Nuevos cuentos de Bustos Domecq (6 page)

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Authors: Jorge Luis Borges & Adolfo Bioy Casares

Tags: #Cuento, Drama, Humor

»Apenas aguaité mis tres cuartos de hora, Tic-Tac en mano, cuando por orden alfabético fueron cundiendo los susodichos, pero ni sueñe que ese rabonero de Katz, porque para mí que se resertó como el que no hace honor a su firma. Se sentaron a silla por barba y alguno detentó un sillón giratorio. El parlamento al principio era caprichoso, pero Persky los devolvió a la realidad con la ducha fría de “lean, ufa”. Todos querían no leer, pero el inexorable
Zeta balleta
favoreció a la señora Mariana, que empezó a leer a trompezones, con un hilo de voz y a cada rato se volvía a perder. Farfarello, que tiene chapa de olfa, ya tuvo que someter la ponencia:

»—En la voz de la señora de Ruiz Villalba, terciopelo y cristal, el matete más horroroso deviene transitable. La jerarquía, la distinción nata, el rango, la belleza si se quiere, doran la píldora y nos hacen embuchar cada bodrio. Yo más bien propondría que leyera este mocito Cárdenas, que por lo mismo que es carente de simpatía contagiosa, permitirá, a trueque que quedemos como embalsamados, un juicio aproximativo.

»—Chocolate por la noticia —dijo la señora—. Yo ya estaba por decir que ya se sabe que yo leo regio.

»Persky opinó ponderadamente:

»—Que lea Cárdenas. A lector malo, guión pésimo. Arreglado al carancho es el nido.

»Se rieron que daba gusto. Farfarello, que no sabe más que apoyarse en la opinión general, emitió un juicio que era todo un insulto sobre mi conducta y sobre mi facha. ¡Viera el suceso que logró! Lo menos que dijeron es que yo tenía más de tarugo que de otra cosa. Lo que no se podían palpitar esos pobres cristos era que yo estaba a la escucha detrás del biombo, y que los sobraba lo más cafisho y no les perdía palabra. Todo palideció cuando el inaguantable latero se puso a leer con esa vocecita de robinete descompuesto. Dejalos que se mofen, yo me decía, que ya la obrita se va a imponer, por su propio peso. Así fue. Principiando se reían como descolados y después se cansaron. Desde mi biombo, yo seguía la lectura con notable curiosidad, aquilatando en su valor cada pincelada, hasta que en menos tiempo de lo que usted se figura también me agarró el sueño como a los otros.

»Me despertaron las puntadas en todo el cuerpo y el gusto a cebo en la boca. Al manotear la mesa de luz, tropiezo con el biombo. No se veía sino negro, Después de un rato que monopolizara Mieditis capté la sincera verdad. Todo el mundo se había retirado y yo había quedado encerrado adentro, como el que pasó la noche en el Zoológico. Vi claro que había sonado la hora de jugarme el todo por el todo y avancé gateando en la dirección de lo que yo creí la puerta y resultó cocazo. Las aristas de la mesa ratona cobraron su tributo de sangre y después casi quedo asimilado a los debajos del sillón-otomana. Gente sin voluntad, que se cansa súbito (usted, Ustáriz, pongamos por caso) hubiera tentado elevarse sobre las patas traseras y prender la luz. Yo no, yo soy de fabricación especial y no me parezco al común denominador: seguí lo más cuadrúpedo en el oscuro, abriendo cada brecha con los chichones que todavía me duele la razón social A. Cabezas. Con el movimiento de la nariz giré el picaporte y en eso, mama mía, oigo que en el inmueble sin un alma, sube el ascensor. ¡Un Otis de capacidad reforzada! El gran interrogante era cerciorar si eran cacos que me desvalijarían hasta la caspa o un sereno a la antigua, capaz de no mirarme con buenos ojos. Las dos chances me dejaron sin gana de tomar un completo con medias lunas. A gatas tuve tiempo de recularme cuando apareció el ascensor, comparable a una jaula iluminada que descargó dos pasajeros. Entraron sin fijarse en un servidor, cerraron, chau, la puerta y me dejaron solito en el pasillo, pero ya los tenía catalogados. ¡Qué cacos ni qué sereno! Se trataba más bien del mozo Cárdenas y de la señora Mariana, pero yo soy un caballero y no ando con cuentos. Pegué el ojo en la cerradura: negro, negrini, negrotto. Ni sueñe, Ustáriz, que me iba a plantificar para no ver nada. Poniéndolos como un suelo, en voz baja, tomé las escaleras por mi cuenta, no fueran a oír el ascensor. La puerta de calle se podía abrir por dentro y a todo esto ya era la medianoche pasada. Salí como el trencito de trocha angosta.

»No le voy a mentir que dormí esa noche. En la cucha estaba más inquieto que la urticaria. Será que la chochera me anda mezzo rondando, pero hasta que aboné el desayuno en la pizzería, no tuve cabal noción de las posibilidades del evento. La mañana entera la insumí en machacar y machacar la idea fija y cuando me despaché los al plato en el Popolare de Godoy Cruz ya tenía incubado el plan de campaña.

»Obtuve, con carácter de préstamo, la ropa nueva del lavaplatos del Popolare, indumento que no tardé en redondear con el rancho negro del cocinero, que es un mundano de esos que viven para la figuración. Una pasada en la barbería de la vuelta me puso en condición de abordar el trangua 38. Me evacué en el cruce de Rodríguez Peña y con toda naturalidad desfilé frente de la farmacia Achinelli, para fondear al fin en Quintana. Dar
grosso modo
con el número de la casa fue cosa de palpitar un poco las chapas. El portero, con la autoridad que le otorga el bronce de los bronces, de buenas a primeras no se avenía a departir conmigo en un terreno de fraterna igualdad; pero el vestuario rindió efecto: el celta se allanó a que yo remontara en el ascensor de servicio, tomándome tal vez por nada menos que por el cobrador de la Higiénica. Llegué lo más cafisho a destino. Abrió la puerta del 3.º D un cocinero, que bien pudo pensar que mi objetivo era restituirle el pajizo, pero que resultó, sometido a examen, ser otro: el
chef
de la señora de Anglada. Lo engrupí con una tarjeta de Julio Cárdenas, en la que puse una figurita confidencial, cosa que la señora me diera paso creyendo que yo era Cárdenas. Al rato, dejando atrás piletas de lavar y heladeras, arribé a un saloncito en que usted goza de los últimos adelantos, como ser luz eléctrica y canapé para la señora acostada, que le daba masaje uno de los japoneses y otro con pinta de foráneo le cepillaba el pelo, que era, como vulgarmente se dice, un ensueño de oro, y un tercero, que por lo aplicado y chicato debía ser profesor, iba poniéndole de plata las uñas de los quesos. La señora portaba sobre el cutis un batón de entrecasa y la sonrisa que lucía resultaba un timbre de honor para su mecánico dental. Los ojos claros me miraban como si fueran otros tantos amigos con pestaña postiza. Medio trastabillé cuando computé más de un masajista y a gatas pude mascullar entre los bigotes que el más pasmado con la zafaduría de la tarjeta era yo, que ni soñaba que le hubieran puesto el dibujo.

»—Esa figurita es un rico y no me venga con prejuicios —contestó la señora con una voz que me cayó como una barra de hielo en el estómago.

»Suerte que soy un hombre de mundo. Sin perder el conocimiento me puse a pincelar a toda furia un gran sinóptico del historial de Sportivo Palermo y tuve la bolada que los japoneses me corrigieran los errores más crasos.

»La señora, que para mí no es deportiva, nos interrumpió al rato largo:

»—Usted no vino para hablar como la radio que da los partidos —me dijo—. Para eso no se presentó nadando en la ropa con olor a bife a la criolla.

»Aproveché ese puente que me tendiera y le chanté con renovado brío:

»—¡
Goal
de River, señora! Mi móvil era hablar de la vista, o sea del libreto, que ustedes enfrentaron anoche. Un Gran Libro, Producto de un Cráneo Gigante. ¿No le parece?

»—Qué me va a parecer esa opiata. Nada, pero nada, le gustó a Telescopio Cárdenas.

»Me permití una mueca mefistofélica.

»—Esa opinión —le contesté— no me altera el metabolismo. Lo que yo hago hincapié es la promesa conjunta de que usted se va a emplear enteritis para que la S. O. P. A. filme mi vista. Júrelo y cuente con el eterno silencio de este hombre tumba.

»No tardé en obtener respuesta:

»—El eterno silencio es atacante —dijo la señora—. Si a una mujer lo que la vuela es que no reconozcan que valgo más que Petite Bernasconi.

»—Yo conocí un Bernasconi que los calzaba de horma 48 —le retruqué—, pero deje tranquilo el renglón zapatos. Lo que a usted le importa, señora, es colocar mi cinejoya en la S. O. P. A., no sea el diablo que un pajarito le vaya con el cuento a su señor esposo.

»—Ya me perdí —opinó la señora—. Para qué tuvo que decir lo que no le entiendo.

»El merengue se brindaba difícil, pero estuve a la altura.

»—Esta vuelta me va a entender. Hablo de la pareja delictuosa que usted compone con ese susodicho de Cárdenas. Es menudencia que puede interesar a su maridito.

»Mi frase bomba se apuntó un fiasco. Los japoneses se rieron que daba gusto, y la señora, entre la chacota, me dijo:

»—Para eso se costeó con la ropa grande. Si le va con la historia al pobre Carlos, le dirá chocolate por la noticia.

»Recibí el impacto como un romano. Apenas si atiné a manotear el sillón giratorio para no rodar insensible bajo el quillango. ¡La manganeta que yo labrara con tanto cariño, destruida, tristemente aventada, por el eterno femenino! Como decía el dientudo de la otra cuadra: con las mujeres es matarse.

»—Señora —le dije con la voz tembleque—, yo seré un incorregible, un romántico, pero usted es una inmoral que no recompensa mi desvelo de observador. Estoy francamente desencantado y no le puedo prometer que me repondré de este golpe en un término prudencial.

»Mientras daba curso a estas palabras sentidas, ya me había encaminado hasta la puerta. Entonces, accionando con el rancho negro del cocinero, me di vuelta despacio para espetarle con amargura y dignidad:

»—Sepa que yo no pensé contentarme con que usted me apoyara para la vista; encima, iba a sacarle plata. Yo soñé que en ciertas esferas los valores se respetaban. Me equivoqué. Salgo de esta casa como he entrado, con las manos limpias. No se dirá que he percibido un solo vintén.

»Chantado que le hube estas verdades, me encasqueté a dos manos el rancho negro hasta tocar los hombros con las alas.

»—¿Para qué quiere plata si de cualquier modo es de familia mamarracho? —me gritó la oligarca desde el diván, pero yo había ganado la antecocina y no le oí.

»Le juramento que gané la salida en estado de avanzada efervescencia, con la materia gris hecha un ventilador y la transpiración que ya licuaba la pechera que me emprestó el mozo nochero del Popolare.

»So pena de encrostar el indumento de mis patrocinantes, atravesé con rectitud de bólido humano el tráfico liviano de las dieciséis y tantas p.m., hasta perder presión. Diga lo que diga el positivismo, súbito se produjo el milagro: tranquilo, bonancible, profundamente bueno, humano en el más fecundo sentido de la palabra, pleno de perdón por todo lo creado, me encontré de golpe en la Pizzería Jardín Zoológico, embuchando como un hombre sencillo una temeridad de ensaimadas, que (seamos alguna vez sinceros) me sentaron más gustosas que todos los menús a la francesa de esta triste Mariana. Yo era como el filósofo encaramado al último travesaño de la escalera, que ve a sus semejantes como hormigas y se ríe ja ja. La consulta alfabética de la guía de los teléfonos argentinos me confirmó la dirección del joven Cárdenas, que yo sabía hasta el cansancio. Constaté un facto que me olió feo: el miserable se domiciliaba en un barrio de lo más misho que se puede pedir. Pato, patógeno, patuso, dije con amargura. La penosa confirmación arrojaba un solo saldo favorable: Cárdenas vivía a la vuelta de casa.

»Confiado que los prestamistas del Popolare no me reconocerían fácil, en base a que yo portaba un vestuario que no era el habitual, repté como la solitaria frente a las propias puertas del mencionado establecimiento de restaurant.

»Entre el garaje de Q. Pegoraro y la fábrica de sifones registré
de visu
un inmueble de planta baja y proporciones netamente modestas, con sus dos balconcitos de imitación y la puerta con llamador. Mientras medía ese inmueble con la mirada, para insultarlo bien, abrió la puerta una persona de respeto, sexo femenino y calzado chancleta, que identifiqué, malgrado los años, como viuda de mi salvador y mamá de mi amigo. Le pregunté si Julito, en la ocasión, hacía acto de presencia. Lo hacía y pasé adentro. La señora me hizo revistar cuatro tinas locas y dijo no sé qué aburrimiento de que se estaba poniendo vieja (¡miren la novedad!) y que ya no servía más que para cuidar al hijo y a los jazmines. Así, entre insulseces, llegamos al comedor, que también daba al otro patio, donde alcancé muy pronto a verificar al mocito Cárdenas, que, favoreciendo a la producción extranjera, se hallaba ensimismado en el tomo 3 de la
Historia Universal
de Cantú.

»En cuanto la señora mayor se batió en retirada, le palmié la espalda a Julio que casi sacó boleto para Cosquín con la tos de perro, y le espeté con el aliento encima:

»—¡Pum, pataplúm! Se descubrió el pastel y a vos, m’hijito, me parece que se te acabaron los cortes. Vengo a tributarte mi pésame.

»—Pero ¿de qué me habla, Urbistondo? —dijo tratándome por mi apellido, como si no me conociera bastante para llamarme Catanga Chica.

»Con el propósito de ponerlo cómodo, me saqué la dentadura que me emprestara el pinche del Popolare y la descargué sobre la mesa, amenizando la maniobra con un festivo y alarmante guau-guau. Cárdenas vino de color ámbar pálido y yo, que veo bajo el agua, acaricié la viva sospecha que se iba a desmayar con el susto. En vez me convidó con un cigarrillo, que rechacé de plano, para aumentar la nota de suspenso y de alta zozobra. Pobre desorientado, venirme con cigarrillos a mí, habituado a rolar en el Buenos Aires residencial, por no decir en el piso de lujo de la señora de Anglada esa misma tarde, sin ir más lejos.

»—Llego directo a los concretos —le dije, anexando su cigarrillo—. Hablo de la pareja delictuosa que componés con una casada de nuestra élite. Es menudencia que puede interesar al maridito de la esposa de Carlos Anglada.

»Se puso mudo como si le hubieran rebanado la carne de la garganta.

»—Usted no puede ser tan miserable —me dijo al fin.

»Le jugué una risa bromista:

»—No me chumbes si querés sacarlo barato —le respondí con el amor propio picado—. O me concretás una interesante cuota en metálico, o la reputación de esa dama que mi pundonor se niega a nombrar quedará,
si você m’entende
, empañada.

»La gana de castigarme y el asco parecían disputarse la voluntad del pobre irresoluto. Yo estaba consagrado a sudar frío las ensaimadas que asumí frente al Zoológico, para no decir nada de un fideo fino que prestigió el almuerzo, cuando, ¡viva yo!, ganó el factor asco. El contrincante se mordió los labios y me preguntó, como hablando con otro sonámbulo, cuánto pedía. Pobre de él. No sabía que soy duro con los blandos y blando y servicial con los duros. Claro que, como sistema nervioso, mi primera consigna fue marcha atrás. Cegado por la propia cudicia, no había previsto la pregunta u no podía materialmente salir a consultar a un asesor, de esos que nunca faltan en el Popolare, que me indicara la tarifa correcta.

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