Reedeth suspiró. Si uno seguía las implicaciones del caso Madison hasta sus últimas consecuencias, podía llegar a decidir demasiado fácilmente que cualquiera tan totalmente impredecible debía ser, por definición, incapaz de vivir normalmente en sociedad. Aquellas modificaciones del robescritorio, por ejemplo: ¿podrían haber sido hechas tan diestra y rápidamente por una persona normal? Sin ser un experto, Reedeth estaba más versado en cibernética que el promedio de la gente normal —tenía que estarlo, puesto que mucha de la psicoterapia moderna dependía del discernimiento cibernético—, y estaba dispuesto a jurar que el diseñador no podía haber previsto esos cambios.
Además: si se le hubiera preguntado a Madison si estaba interesado en ver a una pitonisa, hubiera respondido inmediatamente con una negativa. Todos sus psicoperfiles habían indicado una fuerte oposición a cualquier cosa que rozara lo acientífico o lo supranormal. Sin embargo, no sólo estaba allí, sino que llegaba de los primeros, como si estuviera ansioso.
De modo que, ¿qué era lo que lo había persuadido a aceptar la invitación…, el simple aburrimiento? Aquello era demasiado inverosímil. El impasible comportamiento de Madison, observó Reedeth, formaba un completo contraste con el de los otros pacientes vestidos de verde. Todos sin excepción estaban visiblemente nerviosos. Resultaba claro que se sentían aliviados por aquella interrupción de su habitual aislamiento, pero al mismo tiempo alarmados al encontrarse en compañía de la vida real de tanta otra gente después de semanas, meses y en unos cuantos casos posiblemente años de contacto vía pantallas de la comred.
Si uno pensaba en ello, aquello significaba —y Reedeth se dio una palmada en la frente cuando el detalle le impactó— que estaba siendo testigo de un acontecimiento sin precedentes desde la fundación del Ginsberg. Y era Ariadna, de entre todos, quien había tenido la idea.
—¡Esa chica debe de ser una conroyana convencida! —le dijo al aire, recordando inmediatamente añadir una cláusula adicional y darle instrucciones al robescritorio de que no almacenara el comentario.
¿Quién era pues aquella chica, Lyla Clay, cuya reputación había defendido Ariadna a través de lo que debía de haber sido una larga y difícil discusión con Mogshack? Tenía una vaga idea general de lo que se suponía que hacían las pitonisas, y del porqué a la gente le gustaba contemplarlas mientras lo hacían. Uno difícilmente podía vivir en la América del siglo XXI y no nombrar a un puñado de fans de las pitonisas entre sus propias amistades…, sin mencionar a los fans de la hi-psi, los adoradores del Lar y gente aún mucho más alejada de la tradicional órbita occidental. Pero nunca había observado realmente el trabajo de una pitonisa, y el nombre de aquella chica en particular le sonaba a desconocido pese a que Ariadna le había asegurado que estaba entre las de más talento. Abandonando la habitación donde debía celebrarse el acto, fue conectando una tras otra las más de trescientas cámaras a las que podía llegar a través de su pantalla, preguntándose si podría llegar a descubrir el lugar donde se hallaba.
Al cabo de poco tiempo captó la imagen de un hombre joven de pelo oscuro conduciendo un pediflux en la dirección correcta, acompañado por una muchacha con un yash a prueba de balas. La pitonisa y su mackero, seguramente… Sí, debían de ser ellos, puesto que la propia Ariadna estaba acudiendo a darles la bienvenida en la siguiente intersección a fin de cumplir con el código de buenas costumbres de Mogshack. Este prescribía la condescen-dencia de aquellos que eran lo suficientemente ricos como para permitirse la intimidad hacia aquellos que no lo eran, con acciones tales como acudir personalmente a dar la bienvenida a los visitantes que estaban por debajo de la línea de pobreza.
Pese al oscurecimiento de su yash, era posible distinguir que la pitonisa era joven y gra-ciosa en sus movimientos. Reedeth se dio cuenta de que estaba deseando que no sintiera la necesidad de mantener su yash frente a los pacientes.
MACKERO (Ma-que-ró) [Del francés maquereau, caballa, coloquialmente alcahuete; abrev. «mack»]. Manager, agente (p. ej.) para una joven hembra independiente (modelo fotográfica, cantante independiente, pitonisa, etc.); específicamente macho, no despectivo excepto abreviatura.
—¿Está todo tal como usted quería, señor Kazer? —dijo Ariadna, incapaz de dejar de lanzar ocasionales miradas nerviosas a las omnipresentes cámaras. Del mismo modo que Reedeth y Mogshack, sospechaba que virtualmente todos los miembros del personal estaban observando la demostración. Sería mejor que fuera un éxito.
Dan se inclinó y comprobó la amplia y gruesa alfombra que había sido colocada en el suelo para impedir que Lyla se hiciera daño durante sus convulsiones.
—Me parece bien —dijo—. ¿Dónde puedo conectar mi grabadora?
—Nosotros también vamos a grabarlo todo, naturalmente —dijo Ariadna—. Y tenemos un equipo de primera clase.
Dan le dirigió una breve sonrisa profesional.
—Estoy seguro de que lo tienen. De todos modos, sigo prefiriendo efectuar mi propia grabación. El copyright, ya sabe.
—Oh. Oh, sí…, por supuesto. Bien, en cualquier lado de la pared, entonces.
Ariadna hizo girar de nuevo sus ojos por toda la habitación. Observando, Reedeth tuvo la clara impresión de que estaba ganando tiempo, retrasando el inicio de los acontecimientos. ¿Tenía alguna idea oculta en su cabeza?
De pronto se relajó, y él cambió cámaras, desconcertado, en busca de un plano más general. Justo al lado de la puerta, que aún se estaba cerrando, y dentro de la habitación, había un recién llegado que parecía como si tuviera tres cabezas. Sobre sus hombros llevaba un par de cámaras de estereovisión con objetivo rastreador, como si fueran cráneos extra de bruñido metal. Y el medio oculto rostro entre ellas, cruzado por la barra de control de ac-cionamiento lingual, pertenecía a…
¡Matthew Flamen! Reedeth saltó hacia delante en su silla. Aunque muy pocas veces tenía ocasión de seguir la emisión de Flamen, pues estaba trabajando durante los cinco días en que se transmitía al mediodía, se había encontrado con el hombre de la televisión un par de veces inmediatamente después del internamiento de su esposa.
¿Estaba ella allí? Reedeth exploró la audiencia, e inmediatamente descubrió el familiar casco de pelo castaño oscuro, allá en la última fila, en un extremo. Vio a Flamen hacerle un gesto con la mano, pero ella le devolvió una mirada perfectamente inexpresiva, y tras un momento de asombrada vacilación él siguió avanzando hacia la parte delantera de la estancia. Allí, Ariadna le presentó a la pitonisa y a su mackero, y se intercambiaron palabras que desgraciadamente quedaron fuera del alcance de los micrófonos.
Yendo hacia un lado, Flamen empezó a descargar micros autoportables parecidos a pelotas de niño, ajustando cada uno de ellos al índice de flotabilidad del aire a fin de que se mantuvieran a una altura constante unos centímetros por debajo del techo. Su llegada, ¿era azar o premeditación? ¿Y qué pensaría Mogshack acerca de un hurgón entrando en aquel lugar, completamente equipado con todos los adminículos propios de su profesión?
Reedeth lanzó una brusca risita cínica y le hizo a su robescritorio ambas preguntas. Las respuestas —especialmente la relativa a los motivos que habían empujado a Mogshack a buscar la publicidad— probaron sin la más pequeña duda que Madison había eliminado todos los circuitos censores en su reparación.
Estaba aún riéndose cuando cruzó por su mente el desalentador pensamiento de que quizá él no fuera el único miembro del personal cuyo robescritorio había sido inesperadamente modificado por Madison. Preguntó acerca de eso también, y se tranquilizó al saber que por todo lo que podía saberse hasta el momento él era el único. Muy aliviado, volvió su atención a Ariadna.
—Creo que no necesito presentar al señor Matthew Flamen —estaba diciendo con una voz alta y clara; debía de haber sintonizado los altavoces a toda potencia—. Su rostro y voz les son probablemente familiares por ese fabuloso programa que aparece cinco veces a la semana por la cadena Holocosmic. Ha solicitado permiso para grabar la demostración de esta tarde de Lyla Clay para una posible eventual retransmisión en él, pero naturalmente primero debo preguntar si alguno de ustedes tiene alguna objeción que hacer…
El sonido bajó bruscamente, y el robescritorio dijo:
—El doctor Mogshack quiere asegurarse de si el personal tiene o no alguna objeción que hacer. ¿Tiene usted alguna, doctor Reedeth?
Reedeth vaciló.
—Ninguna objeción —dijo tras una pausa.
Era la mejor actitud. Si Mogshack había consentido ya, no tenía objeto iniciar una discusión.
Evidentemente nadie más registró ninguna objeción tampoco, porque lo siguiente que ocurrió fue que Lyla Clay le dijo algo en voz muy baja a Ariadna mientras palpaba su yash, y Ariadna miró a dos o tres de los pacientes, pareció discutir algo consigo misma, y finalmente se alzó de hombros. Lyla se quitó el yash y lo dejó a un lado con lo que a Reedeth le pareció una mueca de disgusto, y quedó vestida tan solo con un par de brevísimos nix.
—Hummm… —murmuró Reedeth—. ¡Ese mackero suyo es realmente un hombre afortunado!
Varios de los pacientes masculinos, y dos lesbianas, se agitaron en sus asientos en una forma que sugería que estaban igualmente impresionados.
La siguiente cosa que ocurrió, sin embargo, fue simplemente que Lyla dio una vuelta en torno a la habitación en un silencio total, estudiando brevemente a cada una de las personas presentes…, incluyendo, ante su obvio desagrado, a Flamen. Parecía nerviosa, juzgó Reedeth, y se tomó su buen tiempo en realizar su tarea.
Su mente derivó hacia un lado cuando ella llegó junto a Madison. ¿Quizá la respuesta fuera el entrar en contacto con el directorio de la IBM y decirles que allí en el Ginsberg había alguien que poseía un absolutamente increíble don para reparar circuitos automáticos complejos?
No, aquello tampoco era una solución. Además de contratar a demasiados neopuritanos, la Inorganic Brain Manufacturers Inc era famosa por haber despedido a todos sus empleados nigblancs, incluso a los más humildes agentes de ventas.
¿Podía convertirse en un Gottschalk? Los comerciantes de armas estaban entre los mayores consumidores de automatismos de calidad de la nación, y sin la menor duda encontrarían que un reparador nig habilidoso les sería enormemente útil en los enclaves negros…
Pensando bien en ello, sin embargo, Reedeth dudaba de que aquel fuera un empleo adecuado para Madison. Sus experiencias en el ejército habían sido puestas con éxito bajo control en su mente, pero era un hecho que su período en combate había desestabilizado completamente sus giroscopios, ¿y quién podía decir que la exposición a un contacto directo con armamentos modernos no desencadenaría una renovación de sus trastornos?
Qué conveniente sería, pensó, si Flamen tomara por su cuenta el caso Madison, y arma-ra un gran revuelo acerca de los apuros de un nig encerrado en un hospital mucho tiempo después de estar cualificado para el alta… Pensando en ello, se dijo, quizá fuera posible pasarle la historia a alguno de los homólogos nigs de Flamen, que gozaban de audiencias mucho mayores, sobre todo al otro lado del océano.
El rostro de Reedeth se iluminó, y tomó nota mental de ver si podía localizar un zarzillo de la enredadera que le condujera hasta, digamos, Pedro Diablo. Era algo que habría que hacer discretamente, pero bien llevado podía dar como resultado el que alguien se ofreciera voluntario para actuar como guardián legal de Madison, permitiéndole así salir finalmente.
Pero ahora no había tiempo de seguir con aquello. Lyla había completado su observación de la audiencia y regresaba al borde de la alfombra que habían extendido para ella. Le hizo una seña con la cabeza a Dan, que permanecía de pie con su grabadora preparada, y buscó algo en el bolsillo de la cadena de sus nix. Sacando una pequeña botellita plana, la agitó, y extrajo una diminuta cápsula roja. Flamen accionó con la lengua la barra de control de sus cámaras para obtener un primer plano de su boca tragando la píldora.
Fuera lo que fuese, Reedeth no sabía que las pitonisas tomaran nada para ayudarlas a entrar en trance. ¿Se trataba de un producto comercial, o de algo preparado alquímicamente con una fórmula secreta? Una vez más consultó a su robescritorio, y esta vez lo que aprendió le hizo mirar al esbelto cuerpo de Lyla con auténtica incredulidad.
Por un momento o dos ella permaneció rígidamente vertical, con los ojos cerrados. Un latido de corazón más tarde se dejó caer en la alfombra, estremeciéndose. Su espalda se arqueó como en un orgasmo. La saliva empezó a resbalar por las comisuras de su boca mientras empezaba a jadear. Sus manos se contorsionaron en garras y arañaron el aire como si estuvieran luchando contra un invisible atacante…, ¡slash, slash!
Los que estaban observando, incluido Reedeth, que había sido preparado para algo co-mo aquello porque el robescritorio le había hablado de las píldoras sibilinas, se tensaron alarmados. Los músculos de la muchacha, contrayéndose más violentamente que los de un epiléptico, parecían a punto de desgarrarse en las coyunturas; sus pechos se bamboleaban en su torso como un par de boyas en un mar agitado. Flamen seguía grabando, pero por su expresión resultaba claro que no esperaba poder transmitir su grabación. Si lo intentaba, las quejas de los neopuritanos seguramente impedirían que saliera al aire.
Tan sólo Dan Kazer permanecía tranquilo, mirando cada pocos segundos al reloj en su muñeca izquierda, su otra mano sujetando el botón de pausa de su grabadora. Flamen giró las cámaras hacia él justo a tiempo de captar su expresión expectante mientras soltaba el botón, y casi en el mismo instante los ojos de Lyla se abrieron desmesuradamente, dos profundos pozos que conducían a las más remotas regiones de su mente subconsciente. De su boca emergió una terrible y fuerte voz forzada, barítona y masculina.
—¡
Ghnothe safton
! —retumbó.
—Eso no es inglés —dijo rápidamente Reedeth a su robescritorio—. ¿Qué es…, hebreo?
—Griego clásico con un acento demótico —dijo el robescritorio, con un tono ligeramente condescendiente; a menudo Reedeth había sentido deseos de estrangular al sucio bastardo que había programado la sección lingüística de su banco de datos—. Es el lema del templo del oráculo de Delfos, y significa «conócete a ti mismo».