Nuevos cuentos de Bustos Domecq (8 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Drama, Humor

»Confiada esa carta al buzón de toda confianza que revista frente mismo del Popolare, pasé cuarenta y ocho horas de alto voltaje, que no constituyeron, por cierto, el bálsamo de paz que el hombre moderno requiere, unos más y otros menos. ¡Lo que me aborrecieron los carteros! No le exagero si le juro que me puse insufrible y hasta cargoso, averiguando si no portaban carta particular a mi nombre, con el clásico membrete de la S. O. P. A. En cuanto me veían plantificado en la puerta ponían la carucha tan triste que yo adivinaba que la contestación no había llegado; no por eso renunciaba a interrogarlos a fondo y a pedirles inútilmente que volcaran el carterón en el primer patio, cuando no en el zaguán, para gozar yo mismo la sorpresa de encontrar el sobre esperado. No llegó, pucha digo.

»En vez llamó el teléfono. Era Farfarello para citarme esa misma tarde en el local propio de Munro. Me dije: “Mi carta bomba, de un calor tan humano, les ha llegado al tuétano”. Me preparé como para la noche de bodas; buches contra el aliento, tuse del pelo, lavada con jabón amarillo, ropa interior facilitada directamente por el personal del Popolare, sacón a la medida del cocinero, guantes patito y un par de pezzutos en el bolsillo, para afrontar cualquier emergencia. Después, ¡al ómnibus! En la S. O. P. A. estaban Persky, Farfarello, el Pibe del Centro y el mismo Rubicante. También la Nena Nux, que yo pensé que era para el rol protagónico.

»Me equivoqué. La Nena Nux era para el papel de mucama, porque el de la muñequita social lo hizo, como ya a nadie le está permitido ignorar, Iris Inry. Me felicitaron por la carta, el doctor Persky se mandó discursito peso medio pesado, ponderando mi prueba de lealtad y procedimos a firmar la contrata y a descorchar al señor Arizu. Brindamos por el éxito de la producción, ya medio alegrones.

»La filmación relámpago se produjo en vastos escenarios naturales y en escenarios de Sorolla que, dijera el doctor Montenegro, “no acaba de ser un pincel, pero es, ya, una paleta”. El suceso, en el Centro y en los barrios, convenció a más de un pesimista que la quimera de un séptimo arte argentino no es a esta hora un imposible. Luego estrené
¡Se suicidó para no ir preso!
y después
La lección de amor en el Barrio Norte
. No se sonría hasta mostrar las caries molares; el último título no lo puse para publicar a los cuatro vientos los clásicos que me he corrido, y me corro, con la señora Mariana.
Au plaisir
, Ustáriz. Aquí tiene las plateas para la première de
Un hombre de éxito
. Me voy como si hubieran cocinado la sémola en nafta de aviación; no hay que hacer esperar a las damas.

Pujato, 21 de diciembre de 1950.

Penumbra y pompa

Lo que son las cosas. Yo que siempre he mirado con suma indiferencia las sociedades benéficas y demás comisiones vecinales cambié de parecer cuando ocupé el sillón de tesorero de Pro Bono Público y me llovieron por carta las más generosas contribuciones. Todo marchaba que era un gusto, hasta que algún desocupado, que nunca falta, entró a sospechar y el doctor González Baralt, mi abogado, me despachó en el primer tren, a objeto de radiarme en la periferia. Cuatro días y cuatro noches me las arreglé como pude en un vagón correo, de esos que están como arrumbados en la localidad de Talleres. Por último el doctor González Baralt en persona acudió restregándose las manos para darme la solución: un cargo rentado en Ezpeleta, extendido a nombre supuesto. El domicilio de Ramón Bonavena, que yo visitara en mis tiempos de
Última Hora
, había sido consagrado museo que perpetuase nombre y memoria del novelista tronchado en plena madurez. Por una ironía del destino yo sería el curador.

El doctor González Baralt me prestó su barba postiza; le sumé unos anteojos negros y el uniforme de ordenanza que la investidura exigía y me dispuse, no sin justificada aprensión, a recibir la tanda de estudiosos y turistas que llegarían por bañadera. No apareció ni un alma. Como hombre de museo, experimenté la desilusión que es del caso; como fugitivo, un alivio. Ustedes no me creerán, pero metido en ese buraco me aburría notablemente, llegando a leer las obras de Bonavena. Para mí que el cartero me salteaba; en tanto tiempo, ni una carta, ni un folleto de propaganda. Eso sí, el personero del doctor me traía mi sueldo a fin de mes, cuando no el aguinaldo, previo descuento de los gastos de viático y representación. Yo ni me asomaba a la calle.

No bien me anoticié de la prescripción, estampé unas palabras fuertes en el cabinete, como quien se despide para siempre; acondicioné en una balsa lo que el apuro me dejó rapiñar, la cargué al hombro, hice dedo en la esquina y me reintegré a Buenos Aires.

Algo raro había sucedido, que yo no terminaba de pescar, algo que flotaba en el ambiente de la metrópolis, un vago no sé qué, un aroma que me asechaba y que me rehuía: la ochava se me antojaba más chica y el buzón más crecido.

Las tentaciones de la calle Corrientes —pizzería y mujer— me salieron al paso: como no soy de los que escurren el bulto, las acogí de lleno. Las resultas: a la semana me encontré, como se dice vulgarmente, sin fondos. Por increíble que parezca, busqué trabajo, a cuyo fin tuve que recurrir, infructuoso, al amplio círculo de mis familiares y amigos. El doctor Montenegro no pasó de un espaldarazo moral. El P. Fainberg, como era de prever, no quería materialmente apearse de su mesa redonda pro la poligamia eclesiástica. Ese compañero de todo momento, Lucio Scevola, no me dio ni la hora. El cuoco negro del Popolare rechazó de plano mis tratativas para ingresar como marmitón en el mismo y, con hiriente sorna, me preguntó por qué no aprendía a cocinar por correspondencia. Esa frase, arrojada al desgaire, ofició de centro y pivote de mi triste destino. ¿Qué otro resorte me restaba, les averiguo, que el eterno retorno a las estafas y al grosero cuento del tío? Confesarelo: más fácil fue tomar la resolución que ponerla en práctica. Primer recaudo, el nombre. Por más vuelta que le di a la cabeza, me revelé del todo incapaz de encontrar otro que el ya tristemente famoso Pro Bono Público. ¡Su eco zumbaba todavía! Para tomar coraje me acordé que un axioma del comercio recomienda que no se cambie la marca. Vendido que hube a la Biblioteca Nacional y a la del Congreso siete juegos completos de la obra de Bonavena, más dos bustos en yeso del aludido, tuve que desprenderme del sobretodo cruzado que me prestase el guardavía de Talleres y del olvidado paragua que uno siempre sustrae del guardarropa, para abonar a satisfacción el importe de sobres con membrete y papel de carta. El asunto destinatarios lo despaché mediante una selección hecha a dedo, en una guía de teléfonos que me facilitó un vecino y que en virtud de su estado francamente rasposo no pude colocar en plaza. Reservé el remanente para estampillado.

A continuación procedí hasta el Correo Central, donde hice mi entrada como un bacán, recargado de correspondencia hasta el tope. O la memoria me fallaba o el recinto aquel se había expandido de modo remarcable: las escalinatas de acceso conferían su majestuosidad al más infeliz, las puertas giratorias lo mareaban y casi lo tiraban al suelo, para recoger los paquetes; el cielo raso, obra de Le Parc, daba vértigo y hasta miedo de caerse para arriba; el piso era un espejo de marmolina, que me lo reflejaba patente, a usted, con todas sus verrugas; la estatua de Mercurio se perdía en los altos de la cúpula y acentuaba el misticismo propio de la repartición; las ventanillas recordaban otros tantos confesionarios; los empleados, allende el mostrador, cambiaban cuentos de loros y solteronas o jugaban al ludo. Ni un alma en el sector reservado al público. Centenares de ojos y anteojos convergieron en mi persona. Me sentí bicho raro. A efectos de acercarme tragué saliva y requerí de la ventanilla más próxima el estampillaje pertinente. Fue yo articular la demanda y fue darme la espalda el funcionario, para consultar con sus pares. Tras cabildeos levantaron entre dos o tres una trampa que había en el piso y me explicaron que iban a correrse hasta el sótano, donde guardábase el depósito. Volvieron a la postre por la escalerita de mano. Dinero en pago no aceptaron, prodigándome una porción de estampillas, que más me hubiera valido dedicarme a la filatelia. Usted no me creerá: no las contaron. De haber previsto esa baratura, no vendo los bustos de yeso y el sobretodo. La mirada buscaba los buzones y no daba con ellos; ante el peligro de que la autoridad se arrepintiera de no haber aceptado el importe, opté por una retirada inmediata, para pegar en casa el franqueo.

Paciente en la piecita del fondo, fui pegando con saliva las estampillas, que enteramente les faltaba la goma. Ya había cantado el penúltimo gallo, cuando me aventuré a la esquina de Río Bamba, con una porción de cartas listas para el despache. Allí campea, como ustedes recordarán, uno de esos buzones peso pesado que ahora se estilan y que ya algunos feligreses habían adornado con flores y con exvotos. Di la vuelta en su derredor, buscándole la boca, pero por más que giré no encontré el menor resquicio para infiltrar las cartas. ¡Ninguna solución de continuidad, ninguna hendija, en tan imponente cilindro! Noté que un vigilante me miraba y emprendí la vuelta al hogar.

Esa misma tarde recorrí el barrio, tomando la precaución, eso sí, de salir sin bulto aparente, para no despertar la suspicacia de las fuerzas del orden. Por inverosímil que ahora parezca, me sorprendió que ni uno solo de los buzones inspeccionados presentara boca o ranura. Apelé a un cartero con uniforme, que sabe pavonearse por Ayacucho y que ni le hace caso al buzón, como si ya no tuviera nada que ver. Lo convidé con un cafecito, lo rellené con especiales, lo saturé de cerveza y cuando lo vi con las defensas bajas me animé a preguntarle por qué los buzones, cuya vistosidad yo era el primero en destacar, no presentaban boca. Grave, pero no compungido, me contestó:

—Señor, el contenido de su encuesta supera mi capacidad. Los buzones no tienen boca, porque ya no les ponen correspondencia.

—Y usted ¿qué hace? —yo le interrogué.

Me respondió insumiendo otro litro:

—Usted, señor, parece olvidar que habla con un cartero. ¡Qué puedo saber yo de esas cosas! Me limito a cumplir con mi deber.

Ni un dato más pude sacarle. Otros informantes que provenían de los más diversos extractos —el señor que atiende a los búfalos en el Jardín Zoológico, un viajero que terminaba de venir de Remedios, el cuoco negro del Popolare, etcétera— llegaron a decirme, cada cual por conducto separado, que en su vida habían visto un buzón con boca y que no me dejara marear por semejantes fábulas. El buzón argentino, repitieron, es una erección firme, maciza, una y sin cavidad. Me tuve que rendir a los hechos. Entendí que las nuevas generaciones —el señor de los búfalos, el cartero— hubieran visto en mí un antiguallo, uno de esos que traen a colación rarezas de un tiempo que ya no vige y me llamé a silencio. Cuando la boca calla, el seso bulle. Discurrí que si no funciona el correo, una mensajería privada, ágil, desprejuiciada, apta para canalizar la correspondencia, sería bien recibida por la opinión y me redituaría ingresos pingües. Otro elemento positivo era, a mi ver, que la propia mensajería puesta en acción cooperaría a propagar los embustes del redivivo Pro Bono Público.

En la oficina de marcas y señales, donde acudiese a registrar a tambor batiente mi acariciado engendro, flotaba una atmósfera bajo muchos aspectos similar a la del Correo: idéntico silencio sacerdotal, idéntico ausentismo de público, idéntico sinnúmero de oficiantes para atender a éste, idénticas demoras y abulia. A la larga me expidieron un formulario en que dejé estampada mi ponencia. No haberlo hecho. Ese punto fue el primer paso de mi
vía crucis
.

Entregado que hube mi formulario percateme de un movimiento general de repulsa. Unos me dieron francamente la espalda. A otro la cara se le distorsionó a ojos vistas. Dos o tres formularon con franqueza improperios y pifias. El más indulgente me señaló, con corte de manga, la puerta giratoria. Nadie me extendió recibo y yo entendí que más me valiera no reclamarlo.

De nuevo en la seguridad relativa de mi domicilio legal, determiné aguantármela hasta que encalmara el ambiente. Al cabo de algunos días obtuve, en préstamo, el teléfono del señor que pasa las quinielas y me comuniqué con mi confesor jurídico, el doctor Baralt. Éste, deformando un poco la voz, cosa de no comprometerse, me dijo:

—A usted le consta que yo estuve siempre de parte suya, pero esta vuelta usted se nos ha extralimitado, Domecq. Yo defiendo a mi cliente, pero el buen nombre de mi estudio está por encima de casi todo. Nadie lo creerá: Hay porquerías que no apaño. La policía anda en su búsqueda, mi desventurado ex amigo. No insista y no importune.

A renglón seguido cortó la comunicación con tanta energía, que me destapó la cera de la oreja.

La prudencia me encerró con llave en mi cuarto, pero a los pocos días el más tupido comprende que si la distracción escasea el miedo echa raíces y, jugándome el todo por el todo, tomé la calle por mi cuenta. Erré sin brújula. De pronto constaté con el corazón en la boca que me enfrentaba con el Departamento Central de Policía. No me alcanzaron las dos piernas para asilarme en el primer salón de peluquería donde, ya sin saber lo que formulaba, pedí que me afeitaran la barba, que era postiza. El oficial peluquero resultó ser don Isidro Parodi, con el guardapolvo blanco y de cara en buen estado de conservación, aunque un tanto bichoco. No oculté mi sorpresa; le dije:

—¡Don Isidro, don Isidro! Un hombre como usted está perfectamente bien en la cárcel o a una considerable distancia. ¿Cómo se le ha ocurrido instalarse frente al propio Departamento? Ni bien se descuida, lo buscan…

Parodi me contestó con indiferencia:

—¿En qué mundo vive, don Pro Bono? Yo estaba en la 273 de la Penitenciaría Nacional y un buen día noté que las puertas habían quedado a medio abrir. El patio estaba lleno de presos sueltos, con la valijita en la mano. Los guardiacárceles no nos llevaban el apunte. Volví para recoger el mate y la pava y me fui arrimando al portón. Gané la calle Las Heras y aquí me tiene.

—¿Y si vienen a detenerlo? —dije con un hilo de voz, porque pensaba en mi propia seguridad.

—¿Quién va a venir? Todo es una pura bambolla. Nadie hace nada, pero hay que reconocer que se respetan las apariencias. ¿Se fijó en los biógrafos? La gente sigue concurriendo, pero ya no dan vistas. ¿Se fijó que no hay fecha sin que una repartición no deje el trabajo? En las boleterías no hay boletos. Los buzones no tienen boca. La madre María no hace milagros. Hoy por hoy, el único servicio que funciona es el de las góndolas en las cloacas.

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