Órbita Inestable (4 page)

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Authors: John Brunner

Tags: #Ciencia ficción

Por todo lo demás, un día completamente ordinario.

9
Paciente efectuando un ajuste con mucho éxito

La puerta de la oficina de Reedeth zumbó y Reedeth ordenó que se abriera, y por supuesto se trataba de Harry Madison con su bata de paciente de color verde claro que significaba perturbaciones mínimas y, normalmente, alta inminente. Verlo merodear todavía por el hospital durante mucho tiempo después de haber conseguido —como se decía normalmente— «pasar al verde», no era por supuesto lo primero que había atraído la atención de Reedeth hacia él, pero sí había sido el factor que lo había conducido al alarmante descubrimiento de que el hombre estaba atrapado allí por una maraña de legalismos.

Había sido internado por el ejército, tras haber servido en una guerra-relámpago en Nueva Guinea, en una época en que el tema de los reclutas nigblancs era un tema sensibilizador y resultaba político enviarlos a una institución civil en vez de a una institución militar. Naturalmente, esto había hecho del ejército su guardián legal, puesto que al parecer no tenía familiares vivos. Sin embargo, cuando le fue entregada su nueva bata verde, el ejército ya no deseaba saber nada de él. Ya no aceptaban nigs ni siquiera como voluntarios, y por supuesto no iban a admitir la responsabilidad de un antiguo recluta cuyo informe médico lo había enviado a la reserva. Eso significaba que pasaba a depender automáticamente del estado de Nueva York, y desde el momento mismo en que su perfil de personalidad se correspondiera con el ideal trazado para él por los ordenadores, hubiera debido ser dado de alta y dejado libre para que se desenvolviera por sí mismo, sujeto tan sólo a algunas restricciones como su índice de crédito, el derecho a casarse, y la posibilidad de trasladarse fuera del estado para residir en otro sitio.

Sin embargo, sus perfiles de personalidad, aunque estables, habían seguido desviándose del óptimo predeterminado para un hombre de sus características, raza y habilidades, y además una reciente directriz de la Oficina del Estado y Relaciones Federales decretaba que ningún paciente nigblanc podía ser dado nunca de alta si quedaba en su caso la más ligera sombra de duda. La noticia de una actuación así, tomada por algún hábil propagandista como era por ejemplo Pedro Diablo, podía transformarse fácilmente en un legítimo
casus insurrectionis
y desencadenar la cólera negra sobre sus cabezas.

Sin embargo, le parecía condenadamente injusto a Reedeth que Madison debiera permanecer encerrado indefinidamente por lo que no parecía ser más que una excentricidad…

Se dio cuenta de que Madison había hecho una indicación formal referente a que el robescritorio sufría de una doble conexión mecánica y solicitado permiso para repararla.

Tardíamente, asintió con la cabeza, y Madison entró rodando el obeso reparobot sobre sus ocho suaves ruedas y conectó diestramente sus terminales a la pieza que fallaba.

Observando, Reedeth se preguntó qué diría el directorio de la IBM si supiera que su cara y sofisticada instalación del Hospital Ginsberg estaba siendo atendida por uno de sus internos.

Dejó pasar algún tiempo en silencio, no sintiéndose con humor para una charla intrascendente, pero finalmente se obligó a sí mismo a hablar al azar. No debía de ser muy agradable para Madison ser el único nig en todo el hospital; merecía que alguien le hablase siempre que se presentara alguna oportunidad.

—Ah… Harry. —Reedeth agarró el único tema que le vino a la mente—. Esa maldita máquina que estás arreglando: ¿sabes por qué se ha parado?

—Bueno, usted debió de alimentarle algo que ella no pudo integrar, supongo.

Madison no alzó la vista de su trabajo.

Reedeth se echó a reír.

—Estaba describiéndole a la doctora Spoelstra, y algún maldito circuito censor debe de haber ocasionado una interferencia. ¡Eso es ridículo! —Oyó que su tono se acaloraba, y fue incapaz de impedirlo—. ¿Quién se supone que está al mando aquí, yo o algún arrogante ordenador cargado con todos los prejuicios de sus diseñadores? Quiero decir, ¡yo no dije nada más… más detallado acerca de la doctora Spoelstra que lo que cualquiera puede ver con sólo mirarla!

Se contuvo, sonrió embarazadamente, y se volvió hacia la ventana. ¿Había hablado Madison alguna vez de sus terapistas con los demás pacientes? No era probable, en vista de la estricta segregación en la que insistía Mogshack: no solamente racial, religiosa, sexual y todas las demás fronteras sociales comunes, sino también con todas las categorías de desorden mental formando líneas divisorias dentro del hospital.

Y si lo hacía, de todos modos, ¿qué importaba? Solamente estaba discutiendo un área compartida de experiencia. Incluso si ello constituía una invasión de la intimidad —un punto de vista que a nivel intelectual Reedeth estaba preparado a refutar después del tercer o cuarto vaso—, los miembros del personal tenían necesariamente el status de objetos para los pacientes, una parte más del entorno, como los muebles y las lámparas.

Pasaron otro minuto o dos, él mirando malhumoradamente por la ventana, Madison ocupado en supervisar el reparobot. Finalmente hubo una tos discreta, y Reedeth se volvió, para descubrir al nigblanc de pie junto a la puerta aguardando su readmisión al pasillo situado al otro lado. Los automatismos permitían a los miembros del personal abandonar una oficina sin tener que esperar el permiso de su ocupante titular —algo que Reedeth había considerado frecuentemente una molestia cuando Ariadna Spoelstra decidía cortar en seco una de sus demasiado frecuentes discusiones—, pero un interno tenía que aguardar a que se le permitiera salir, para prevenir que intentara escapar de la terapia.

Suspirando, Reedeth dio la orden necesaria; la puerta se deslizó hacia un lado, y hombre y máquina salieron.

Obedeciendo bruscamente a un impulso que seguramente iba a traerle discusiones no ya solamente con Ariadna sino con el propio Mogshack, dijo al ahora de nuevo funcional robescritorio:

—¡Maldita sea, no había terminado de hablar contigo de la doctora Spoelstra cuando te pusiste a parpadear! Ahora simplemente quédate aquí y escucha, ¿entendido?

Sin dar tiempo a una respuesta, enfatizó aquellos otros atributos anatómicos de su colega que tan violentamente ansiaba y de los que apenas podía gozar como hubiera deseado, hasta que finalmente se quedó sin aliento en un aluvión de cruda terminología anglosajona.

En el fondo de su mente tenía la vaga idea de que podía hacer que la luz roja parpadeara de nuevo y, armado con esta incontrovertible evidencia, presentar una queja formal a Mogshack acerca de la incapacidad de los automatismos de enfrentarse al lenguaje normal en una sesión de terapia abreactiva.

Pero la luz permaneció apagada. El robescritorio simplemente dijo con su voz habitual:

—Muy bien, doctor. He almacenado esos datos. ¿Son para uso de todo el personal o únicamente suyo?

—¡Únicamente mío!

Cielos, si a Mogshack le pasaba por la cabeza revisar el dossier de Ariadna, y encontraba toda aquella explosión terminológica debidamente etiquetada «proporcionado por el doctor Reedeth»…

Pero ¿cómo podía ser que la máquina hubiera aceptado las desvergonzadas obscenidades que acababa de pronunciar, cuando antes se había cortocircuitado bajo lo que en realidad no era más que un ramillete de cumplidos? Sintió que gotitas de sudor cubrían su frente, nuca y palmas. El reparobot no podía haber intervenido; estaba estrictamente programado para restaurar el status quo autorizado. Así que sólo podía haber sido…

La excitación se apoderó de él. Se sentó apresuradamente detrás del robescritorio, y se dedicó a establecer si aquella era la única mejora que Madison había establecido.

No lo era.

Veinte minutos más tarde, tironeando de su barba en un repetido gesto de impotente irritación, se enfrentó finalmente a la sospecha que había estado atormentándole durante meses.

«Es una monstruosa injusticia mantener a Harry Madison aquí. No está loco. Quizá nunca haya estado loco. Simplemente no comprendemos la forma peculiar que tiene de estar cuerdo.»

10
Cuanto más negro el entierro, más hábil la astucia.

Aguardando la autorización para cruzar la frontera, Fredrick Campbell sujetaba ante él su maletín portadocumentos —símbolo de su status oficial— como un ridículo escudo de cartón. Las manos que lo sujetaban estaban resbaladizas por el sudor. Sobrevolar el lugar no estaba previsto allí por el contrato ciudad-federación; había tenido que aterrizar a un centenar de metros de distancia, en el deteriorado hormigón de la antigua autopista, y caminar hasta el punto donde se hallaba ahora, entre una especie de bosque de setas formado por cilindros de cemento con tapa. Desde rendijas en torno a sus bordes unos oscuros ojos suspicaces estaban clavados en él, y sabía que manos invisibles estaban preparadas para lanzar un chorro de destrucción contra su persona si efectuaba algún movimiento no programado.

Mirando con firmeza al frente, consiguió forzar lo bastante sus ojos como para determinar que al menos uno de los Gottschalk había estado allí desde su última visita… y uno de los importantes, quizá uno de los auténticos peces gordos como Bapuji o incluso Olayinka.

Ningún monosilábico se suponía que podía disponer del tipo de equipo que su entrenado escrutinio le revelaba. Pero el análisis del armamento no era su misión oficial; Bustafedrel tenía mucho cuidado en mantener la tradicional ficción de que los armamentos eran algo irrelevante para sus negociaciones con los cocontratantes municipales. Por supuesto, durante los siguientes días alguien del MSI se dejaría caer —casualmente— y plantearía el asunto mientras charlaba con él, pero no se esperaba de él que trajera de vuelta información detallada.

Se sentía profundamente agradecido por ello. Tenía la sensación de hallarse horriblemente desnudo allí afuera. Se sentía, en una palabra, como despellejado. Lo cual era exactamente el efecto que el Mayor Black debía desear que se produjera. Toda aquella transacción podría haberse realizado mucho más fácil y rápidamente por conducto de la comred, pero en tal caso él no hubiera tenido la extraordinaria oportunidad de gozar como lo estaba haciendo de aquel pequeño placer.

Solitario, transpirando bajo la cruel luz del sol del verano, clavó una vez más sus ojos en los indicadores adjuntos al puesto de guardia principal. Decían: BLACKBURY, ANTIGUAMENTE BROWNBURY.

Uno de ellos decía también (pero esto no formaba parte del indicador original, se trataba de una inscripción hecha burdamente a mano con una pintura chillona): Blanquito, no dejes que el sol se refleje en tu cabeza, haces un blanco demasiado fácil.

11
Cómo apresurarse a no ir a ninguna parte.

—Es como la Carrera de la Reina Roja —dijo malhumoradamente Matthew Flamen, discando una bebida en la consola de licores de su oficina maniáticamente bien equipada en las profundidades del Pozo Etchmark.

—¿Qué?

El redondo rostro de Lionel Prior, que había aparecido un momento antes en la pantalla a tamaño natural de la comred, se lo quedó mirando desconcertado. Prior era el manager, agente, jefe confidente y universal vale para todo de Flamen. También era su cuñado, pero esta era la parte menos importante de sus relaciones.

—Lewis Carrol —dijo Flamen—. Correr lo más aprisa que puedas sin conseguir otra cosa más que quedarte en el mismo sitio.

—¿Quieres decir que esto es de un libro?

—Por supuesto que es de un libro. No me lo digas… ¡No me lo digas! —Flamen alzó una cansada mano; dándose cuenta de que había tomado su vaso de camino, le dio un sorbo—. Tú no lees libros porque contaminan la pureza de tu aproximación al medio. Uno de estos días vas a descubrir que eso también te hace ignorante e inculto. Pero ¿qué…?

En mitad de aquella última declaración, Prior había desaparecido y un torbellino de burbujas multicolores llenaba ahora la pantalla, acompañadas por un aullido muy débil pero inquietante, como si un perro loco estuviera perdido en medio de la niebla, muy lejos, en un pantano embrujado.

12
Mientras tanto, allá en el roncho.

En la pared del ático dúplex hogar de Michaela Baxendale, sensayista de diecinueve años —todavía: sólo todavía; habían pasado muchas cosas desde sus quince años—, un gran medidor automático mostraba una oscilante aguja que aquella mañana había alcanzado la zona roja del dial. Tiempo para otro turno de trabajo.

Maldiciendo, caminó desnuda por las once habitaciones donde estaban diseminados los participantes de la última fiesta, despertando a puntapiés a tantos como pudo, ordenándoles que arrastraran a aquellos que estaban completamente inertes. Una vez hubo discado a los robots que retiraran el mobiliario roto y las alfombras manchadas y lo sustituyeran todo, empezó a reunir el material que le venía a mano. Había un filtro especial en la comred que desviaba las circulares publicitarias directamente a los desagües, pero un artículo se le había escapado: de nuevo otra severa carta de las autoridades sanitarias de la ciudad quejándose de la falta de servicios sanitarios en el apartamento. Ella los había arrancado de sus lugares y había gozado enormemente viéndolos estrellarse contra la calle, cuarenta y cinco pisos más abajo.

Compuso una vez más su respuesta estándar: «Yo fui recogida en las cloacas, ¿no? ¡No esperarán que pierda mis hábitos cloaqueros de la noche a la mañana!». Aquel había sido su punto fuerte hacía cuatro años, cuando Dan Kazer la lanzó directamente hacia la cumbre, hasta aquel ático dúplex. Aquella ausencia hacía que todo se ensuciara, de acuerdo, pero, ¿qué infiernos?, las cosas siempre pueden sustituirse. Además, algún tipo raro allá en Omaha estaba compilando una tesis sobre el significado de los efluvios corporales en las últimas obras de Michaela Baxendale. No sería justo estropearle el trabajo.

Junto con la carta, pues: un anuario telefónico de 1979 de Johannesburgo, una edición pre-pseudo-orgánica de
La rama dorada
, un Krafft-Ebing que reproducía los pasajes originales en latín… Aquello bastaría. Cortó pedazos de todo ello y los ensambló, y a la caída de la noche el medidor en la pared había regresado saludablemente al verde.

13
Es muy improbable que el servicio normal sea restablecido.

La imagen de Prior regresó, y tenía el ceño fruncido.

—¡Esto es demasiado! —se encolerizó—. ¿No tenemos ya los suficientes problemas, sin que nuestra comred aquí en el Etchmark se largue a una alocada órbita cualquiera?

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