parque japonés prosigue girando.

Pujato, 12 de noviembre de 1969.

Las formas de la gloria

La Plata, 29 de mayo de 1970.

Señor Jorge Linares

University of New York

New York, N. Y.

U. S. A.

Querido Linares:

Aunque nuestra larga amistad de criollos desterrados en el Bronx me ha demostrado hasta el cansancio que en realidad no se te puede clasificar de chismoso, mucho te pido que en lo que se refiere a esta carta, de índole
puramente
«confidencial», te conviertas en una tumba. ¡Ni una palabra al doctor Pantoja, ni a la irlandesa que sabemos, ni a la barra del
campus
, ni a Schlesinger, ni a Wilckinson! Por más que hace ya una quincena que nos despedimos en Kennedy, apostaría que te acordás a grandes rasgos que el doctor Pantoja me dio el empujoncito para que la Fundación Mackensen me despachara a entrevistar a Clodomiro Ruiz, que en el presente se mudó a La Plata. El propio Pantoja y yo descontábamos que mi peregrinación a las fuentes redundaría de inestimable valor para el apronte de mi tesis; pero ahora veo que la cosa trae sus bemoles. Ya sabés: ni una palabra al mudo Zulueta.

A la semana de llegar, me largué con suma impaciencia a Gualeguaychú, la querida patria chica de Ruiz, desde donde el poeta escrupulosamente firma la totalidad de su bibliografía. Mi primera pesquisa la realicé mientras daba cuenta de un tonificante café con leche, mano a mano con el patrón del hotel, hombre democrático y llano que se avino, sin rebajarse, a conversar con un servidor. El señor Gambartes me dijo que los Ruiz eran gente antigua en la zona, que habían llegado cuando la intervención que mandó Yrigoyen y que el más relevante de la familia no era Clodomiro, sino Francisco, apodado el Remiendo, dada su indumentaria. A continuación tuvo la deferencia de acompañarme a la media cuadra, hasta la casona de los Ruiz, que resulto más bien una tapera de esas que se van derrumbando sin la ayuda del hombre, cascotazo por cascotazo. La puerta de acceso, para darle ese nombre, estaba clausurada, porque el señor Gambartes me explicó que desde muchos años los Ruiz habían tomado «el camino de Buenos Aires» y que el primero en irse fue Clodomiro. No desaproveché la ocasión para hacerme fotografiar por un chico, a quien le confié la máquina para que nos sacara, al hotelero y a mí, frente mismo a la casona. Pienso que esta auténtica foto constituirá otro mérito, y no de los menores, de mi libro, cuando la universidad lo entregue a la imprenta. Va adjunta una ampliación, que valora la firma de ambos modelos. Yo hubiera querido salir con un mate en la mano, pero invertir capital en el mismo no entraba dentro de mi plan de gastos.

Como Julio Camba estampase en
La rana viajera
, la vida del turista es una seguidilla de hoteles. En cuanto me regresé a Buenos Aires di en instalarme en un hotel de la Plaza Constitución, cosa de preparar mi próximo viaje a La Plata, que realicé por micro.

El señor colectivero, que estuvo a punto de chocar con un colega en sentido contrario, me facilitó la dirección de Clodomiro Ruiz, que resultó ser vecino suyo y que valoró con su firma de puño y letra. Una vez en la ciudad de Estudiantes de La Plata, poco tardé en ponerme en campaña. Llegué a 68 y Diagonal 74. Este dedo, que no se desanima tan fácil presionó el timbre. A las cansadas me abrió la cocinera en persona. ¡El señor Clodomiro estaba en casa! Encima me faltaba atravesar el zaguán y el patio para encararme con el estimable poeta. Una frente, unos lentes, una nariz, la típica boca de los buzones; detrás, la biblioteca del estudioso, con
El Jardinero Ilustrado
y con la colección Araluce. En primer plano, la silueta que propende a la esfera, con un saco de lustrina. El entrevistado no se incorporó del mullido asiento, donde se mantuvo como una plasta y me indicó el banquito de pinotea. Le mostré la carta de la Fundación, mi pasaporte, las instrucciones de Pantoja y —
not least
— el papel que había garabateado el señor del micro. Los cotejó con el mayor escrúpulo y me dijo que me podía quedar.

Al cabo de una charla informal para calentar el motor, le expuse el verdadero móvil de mi visita que no le cayó mal. Sin más ambages le aclaré como pude mi propósito de escribir una monografía tratante de él para que lo conocieran a todo lo ancho de Norteamérica, tan siquiera en el ambiente universitario. Pelé mi birome y la libreta con tapa de hule. Un minuto de búsqueda y localicé el cuestionario que preparara con Pantoja en Harvard. Sin más lancé la interrogante:

—¿Dónde nació y la fecha?

—El 8 de febrero de 1919, en Gualeguaychú, provincia de Entre Ríos.

—¿Sus padres?

—Un vigilante de la 17, que lo ascendieron a político, y una señora de Resistencia, que bajó por el Paraná.

—¿Su primer recuerdo?

—Una marina, en marco de terciopelo, con incrustaciones de nácar para copiar la espuma.

—¿Su primer recuerdo?

—Un ladrón de gallinas que me inició en los misterios de ese arte.

—¿Su primer libro?


Recado para don Martiniano Leguizamón
. Un éxito de estima en la zona y que rebasó la General Paz. Fuera de los recortes de práctica me quedan los laureles del Premio Iniciación para la clase del 19, que me di el gustazo de compartir con mi compañero de premio Carlos J. Lobatto, tempranamente hurtado a la gloria, cuando feneciese un lustro después de la publicación de
Huevo de tero
.

—¿Cómo vivió, Maestro, su galardón?

—Con el sano entusiasmo del bisoño que arriesga su primer manotazo. La prensa se mostró deferente, aunque no siempre distinguiendo mi ensayo leguizamoniano, un perfil crítico, de las payadas y pavadas del extinto.

—¿Qué otra consideración le sugiere ése, su primer fruto?

—Ahora que me está haciendo la pregunta calculo que el asunto tiene más vueltas, que si usted no se agarra bien se marea. Ahí empezó de veras el embrollo. Nunca lo hablé con nadie, pero otra cosa es con usted, que viene de una zona tan alejada, que para mí no vige, qué le vamos a hacer. Le abro de par en par mi corazón, para que usted escarbe a su antojo.

—¿Está por darme una primicia? —le cuestioné.

—Usted será el primero y el último que oirá lo que hoy le digo. Alguna vez el hombre quiere desahogarse. Más vale hacerlo con un ave de paso, con un fulano que se disipará como el humo de la última pitada. Al fin y al cabo un ciudadano decente, aunque viva de la estafa y del peculado, quiere que triunfe la verdad.

—Dice bien, pero me atrevo a confortarle que ya son muchos los que calamos hondo en su producción y que amamos, de la manera más correcta, si usted me entiende, al hombre que ese fárrago nos revela.

—Merecidas. Pero mi deber es prevenirle que usted ha puesto el dedo hasta el sobaco en el ventilador. Mire, si no, lo que me vino a pasar con aquel libro. Por compartir el premio con el otro, ya quedé para siempre acollarado con el finado Lobatto y sus décimas, que eran de tesitura folklórica. Yo había usado la palabra
recado
en el sentido de mensaje o misiva, que tuvo su auge años atrás, pero los profesores y los críticos, todos a una, lo interpretaron como la típica montura de nuestro gaucho. Malicio para mí que los descaminó una confusión con las trovas nativistas de Lobatto. Para satisfacer la expectativa que esa auspiciosa recepción suscitara, escribí a todo vapor mi segundo aporte:
Querencias juidas
.

Con todo orgullo me animé a interrumpirlo.

—Hay veces que el discípulo conoce la obra del maestro más que el maestro. Usted se trabucó feo en el título. Con el transcurso de los años la memoria sinceramente se desgasta. Cierre los ojos y recuerde. Su libro, su propio libro, se llama
Querencias judías
.

—Así dice la tapa. La verdad, la verdad que hasta ahora he sepultado en mi fuero interno, es que la trabucaron feo los de la imprenta. En vez de
Querencias juidas
, que es lo que yo había puesto en la papeleta, pusieron en la portada y en la cobertura
Querencias judías
, error que, en el apurón del momento, se me pasó por alto. Resultante: la crítica me embanderó como vate de las colonias israelitas del barón Hirsch. ¡Y yo que no los puedo ver a los rusos!

Pregunté lastimeramente:

—Pero ¿cómo? ¿El señor no es un gaucho judío?

—Es como hablar con la pared. ¿No acabo de aclararle el asunto? Le digo más: yo concebí mi libro como un mazazo contra esos chacareros y mercachifles que arriaron con el gaucho de ley, sin consentirle ni un resuello. Pero es matarse; nadie puede nadar contra la corriente. Acaté como un caballero el fallo del destino, que no voy a negarlo, me significó no pocas satisfacciones legítimas. Retribuí sin tardanza. Si usted coteja con su lupa la primera edición y la segunda, no tardará en percibir en la última algunos versos que ponderan a esos mismos labradores y comerciantes que mecanizasen el agro nacional. A todo esto, mi fama se incrementaba, pero escuché la campanilla estridente del llamado telúrico y no me hice de negar. Meses después la Casa Editorial Molly Glus me publicó el folleto conciliador
Claves del neo-jordanismo
, fruto de investigación y de celoso ardor revisionista. Sin menoscabo del respeto que nos merece la figura de Urquiza, me zambullí en las aguas del jordanismo, do ya braceara José Hernández, que se hiciese llamar por los familiares el Gaucho Martín Fierro.

—Bien me recuerdo de la lectura que dio el doctor Pantoja ponderando sin asco su trabajo sobre el Jordán, que no trepidó en igualar con la
Autobiografía del Nilo
, del no menos hebreo Emil Ludwig.

—Dale Juana con la canasta. Por lo visto ese doctor Pantoja le calzó las anteojeras y usted no se las saca ni a los tirones. Mi folletín se refería al crimen del Palacio San José y usted me viene con sus ríos foráneos. Como dijo el poeta: Cuando la suerte se inclina ya no hay nada que hacer. Hay veces que arrastrados por el vértigo nosotros mismos le hacemos el juego a nuestra mala estrella. Sin darme cuenta, yo también coadyuvé. Con el prurito de clasificarme como crítico de fuste, di a luz un enfoque centrado y personal sobre
La Bambina
y
La mula
de Luis María Jordán. Este libro se interpretó como una continuación reforzada del anterior sobre el mismo río.

—Le capto, señor —exclamé golpeándome en los pechos—. Cuente conmigo. Me entregaré de lleno al trabajo de enano que exige la verdad. ¡Repondremos las cosas en su quicio!

Lo vi francamente fatigado. Casi me quedé estupefacto cuando me dijo:

—Piano, piano y no se me desmande. En su defecto le voy a aplicar una multa por exceso de velocidad. Le hablé como le hablé en la confianza de que llegada la hora usted pusiera los puntos sobre las íes, pero ni un minuto antes. Usted da un paso prematuro, difunde que no soy el que me toman y me deja en la estratósfera. Trátase de un asunto delicado. ¡Caminar sobre huevos es la consigna! La imagen que remonta la crítica (su doctor Pantoja, pongo por caso) siempre vige más que el autor, que es a gatas un
primum mobile
. Si derriba la imagen, me derriba. Soy hombre al agua. Ya me ven como el aeda de las colonias; o me ven así o no me ven. ¡Quítele el mito al hombre moderno y le quita el pan que mastica, el aire que respira y la yerba Napoleón que le recomiendo! Por consiguiente y por ahora, soy el cantor rusófilo que el profesorado supone. Tengo su palabra y retírese. Cuanto menos bulto, más claridad.

Salí como propelido a patadas. Análogo al que pierde la fe, busqué asilo en la ciencia. Exhibiendo el carnet de universitario me infiltré en el museo. Momentos hay que no se transmiten fácil. De pie ante el gliptodonte de Ameghino hice mi examen de conciencia, no en vano. Comprendí que Ruiz y Pantoja, que acaso nunca se confundirían jamás en un mismo abrazo fraterno, eran dos bocas de una sola verdad. La famosa cadena de malentendidos había resultado, en realidad, la gran confirmación. La imagen que proyecta el escritor vale más que su obra, que es una miserable basura, como todo lo humano. ¿A quién puede importarle en el mañana que el
Recado
sea un juicio crítico y que el neo-jordanismo tenga su fuente en
La Bambina
de López Jordán?

Un caluroso abrazo a los merzunes. En cuanto a vos, paso a recomendarte de nuevo que Cayetano es buen amigo. Mis obsecuencias a Pantoja a quien le escribiré largo y tendido, ni bien me despabile.

Hasta el retorno se despide,

Tulio Savastano (h.)
[4]

El enemigo número 1 de la censura

(
Semblanza de Ernesto Gomensoro para hacer las veces de prólogo a su
Antología)

Sobreponiéndome al sentimiento que el corazón me dicta, escribo con la Remington esta semblanza de Ernesto Gomensoro, para hacer las veces de prólogo a su
Antología
. Por un lado, me trabaja la grima de no poder cumplir de un modo cabal con el mandato de un difunto; por el otro, me doy el gustazo melancólico de retratar a ese hombre de valía que los pacíficos vecinos de Maschwitz aún hoy recuerdan bajo su nombre de Ernesto Gomensoro. No olvidaré fácil aquella tarde en que me acogiera, con mate y bizcochitos, bajo el alero de su quinta, no lejos de la vía del tren. La causante de que yo me costease hasta esos andurriales fue la natural conmoción de haber sido objeto de una tarjeta dirigida a mi domicilio, invitándome a figurar en la
Antología
que por entonces incubaba. El fino olfato de tan remarcable mecenas despertó mi siempre despabilado interés. Además quise tomarle al vuelo la palabra, no fuera a arrepentirse, y decidí llevar de mano propia la colaboración, para evitar las clásicas demoras que suelen imputarse a nuestro correo.
[5]

El cráneo glabro, la mirada perdida en el horizonte rural, la anchurosa mejilla de pelambre gris, la boca por lo general provista de bombilla y mate, el pulcro pañuelo de mano bajo el mentón, el tórax de toro y un liviano traje de hilo a medio planchar constituyeron mi primera instantánea. Desde el sillón de hamaca de mimbre, el conjunto atractivo de nuestro anfitrión complementose presto con la voz campechana que me indicó el banquito de cocina para que me sentase. A efectos de pisar terreno firme, agité a su vista, ufano y tenaz, la tarjeta-invitación.

—Sí —articuló con displicencia—. Mandé la circular a todo el mundo.

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