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Authors: Lauren Kate

Oscuros (3 page)

Antes de que Luce pudiera responder, una chica flaca y con el pelo negro apareció frente a ella moviendo sus largos dedos frente a la cara.

—Ooooooh —dijo la niña imitando la voz de un contador de historias de terror y bailando a su alrededor—. Las rojas te están vigilandoooooo.

—Lárgate de aquí, Arriane, antes de que te haga una lobotomía —espetó la guarda; aunque estaba claro, a juzgar por su sonrisa breve pero sincera, que sentía un cariño algo desafectado por esa niña loca.

También estaba claro que Arriane no sentía lo mismo. Hizo un gesto a la guarda como si se estuviera masturbando, y luego miró a Luce, con la esperanza de que estuviera ofendida.

—Y por hacer eso —dijo la guarda mientras apuntaba una nota con brusquedad en el cuaderno— hoy te has ganado la tarea de enseñarle el colegio a Little Miss Sunshine.

Señaló a Luce, que parecía cualquier cosa menos reluciente, vestida como iba con unos tejanos negros, unas botas negras y un top negro. En la sección de las «Normas de vestimenta», la página web de Espada & Cruz sostenía con entusiasmo que, mientras los alumnos se portaran bien, podían vestirse como quisieran, respetando solo dos condiciones: el estilo no podía ser llamativo y el color debía ser negro, así que en realidad no había mucho donde elegir.

La camiseta de manga larga y cuello alto que su madre le había obligado a ponerse aquella mañana no resaltaba para nada su figura, e incluso su mayor atractivo había desaparecido: casi le habían cortado por completo el cabello negro y voluminoso, que solía llegarle hasta la cintura. El fuego de la cabaña le había dejado la cabeza chamuscada y con pequeñas calvas, así que tras el camino de vuelta, largo y silencioso, de Dover a casa, su madre la había metido en la bañera, había cogido la maquinilla eléctrica de papá y sin decir una palabra le afeitó la cabeza. Durante el verano le había crecido un poco, lo suficiente para que el envidiable cabello ondulado de antes ahora se hubiera convertido en una sucesión de rulos desmañados asomando justo detrás de sus orejas.

Arriane le echó un vistazo mientras uno de sus dedos tamborileaba en sus labios pálidos.

—Perfecto —dijo, y dio un paso al frente para enlazar su brazo con el de Luce—. Precisamente estaba pensando que me hacía falta una nueva esclava.

La puerta del vestíbulo se abrió y entró el chico alto de ojos verdes. Negó con la cabeza y le dijo a Luce:

—En este lugar no tienen reparos en desnudarte para registrarte. Así que, si llevas encima cualquier otro tipo de «mercancía peligrosa» —alzó una ceja y tiró un puñado de cosas irreconocibles en la caja—, ni lo intentes.

Detrás de Luce, Arriane intentaba aguantarse la risa. El chico levantó la cabeza y, cuando se dio cuenta de que estaba Arriane, abrió la boca, luego la cerró, como si no supiera cómo reaccionar.

—Arriane —dijo sin alterar la voz.

—Cam —respondió ella.

—¿Lo conoces? —susurró Luce, pensando que en los reformatorios quizá habría el mismo tipo de pandillas que hay en las escuelas como Dover.

—No me lo recuerdes —contestó Arriane, y se llevó a Luce afuera, donde la mañana seguía gris y húmeda.

La parte de atrás del edificio principal daba a una acera desconchada que bordeaba un campo abandonado. La hierba había crecido tanto que, a pesar de que había un marcador descolorido y unas gradas de madera al aire libre, parecía más un solar vacío que las instalaciones de un colegio.

Algo más lejos, había cuatro edificios de aspecto sobrio: el que estaba más a la izquierda era un bloque residencial de color ceniza; a la derecha, una iglesia inmensa muy fea; y en medio otras dos estructuras anchas que Luce supuso que eran las aulas.

No había nada más. Todo su mundo se reducía a la lamentable vista que se extendía enfrente.

Arriane giró enseguida hacia la derecha, fuera del sendero, llevó a Luce hasta el campo, y una vez allí se sentaron en lo más alto de una de las gradas de madera llenas de agua.

Las instalaciones equivalentes que había en Dover estaban destinadas a los aprendices de atleta de la Ivy League, de modo que Luce siempre las había evitado. Pero aquel campo vacío, con las porterías combadas y oxidadas, era algo muy diferente, algo que Luce aún no podía comprender. Tres buitres volaban sobre sus cabezas, y un viento lúgubre azotaba las ramas desnudas de los robles. Luce metió la barbilla bajo el cuello de su camiseta.

—Buenooo —dijo Arriane—. Ahora ya has conocido a Randy.

—Pensaba que se llamaba Cam.

—No estamos hablando de él —respondió Arriane con rapidez—. Me refiero al travestí ese de antes. —Arriane movió la cabeza en dirección a la oficina donde la guarda se había quedado frente al televisor—. ¿Qué dirías, tío o tía?

—Eh... ¿tía? —preguntó Luce con indecisión— ¿Es un test o qué?

Arriane sonrió.

—El primero de muchos, y este lo has pasado, o al menos creo que lo has pasado. El sexo de gran parte del cuerpo docente de aquí es un debate continuo entre todos los alumnos. No te preocupes, ya te enterarás.

Luce pensó que Arriane estaba bromeando; en tal caso, no pasaba nada. Pero todo aquello suponía un cambio tan radical respecto a Dover... En su antiguo colegio, los futuros senadores con corbata verde casi parecían brotar de los pasillos, del silencio elegante con que el dinero parecía cubrirlo todo.

Los niños de Dover solían mirar a Luce de reojo, como diciendo «no-pringues-las-paredes-blancas-con-los-dedos». Intentó imaginar a Arriane allí: holgazaneando en las gradas y haciendo bromas groseras y ordinarias. Luce intentó imaginar qué pensaría Callie de ella, porque en Dover no había nadie parecido a Arriane.

—Vamos, suéltalo —le ordenó Arriane. Se dejó caer sobre la grada más alta y con un gesto invitó a Luce a que se acercara—. ¿Qué hiciste para que te metieran aquí?

El tono de Arriane era juguetón, pero de repente Luce sintió la necesidad de sentarse. Era ridículo, pero había esperado pasar el primer día de colegio sin que el pasado la atosigara y la privara de aquella fina capa de calma que había mantenido hasta entonces. Pero, claro, la gente de allí quería saberlo.

Podía sentir la sangre palpitándole en las sienes. Siempre ocurría lo mismo cuando quería recordar —recordar de verdad— aquella noche. Nunca había dejado de sentirse culpable por lo que le había ocurrido a Trevor, pero también intentaba con todas sus fuerzas no dejarse enredar en las sombras, que hasta el momento eran lo único que podía visualizar de aquella noche. Aquellos seres oscuros e indefinibles de los que no podía hablarle a nadie.

Pero volvió a intentarlo... estaba empezando a contarle a Trevor que esa noche sentía una presencia extraña, que había unas formas retorcidas suspendidas sobre sus cabezas que amenazaban con es tropear aquel momento perfecto. Pero para entonces ya era demasiado tarde. Trevor se había esfumado, su cuerpo había ardido hasta quedar irreconocible, y Luce era... era... ¿culpable?

No le había contado a nadie que a veces veía unas formas turbias en la oscuridad que siempre iban hacia ella. Hacía tanto tiempo que iban y venían, que Luce no podía recordar cuándo fue la primera vez que las vio. Pero podía recordar la primera vez que comprendió que las sombras no se le aparecían a todo el mundo... O, mejor dicho, que solo se le aparecían a ella. A los siete años, fue de vacaciones con su familia a Hilton Head y sus padres la llevaron a hacer una travesía en barco. Al ponerse el sol, las sombras empezaron a moverse sobre el agua, y ella se dirigió a su padre y le dijo:

—¿Qué haces cuando vienen, papá? ¿Por qué no te dan miedo los monstruos?

No había monstruos, le aseguraron sus padres, pero la insistencia con que Luce repitió que había algo tembloroso y oscuro le acarreó una serie de consultas con el oculista de la familia, y luego las gafas, y luego más consultas con el otorrino, tras cometer el error de describir el ruido ronco y fantasmagórico que a veces hacían las sombras... y luego terapia, y luego más terapia y, por último, una prescripción para tomar medicamentos antipsicóticos.

Pero nada hizo que desaparecieran.

A los catorce años me negué a tomar la medicación. Fue cuando conocieron al doctor Sanford, y, muy cerca, estaba la escuela Dover, tomaron un vuelo hasta New Hampshire, y su padre condujo el coche de alquiler por una carretera larga y con curvas hasta una mansión llamada Shady Hollows, que estaba en la cima de la colina. Pusieron a Luce frente a un hombre con bata blanca y le preguntaron si aún tenía sus «visiones». Las palmas de las manos de sus padres estaban sudadas cuando la cogieron de la mano; estaban muy serios, porque temían que había algo en su hija que funcionaba terriblemente mal.

Nadie le contó que, si ella no le decía al doctor Sanford lo que todos ellos querían que dijera, puede que pasara mucho más tiempo en Shady Hollows. Al mentir y actuar como si no pasara nada, le autorizaron matricularse en Dover, y solo tenía que visitar al doctor Sanford dos veces al mes.

Le permitieron dejar de tomar aquellas asquerosas pastillas tan pronto como fingió que ya no veía más sombras. Pero, aun así, seguían apareciendo cuando les daba la gana. Lo único que sabía era que trataba de evitar en la medida de lo posible todo aquel catálogo mental de lugares donde se le habían aparecido las sombras en el pasado —bosques frondosos, aguas turbias—. Lo único que sabía era que, cuando llegaban las sombras, sentía un escalofrío, una sensación terrible que no se parecía a nada en el mundo.

Luce se sentó a horcajadas sobre una de las gradas y se frotó las sienes con los dedos pulgar y corazón. Si quería superar ese primer día, tendría que esforzarse en no ahondar en su memoria. Seguramente no podría soportar los recuerdos de aquella noche, así que bajo ninguna circunstancia podía permitirse airear el menor detalle truculento ante aquella desconocida extravagante y desequilibrada.

En vez de responder, observó a Arriane, tendida sobre la grada con unas gafas de sol enormes que le cubrían gran parte de la cara. Aunque no pudiese asegurarlo, probablemente también ella debía de haber estado mirando a Luce, pues al cabo de un instante se incorporó y le sonrió.

—Me voy a cortar el pelo como tú —dijo.

—¿Cómo? —exclamó Luce—. Pero si tienes un pelo precioso.

Era verdad: Arriane lucía unos mechones largos y voluminosos, como los que Luce tanto echaba de menos. Sus rizos sueltos y negros resplandecían con la luz del sol y desprendían un matiz rojizo. Luce se pasó el cabello por detrás de las orejas, pero como no era lo bastante largo, volvía a echársele hacia delante.

—Te queda genial —dijo Arriane—. Es sexy, atrevido. Quiero llevarlo igual.

—Eh... vale —respondió Luce. ¿Era un cumplido? No sabía si se tenía que sentir halagada u ofendida por la forma en que Arriane daba por sentado que podía tener lo que quisiera, incluso si lo que quería pertenecía a otra persona. —¿Y dónde vamos a conseguir... ?

—¡Tachán!

Arriane metió la mano en su bolso y sacó la navaja color rosa del ejército suizo que Gabbe había dejado en la Caja de Mercancías Peligrosas.

—¿Qué pasa? —dijo al ver la reacción de Luce—. Mis dedos pegajosos siempre están atentos cuando los nuevos alumnos han de dejar sus cosas el primer día. El mero hecho de pensar en ello me ayuda a sobrevivir a la canícula durante mi estancia en el campo de internamiento... eh, quiero decir, de verano, de Espada & Cruz.

—¿Te has pasado todo el verano... aquí? —preguntó Luce haciendo una mueca.

—¡Ja! Hablas como una verdadera novata. Seguro que crees que tendremos vacaciones en primavera —le tiró la navaja suiza—. No nos dejan salir de este agujero infernal. Nunca. Ahora, córtame el pelo.

—¿Y qué pasa con las rojas? —preguntó Luce, mientras miraba a su alrededor con la navaja en la mano. Seguro que allí fuera había cámaras en alguna parte.

Arriane negó con la cabeza.

—No pienso juntarme con miedicas. ¿Te atreves o no?

Luce asintió.

—Y no me vengas con que nunca le has cortado el pelo a nadie. —Arriane le quitó la navaja de las manos, desplegó las tijeras y se la devolvió—. Ni una palabra más hasta que me digas lo fantástica que estoy.

En la bañera de sus padres —el único «salón de belleza» que había visto Luce—, su madre le había hecho una cola de caballo antes de cortarle el pelo. Luce estaba segura de que había formas más prácticas de cortar el pelo, pero, como casi no había pisado una peluquería en su vida, el corte de la coleta era lo único que conocía. Sujetó el pelo de Arriane entre sus manos, lo recogió con una goma elástica que llevaba en la muñeca, empuñó las tijeras pequeñas con fuerza y empezó a cortar.

La cola de caballo cayó a sus pies, Arriane dio un pequeño grito y se volvió al momento. La cogió y la alzó al sol. El corazón de Luce se estremeció al verla. Ella misma todavía no había superado la pérdida de su pelo, y todas las otras pérdidas que este simbolizaba. Pero Arriane esbozó una sonrisa sutil. Resiguió la cola de caballo con los dedos y la introdujo en el bolso.

—Increíble —dijo—. Sigue, sigue.

—Arriane —susurró Luce, antes de quedarse paralizada—. Tu cuello. Está todo...

—¿Lleno de cicatrices? —preguntó Arriane completando la frase—. Puedes decirlo.

La piel del cuello de Arriane, desde la clavícula hasta la parte de atrás de la oreja izquierda, estaba llena de cortes y tenía una textura jaspeada y reluciente. Luce se acordó de Trevor, de aquellas terribles imágenes. Incluso sus propios padres no se atrevieron a mirarla después de verlas. En ese instante era ella quien lo estaba pasando mal mientras observaba a Arriane.

Arriane tomó la mano de Luce y la puso contra su piel. Estaba caliente y fría a la vez, era suave y rugosa.

—A mí no me da miedo —dijo Arriane—. ¿Y a ti?

—No —dijo Luce, aunque deseaba que Arriane retirara la mano, y así ella también podría hacerlo. Pensó que así fue como debió de quedar la piel de Trevor, y se le revolvió el estómago.

—¿Tienes miedo de quién eres realmente, Luce?

—No —respondió de nuevo con rapidez. Sin duda se le notaba que estaba mintiendo. Cerró los ojos. Todo cuanto quería era empezar de nuevo en Espada & Cruz, estar en un lugar donde la gente no la mirara del modo en que lo estaba haciendo Arriane en aquel momento. Cuando esa misma mañana, a las puertas del colegio, su padre le había susurrado al oído el lema de la familia Price («Los Price nunca se rinden»), ella había sentido que podría conseguirlo; pero ahora se sentía tan abatida y vulnerable... Apartó la mano.

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